Que el mundo era extraño y gigante lo supo cuando tenía sólo diez años. Fue, entonces, cuando comprendió que había un afuera, más allá de la casa - encalada en blanco y con flores violetas en los alfeizares- en la que hasta entonces se había desenvuelto su vida. El mundo, de pronto, se volvió mucho más grande. Se extendía más lejos de su habitación, del patio donde colgaban las sábanas recién lavadas, de la cocina que siempre olía a potaje y ajo. Incluso, debía continuar allende de la calle Mayor e, incluso, de los viñedos del tío Mateo que era, hasta donde recordaba, lo más lejano que conocía desde que fueron a ayudarle aquella tarde de julio, pocos días antes de la romería. El autobús les dejó bastante antes de los campos y hubieron de caminar por lo menos una media hora. Le pareció lejísimos, un viaje intrépido, pero ahora sabía que la Tierra era mucho, mucho más enorme.
Se lo contó su madre. Cuando le llamó al salón percibió que sus ojos brillaban como nunca antes lo habían hecho. Tenía un pañuelo en su mano y al verle llegar le abrazó con fuerza, como la vez que le subió la calentura y tuvo que llevarle corriendo a urgencias. Le peinó el cabello y le sonrió pero, al poco, se echó a llorar y así el niño supo por qué le brillaban tanto las pupilas.
- ¿Qué pasa? – preguntó con congoja.
- Papa se ha ido – contestó.
- ¿Y cuándo vuelve? – inquirió el chiquillo con inocencia.
- Igual no vuelve. Se ha ido muy lejos – sollozó la madre.
- ¿Cómo que no vuelve? ¿Le ha pasado algo? – dijo el niño.
- No, nada. Pero igual no vuelve, aunque te quiera mucho. – tapó sus ojos con el pañuelo.
- Pero seguro que ha ido de trabajo, como otras veces- recapacitó el muchacho.
- No, esta vez se ha ido muy lejos. Más lejos que lo que imaginas – se secó dos lágrimas que se derramaban por la mejilla.
- Yo creo que volverá – insistió el pequeño, sin entender muy bien a la madre.
- Muy lejos, el canalla – musitó ella.
Unos días más tarde oyó a su prima que su padre se había ido a vivir con una cantante lírica, - coloratura dijo- y que se encaminó por la calle Mayor hasta perderse en el horizonte, sin mirar atrás. No entendió la palabreja pero sabía que a su padre le gustaba la ópera porque, cada tarde, ponía en marcha el magnetofón que había en la sala y escuchaba a mujeres que cantaban en un idioma que él no conocía. Quizá le gustaban tanto aquellas canciones que había decidido oírlas en directo. Igual papá quería ser cantante y su madre no lo sabía. Se quedó triste. Muy triste. Echaba de menos la voz profunda que le llamaba para leer juntos porque solían coger libros grandotes y leer historias de piratas y balleneros, de castillos y de dragones. Aprendió a leer en solitario, se acostumbró a que su madre, primero, llorara cada día y, más tarde, saliera a tomar café con un señor de bigote que se peinaba hacia atrás. Cada tarde, se sentaba en la terraza mirando hacia donde la calle Mayor terminaba. Su prima había dicho que había ido calle arriba. Si había de volver, usaría la misma ruta. Su madre le besaba más a menudo, como si tuviera temor de que él también fuera a dejarla. Pero no, a él no le gustaba la ópera. Chillaban demasiado.
Tres años después- ya estaba en preparatoria- llegó a la clase del colegio, Merche. No la hizo mucho caso los primeros días hasta que una tarde, en el recreo, ella se le acercó y le preguntó de sopetón:
- Me han dicho que tú tampoco tienes papá.
