4/7/09

Órdenes



Llovía torrencialmente, como suele hacerlo en otoño en el Pacífico. Los hombres de la 48ª Brigada de marines se refugiaban bajo las tiendas de loneta, justo al lado de los matorrales que delimitaban el final de la playa. La galerna azotaba los cocoteros y la bandera ondeaba alocada en el mástil.

Tom Richards, soldado de primera y tirador elegido, escribía. Quería terminar la carta antes de que el sol se pusiera porque sabía que, luego, las medidas de seguridad obligarían a apagar los candiles y los generadores se desactivarían. No es que, a estas alturas de la guerra, hubiese mucho riesgo de que los aviones japoneses se aventuraran hasta aquellas islas pero las órdenes eran estrictas al respecto. Estaba sentado sobre la manta de reglamento, con su espalda apoyada en la mochila ya totalmente preparada. Había dejado la casaca a un lado y remangado su camisa en un intento de aliviarse de la insoportable humedad y del calor del trópico. De tanto en cuanto sacudía su mano, en un gesto que ya era casi automático, para ahuyentar a los mosquitos. Quería que la carta saliera en el avión correo que despegaba poco antes del anochecer. Quizá no hubiera más oportunidades porque, para el día siguiente, estaba fijado el ataque al cercano atolón.

Tom escribía a la mujer que amaba. Afiló su lapicero y, mientras lo hacía, los recuerdos se le agolparon. Sabía que aquello no debería estar ocurriendo porque ella era una mujer casada, más no podía evitarlo. Si su madre – una presbiteriana conservadora y piadosa de Kansas- llegaba a enterarse de aquel pecado evidente, el disgusto la mataría. Pero él no podía sino amarla. La vio por primera vez en Marzo, durante un permiso. Trabajaba de camarera en Spezias, el restaurante italiano que, casi por casualidad, había elegido para tomarse unos huevos revueltos con bacon. Llegó tan tarde que el establecimiento estaba a punto de cerrar. Cindy Anderson- que ese era su nombre- fue tan amable que accedió a servirle y a esperar a que terminara. Era hermosa, con sus ojos azules y su melena rubia recogida en una coleta. Le encantaron las pecas que iluminaban sus brazos y su frente. Parecía tan cansada que Tom la invitó a tomarse un café y, contra todo pronóstico, ella aceptó. No era capaz de explicar qué ocurrió pero acabaron tomando dos más en Belton’s y charlaron de todo. Cindy tenía sólo veintiséis años pero llevaba ya tres años desposada. Desgraciadamente casada. Se mostró muy reservada al hablar de su marido. No quería hablar de él, le dolía hacerlo. Ni siquiera decir su nombre. Mentarlo le daba dolor de estómago e inquietaba su ánimo. Tom supo que era un mal tipo, violento y que la golpeaba. Aquella noche, el soldado primero no pudo dormir a causa del recuerdo del rostro de ella. Volvió a Spezias a comer y a cenar y así lo hizo durante los siguientes cinco días. Todas las jornadas acababan en Belton’s hasta que, finalmente, se rindieron a lo que ya era evidente aunque no sabían cómo había ocurrido ni qué podían hacer con su sentimiento. Hicieron el amor la noche anterior al día en que Tom regresaba al frente. Ella le entregó un retrato y él juró mirarlo cada día tantas veces como el servicio se lo permitiera. Si había suerte, tendría otro permiso a final de año y se juramentaron que volverían a estar juntos. Cindy no pudo ir a despedirle. Le dijo que era imposible. Le dijo que la escribiera al restaurante. De hecho, no podía hacerlo a ningún otro sitio porque ni sabía dónde vivía.

Terminó la carta y la metió en el sobre.

Faltaban aún tres horas para el amanecer cuando ya estaban formados dentro de las lanchas de desembarco. Con todo el equipo encima. A pesar de la hora, hacía ya calor y Tom sudaba bajo el casco metálico. Comprobó, en un gesto inconsciente, su fusil y se palpó el cinturón para asegurarse que los diez cargadores colgaban de él. Para un tirador de élite como él, el arma era lo más importante. Nadie hablaba. En el mar sólo se escuchaba el aburrido ronroneo de la hélice. Ya había pasado por eso y sabía qué les esperaba al llegar a las playas. Afortunadamente, él no iba en la primera oleada. Confiaba en que los muchachos de la 446, que iban delante, limpiaran la cabeza de desembarco para cuando llegaran sus botes.

