Esta historia sucedió no hace mucho tiempo y, por razones de obvio respeto a la intimidad, no conviene exponer a la pública luz de un blog la verdadera personalidad del protagonista. Convendremos, pues, en llamarle Ferdinand aunque, como el lector avispado podrá suponer, su nombre auténtico ni siquiera se le parece.
Ferdinand era un agnóstico convencido y ferviente defensor del evolucionismo. Había leído todas las obras de Darwin, de Ridley, de Kimura. Comprendía cómo, en un remoto amanecer del océano primigenio, una ameba había mutado para dar paso a un alga y esta, posteriormente, al plancton y, así, en una carrera acelerada y expansiva, a todas las especies del planeta. Entendía los mecanismos genéticos, la influencia del entorno, la adaptación a los retos de la existencia. Poco más hacía falta para explicar el mundo. No obstante, desde sus tiempos de universitario, un asunto le preocupaba. ¿Cuál era el objetivo de la evolución? ¿Puro azar? ¿Las moléculas se recombinaban en montañas de trillones sin fin alguno? ¿Podía el proceso evolutivo terminar tanto en una mosca cabezona como en un hombre nuevo?
Aquella tarde, sin embargo, no era momento para cavilaciones académicas. Hacía calor y era Junio. El cielo estaba pintado con un azul añil, metálico y brillante. Unos cirros altísimos se estiraban blancos por encima de las peñas, como si la atmósfera se hubiese quedado sin acuarela suficiente y hubiera dejado zonas del lienzo sin colorear. Intentó tranquilizarse. Escuchaba el pálpito inquieto de su corazón y su estómago hacía tiempo que estaba tenso. Comprobó por décima vez, en el espejo del retrovisor, que su pelo no se había alborotado con la brisa, que su rostro no presentaba ninguna anomalía de última hora. Ensayó la sonrisa y tras varios intentos para lograr la que deseaba, desistió y se abrumó pensando que nunca resultaría suficientemente atractivo. Sí, ella le había dicho que le quería pero una cosa era decirlo y otra cosa era besarla. Lo deseaba tanto que le parecía imposible que un hombre como él, tan racional, pudiera haberse dejado arrastrar por un torbellino de sensaciones que le inundaban.
Unas oropéndolas volaron asustadas cuando llegó el coche de ella. Llamémosla Lidia aunque, como el lector avispado podrá suponer, su nombre auténtico ni siquiera se le parece. Estaba hermosa, muy hermosa, aquella tarde. Aunque, eso no era una sorpresa porque siempre estaba bella. Una blusa de lino fino y unos pantalones ajustados delineaban el cuerpo que él tanto deseaba. Su corta melena caía simétrica a ambos lados y unas gafas protegían sus ojos del sol del estío. Su rostro, como siempre, mostraba aquella sonrisa que le hechizaba, que emanaba atracción y ternura. Ferdinand no sabía si su corazón se había detenido de súbito o se había desbocado a un ritmo que no podía ya sentirse. Primero, entrelazaron sus manos y él supo en aquel momento que esa era la piel que había esperado desde siempre sentir. Sin decir nada, con el temor y la excitación del descubrimiento, sus labios se acercaron. Era algo que el analítico cerebro de Ferdinand no controlaba. Simplemente, su boca se acercaba a la de ella y ella a la de él. Fue un beso corto, suave, experto en los labios de Lidia, torpe en los de Ferdinand. Seguramente, los relojes se detuvieron en todo el cosmos, o al menos es lo que él sintió. Supo también en ese instante que esos eran, precisamente y sólo esos, los labios que había anhelado desde el inicio del mundo. Acarició su pelo, que jugueteaba con el sol entre arcos iris y reflejos saltarines, y supo que sólo aquel cabello podía tranquilizar su alma. La abrazó con fuerza y se estremeció al tenerla con él, tan cerca, tan íntimamente, comprendiendo que no podría vivir más sin sentir ese cuerpo pegado al suyo. Miro su carita tierna y notó que el amor de Lidia le consumía y le arrebataba.
Lo vio claro entonces. Todas sus disquisiciones teóricas llegaron, de pronto, a su término. No, no era el azar lo que guiaba la vida. El universo entero, las nubes de galaxias que volaban por el cosmos, el anhelo de cambio de las algas y las flores, el vuelo de los pájaros y el juego de las ardillas, la hermosura de las mariposas y el ondear de los campos de trigo que ahora se esparcían hasta el horizonte, la vida de los millones de seres que antes habían llegado al mundo, los amores que existieron y los poemas que se escribieron, todo, todo constituía la necesaria evolución para que Lidia llegara a su vida. El culmen, el infinito, el objetivo de toda la evolución del universo estaba allí, en aquel rostro hermoso que le miraba y derretía su alma en un crisol de ternura.
Miró sus ojos marrones y notó que el sol creaba en ellos unos imposibles reflejos verdes. Se dejó arrastrar por ellos y volvió a besarla. En ese instante, creyó en Dios.