Ella le contó que su padre había marchado a Argentina siguiendo a una pelandrusca, que era una palabra que ella no sabía qué significaba pero que su madre – la de ella- pronunciaba como si la ladrara. Él le explicó que el suyo estaba cantando ópera en algún lugar que él no conocía y que, cada día, esperaba paciente a que regresara por la calle Mayor mientras su madre – la de él- comía bizcochos con el señor de bigote. Se hicieron muy amigos. Inseparables. Dos años después, de pronto, como suceden estas cosas, un rayo de luz se prendió del pelo rubio de Merche y una sonrisa especial alumbró la cara llena de pecas y granitos de él. Fue un instante pero ambos entendieron que se podía marchar para siempre al fin del mundo, sin mirar atrás, sólo para seguir viendo el arco iris en una carita.
Se lo contó su madre. Cuando le llamó al salón percibió que sus ojos brillaban como nunca antes lo habían hecho. Tenía un pañuelo en su mano y al verle llegar le abrazó con fuerza, como la vez que le subió la calentura y tuvo que llevarle corriendo a urgencias. Le peinó el cabello y le sonrió pero, al poco, se echó a llorar y así el niño supo por qué le brillaban tanto las pupilas.
- ¿Qué pasa? – preguntó con congoja.
- Papa se ha ido – contestó.
- ¿Y cuándo vuelve? – inquirió el chiquillo con inocencia.
- Igual no vuelve. Se ha ido muy lejos – sollozó la madre.
- ¿Cómo que no vuelve? ¿Le ha pasado algo? – dijo el niño.
- No, nada. Pero igual no vuelve, aunque te quiera mucho. – tapó sus ojos con el pañuelo.
- Pero seguro que ha ido de trabajo, como otras veces- recapacitó el muchacho.
- No, esta vez se ha ido muy lejos. Más lejos que lo que imaginas – se secó dos lágrimas que se derramaban por la mejilla.
- Yo creo que volverá – insistió el pequeño, sin entender muy bien a la madre.
- Muy lejos, el canalla – musitó ella.
Unos días más tarde oyó a su prima que su padre se había ido a vivir con una cantante lírica, - coloratura dijo- y que se encaminó por la calle Mayor hasta perderse en el horizonte, sin mirar atrás. No entendió la palabreja pero sabía que a su padre le gustaba la ópera porque, cada tarde, ponía en marcha el magnetofón que había en la sala y escuchaba a mujeres que cantaban en un idioma que él no conocía. Quizá le gustaban tanto aquellas canciones que había decidido oírlas en directo. Igual papá quería ser cantante y su madre no lo sabía. Se quedó triste. Muy triste. Echaba de menos la voz profunda que le llamaba para leer juntos porque solían coger libros grandotes y leer historias de piratas y balleneros, de castillos y de dragones. Aprendió a leer en solitario, se acostumbró a que su madre, primero, llorara cada día y, más tarde, saliera a tomar café con un señor de bigote que se peinaba hacia atrás. Cada tarde, se sentaba en la terraza mirando hacia donde la calle Mayor terminaba. Su prima había dicho que había ido calle arriba. Si había de volver, usaría la misma ruta. Su madre le besaba más a menudo, como si tuviera temor de que él también fuera a dejarla. Pero no, a él no le gustaba la ópera. Chillaban demasiado.
Tres años después- ya estaba en preparatoria- llegó a la clase del colegio, Merche. No la hizo mucho caso los primeros días hasta que una tarde, en el recreo, ella se le acercó y le preguntó de sopetón:
- Me han dicho que tú tampoco tienes papá.
Ella le contó que su padre había marchado a Argentina siguiendo a una pelandrusca, que era una palabra que ella no sabía qué significaba pero que su madre – la de ella- pronunciaba como si la ladrara. Él le explicó que el suyo estaba cantando ópera en algún lugar que él no conocía y que, cada día, esperaba paciente a que regresara por la calle Mayor mientras su madre – la de él- comía bizcochos con el señor de bigote. Se hicieron muy amigos. Inseparables. Dos años después, de pronto, como suceden estas cosas, un rayo de luz se prendió del pelo rubio de Merche y una sonrisa especial alumbró la cara llena de pecas y granitos de él. Fue un instante pero ambos entendieron que se podía marchar para siempre al fin del mundo, sin mirar atrás, sólo para seguir viendo el arco iris en una carita.
2 comentarios :
bien escrito. Me ha gustado. Felicidades.
Ana
muchas gracias
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