Oyó las granadas que caían sobre la vanguardia aún cuando no se divisaba la costa. Los cruceros propios quedaron anclados una milla atrás y descargaron toda su potencia de fuego sobre la costa para ablandar la resistencia. Su lancha iba acercándose y ya podía ver cómo los obuses levantaban fumarolas de agua y sangre. La playa era una sucesión de cráteres y los chicos de la 446 habían pasado por un duro castigo. Pero, ya habían logrado avanzar unos cien metros de modo que al llegar a la playa y abrirse el portalón, echaron a correr hacia adelante sin sufrir apenas bajas. Sudoroso y con el corazón fuera de sí llegó a la primera línea. Delante, los japoneses permanecían atrincherados y no se rendirían fácilmente. Durante una hora, las posiciones permanecieron inalteradas. Ambos bandos intercambiaban disparos pero no parecía que fuera sencillo continuar avanzando.

Un capitán se acercó al grupo de Tom. Los soldados saludaron sin levantar la cabeza del foso en donde se encontraban, no fuera a ser que una bala errante acabara con ellos. El teniente se acercó a rastras hasta él y le comunicó las instrucciones que acababa de recibir del mando.

- Señor, el ala derecha deberá avanzar a las tres en punto. Luego, si la maniobra de diversión tiene éxito, nosotros iniciaremos el ataque por este lado izquierdo.
- No, no será así. Atacaremos antes por este flanco.
- Pero, señor, las órdenes son claras. Y en este sector, las defensas son muy fuertes. Sería un suicidio….
- ¿Qué rango es el suyo, teniente?- gritó el capitán.
- Señor, sí, señor. A sus órdenes señor.
- Tome un pelotón y que avancen a mi orden.
- Sí, señor – el teniente saludó marcialmente, mirando con estupor al capitán, casi suplicándole que no enviara a esos hombres a una muerte segura.
- ¡Ah! teniente- dijo el capitán sin mirarle- asegúrese que el soldado primero Richards esté en el grupo. Alguien me ha dicho que es un buen tirador y necesitamos buena puntería en esta batalla.
- Señor, sí, señor. A la orden, señor.

El teniente se arrastró hasta sus hombres y desgranó veinte nombres. Aquellos soldados recibieron su nominación en silencio aunque más de uno masculló alguna blasfemia contra Dios y contra el capitán.

El silbato del capitán señaló el momento del ataque. Olvidándolo todo y acumulando todo el coraje de que fueron capaces, los desgraciados combatientes del pelotón saltaron de la trinchera y corrieron hacia adelante disparando lo más rápido que podían. Duró poco el intento. La ametralladora japonesa dejó tendidos los cuerpos inertes en el terreno.

Una hora después, y como estaba previsto, el ala derecha avanzó y rompió el frente. Sorprendidos los nipones por detrás, tuvieron que retirarse y al caer la noche más de siete mil americanos estaban ya tres kilómetros tierra adentro. En la playa, hacía tiempo que reinaba la tranquilidad de la muerte.

Los sanitarios recogían los cadáveres. Habían ido rescatando a los heridos y hasta que todos estuvieron atendidos no se preocuparon de los muertos. Estos no tenían prisa en ser ayudados.

- Señor – un camillero saludó al capitán.
- ¿Sí?
- Aquí traemos al soldado que nos ordenó buscar, señor
- ¿Richards?
- Señor, sí, señor. Así lo marca su placa de identificación.

El capitán se acercó al cadáver que yacía sobre la camilla y comprobó en la placa el nombre.
- Déjeme sólo ahora, soldado. Ya le llamaré cuando hayan de retirar el cuerpo.
- Señor, sí, señor- contestó el enfermero.

Miró por unos segundos la cara del muchacho. Tenía una mueca de horror. No debía haber tenido una muerte agradable a juzgar por la sangre coagulada en el vientre. Le abrió la chaqueta y rebuscó en su interior hasta encontrar una cartera en uno de los bolsillos interiores. La abrió y sacó una foto de una bella mujer con ojos azules y pecas en la frente que introdujo en su propio pantalón. Entonces, el capitán Anderson llamó al camillero para que retirara el cuerpo mientras sonreía con una mueca de odio.

1 comentarios :

Anónimo dijo...

cuantos crimenes se habrán cometido en las guerras simulando que era la batalla!

-peleas-