Ferdinand era un agnóstico convencido y ferviente defensor del evolucionismo. Había leído todas las obras de Darwin, de Ridley, de Kimura. Comprendía cómo, en un remoto amanecer del océano primigenio, una ameba había mutado para dar paso a un alga y esta, posteriormente, al plancton y, así, en una carrera acelerada y expansiva, a todas las especies del planeta. Entendía los mecanismos genéticos, la influencia del entorno, la adaptación a los retos de la existencia. Poco más hacía falta para explicar el mundo. No obstante, desde sus tiempos de universitario, un asunto le preocupaba. ¿Cuál era el objetivo de la evolución? ¿Puro azar? ¿Las moléculas se recombinaban en montañas de trillones sin fin alguno? ¿Podía el proceso evolutivo terminar tanto en una mosca cabezona como en un hombre nuevo?
Aquella tarde, sin embargo, no era momento para cavilaciones académicas. Hacía calor y era Junio. El cielo estaba pintado con un azul añil, metálico y brillante. Unos cirros altísimos se estiraban blancos por encima de las peñas, como si la atmósfera se hubiese quedado sin acuarela suficiente y hubiera dejado zonas del lienzo sin colorear. Intentó tranquilizarse. Escuchaba el pálpito inquieto de su corazón y su estómago hacía tiempo que estaba tenso. Comprobó por décima vez, en el espejo del retrovisor, que su pelo no se había alborotado con la brisa, que su rostro no presentaba ninguna anomalía de última hora. Ensayó la sonrisa y tras varios intentos para lograr la que deseaba, desistió y se abrumó pensando que nunca resultaría suficientemente atractivo. Sí, ella le había dicho que le quería pero una cosa era decirlo y otra cosa era besarla. Lo deseaba tanto que le parecía imposible que un hombre como él, tan racional, pudiera haberse dejado arrastrar por un torbellino de sensaciones que le inundaban.
Unas oropéndolas volaron asustadas cuando llegó el coche de ella. Llamémosla Lidia aunque, como el lector avispado podrá suponer, su nombre auténtico ni siquiera se le parece. Estaba hermosa, muy hermosa, aquella tarde. Aunque, eso no era una sorpresa porque siempre estaba bella. Una blusa de lino fino y unos pantalones ajustados delineaban el cuerpo que él tanto deseaba. Su corta melena caía simétrica a ambos lados y unas gafas protegían sus ojos del sol del estío. Su rostro, como siempre, mostraba aquella sonrisa que le hechizaba, que emanaba atracción y ternura. Ferdinand no sabía si su corazón se había detenido de súbito o se había desbocado a un ritmo que no podía ya sentirse. Primero, entrelazaron sus manos y él supo en aquel momento que esa era la piel que había esperado desde siempre sentir. Sin decir nada, con el temor y la excitación del descubrimiento, sus labios se acercaron. Era algo que el analítico cerebro de Ferdinand no controlaba. Simplemente, su boca se acercaba a la de ella y ella a la de él. Fue un beso corto, suave, experto en los labios de Lidia, torpe en los de Ferdinand. Seguramente, los relojes se detuvieron en todo el cosmos, o al menos es lo que él sintió. Supo también en ese instante que esos eran, precisamente y sólo esos, los labios que había anhelado desde el inicio del mundo. Acarició su pelo, que jugueteaba con el sol entre arcos iris y reflejos saltarines, y supo que sólo aquel cabello podía tranquilizar su alma. La abrazó con fuerza y se estremeció al tenerla con él, tan cerca, tan íntimamente, comprendiendo que no podría vivir más sin sentir ese cuerpo pegado al suyo. Miro su carita tierna y notó que el amor de Lidia le consumía y le arrebataba.
Lo vio claro entonces. Todas sus disquisiciones teóricas llegaron, de pronto, a su término. No, no era el azar lo que guiaba la vida. El universo entero, las nubes de galaxias que volaban por el cosmos, el anhelo de cambio de las algas y las flores, el vuelo de los pájaros y el juego de las ardillas, la hermosura de las mariposas y el ondear de los campos de trigo que ahora se esparcían hasta el horizonte, la vida de los millones de seres que antes habían llegado al mundo, los amores que existieron y los poemas que se escribieron, todo, todo constituía la necesaria evolución para que Lidia llegara a su vida. El culmen, el infinito, el objetivo de toda la evolución del universo estaba allí, en aquel rostro hermoso que le miraba y derretía su alma en un crisol de ternura.
Miró sus ojos marrones y notó que el sol creaba en ellos unos imposibles reflejos verdes. Se dejó arrastrar por ellos y volvió a besarla. En ese instante, creyó en Dios.
2 comentarios :
¡Lo que puede hacer el amor...!
Buen relato, muy bien llevado.
Gracias.
P.S.: Estoy, poco a poco, leyendo todo lo que has escrito, en el apartado Relatos Cortos. Dejaré comentarios en los, a mi parecer, mejores.
Saludos desde Málaga.
pues otra vez, muchas gracias!
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