28/7/09

The ballad of Sand and Harry Soot



The ballad of Sand and Harry Soot
(
http://www.wordcircuits.com/gallery/sandsoot/index.html) de Stephanie Strickland es un poema multimedia e hipertextual en el que los versos van apareciendo a medida que se descubren los enlaces. Se trata de una obra compleja que admite varios modos de navegación desde el totalmente aleatorio (en el que uno acaba no entendiendo el sentido de la balada) hasta el consecutivo en el que van apareciendo, con sólo cliquear en la fotografía, secuencialmente los versos del texto. Como toda balada se trata de una historia con su principio, su final y su moraleja.

Por qué marchar



Que el mundo era extraño y gigante lo supo cuando tenía sólo diez años. Fue, entonces, cuando comprendió que había un afuera, más allá de la casa - encalada en blanco y con flores violetas en los alfeizares- en la que hasta entonces se había desenvuelto su vida. El mundo, de pronto, se volvió mucho más grande. Se extendía más lejos de su habitación, del patio donde colgaban las sábanas recién lavadas, de la cocina que siempre olía a potaje y ajo. Incluso, debía continuar allende de la calle Mayor e, incluso, de los viñedos del tío Mateo que era, hasta donde recordaba, lo más lejano que conocía desde que fueron a ayudarle aquella tarde de julio, pocos días antes de la romería. El autobús les dejó bastante antes de los campos y hubieron de caminar por lo menos una media hora. Le pareció lejísimos, un viaje intrépido, pero ahora sabía que la Tierra era mucho, mucho más enorme.

Se lo contó su madre. Cuando le llamó al salón percibió que sus ojos brillaban como nunca antes lo habían hecho. Tenía un pañuelo en su mano y al verle llegar le abrazó con fuerza, como la vez que le subió la calentura y tuvo que llevarle corriendo a urgencias. Le peinó el cabello y le sonrió pero, al poco, se echó a llorar y así el niño supo por qué le brillaban tanto las pupilas.

- ¿Qué pasa? – preguntó con congoja.
- Papa se ha ido – contestó.
- ¿Y cuándo vuelve? – inquirió el chiquillo con inocencia.
- Igual no vuelve. Se ha ido muy lejos – sollozó la madre.
- ¿Cómo que no vuelve? ¿Le ha pasado algo? – dijo el niño.
- No, nada. Pero igual no vuelve, aunque te quiera mucho. – tapó sus ojos con el pañuelo.
- Pero seguro que ha ido de trabajo, como otras veces- recapacitó el muchacho.
- No, esta vez se ha ido muy lejos. Más lejos que lo que imaginas – se secó dos lágrimas que se derramaban por la mejilla.
- Yo creo que volverá – insistió el pequeño, sin entender muy bien a la madre.
- Muy lejos, el canalla – musitó ella.

Unos días más tarde oyó a su prima que su padre se había ido a vivir con una cantante lírica, - coloratura dijo- y que se encaminó por la calle Mayor hasta perderse en el horizonte, sin mirar atrás. No entendió la palabreja pero sabía que a su padre le gustaba la ópera porque, cada tarde, ponía en marcha el magnetofón que había en la sala y escuchaba a mujeres que cantaban en un idioma que él no conocía. Quizá le gustaban tanto aquellas canciones que había decidido oírlas en directo. Igual papá quería ser cantante y su madre no lo sabía. Se quedó triste. Muy triste. Echaba de menos la voz profunda que le llamaba para leer juntos porque solían coger libros grandotes y leer historias de piratas y balleneros, de castillos y de dragones. Aprendió a leer en solitario, se acostumbró a que su madre, primero, llorara cada día y, más tarde, saliera a tomar café con un señor de bigote que se peinaba hacia atrás. Cada tarde, se sentaba en la terraza mirando hacia donde la calle Mayor terminaba. Su prima había dicho que había ido calle arriba. Si había de volver, usaría la misma ruta. Su madre le besaba más a menudo, como si tuviera temor de que él también fuera a dejarla. Pero no, a él no le gustaba la ópera. Chillaban demasiado.

Tres años después- ya estaba en preparatoria- llegó a la clase del colegio, Merche. No la hizo mucho caso los primeros días hasta que una tarde, en el recreo, ella se le acercó y le preguntó de sopetón:

- Me han dicho que tú tampoco tienes papá.


Ella le contó que su padre había marchado a Argentina siguiendo a una pelandrusca, que era una palabra que ella no sabía qué significaba pero que su madre – la de ella- pronunciaba como si la ladrara. Él le explicó que el suyo estaba cantando ópera en algún lugar que él no conocía y que, cada día, esperaba paciente a que regresara por la calle Mayor mientras su madre – la de él- comía bizcochos con el señor de bigote. Se hicieron muy amigos. Inseparables. Dos años después, de pronto, como suceden estas cosas, un rayo de luz se prendió del pelo rubio de Merche y una sonrisa especial alumbró la cara llena de pecas y granitos de él. Fue un instante pero ambos entendieron que se podía marchar para siempre al fin del mundo, sin mirar atrás, sólo para seguir viendo el arco iris en una carita.



Sigues conmigo




Hacía hoy demasiado calor. Treinta y seis a la sombra. Demasiado para que los claveles que te guardan pudieran resistirlo sin gotas de agua fresca en las que beber, sin tierra húmeda de la que respirar. Sentí los pétalos mustios y agostados como una acusación afilada y directa. Me decían, me decías, me gritaban, me gritabas, que no te recuerdo suficiente, tanto como mereces, tanto como deseo. Aún estando ya muy avanzada la tarde, el sol parecía que se había detenido en lo más alto y caía a plomo, sin crear sombras en las que escudarme, en las que protegerme de tu reproche nunca dicho. El calor había hecho que los gorriones se refugiaran en el bosquecillo lejano, dejándolo todo en un silencio que retumbaba en mis sienes. Me duele tu soledad, me abruma la soledad en la que me dejaste. Me asusta que, a veces, pueda aparcar tu memoria.

Mas, a pesar de todo, quiero que sepas que sigues conmigo. Las campánulas blancas han crecido en el jardín cercano y cuando las veo, te recuerdo con una de ellas prendida de tu pelo tan negro. A veces, escucho el eco de tu voz, y de tu risa, y de tus susurros cuando me decías que me querías. Tú no tendrás ya sueños, pero estás en los míos. No sentirás más la brisa del mar cuando te empeñabas en caminar por la arena al amanecer, pero yo pierdo mi mirada en las olas inquietas disfrutando aún de ti. No puedo abrazar tu cintura, pero acaricio tu imagen. Las flores pueden marchitarse en el búcaro pero creces en mi alma cuando te recuerdo. Se marchitan para que las vuelva a poner. Una y otra vez. Hasta siempre. No pudimos vencer a los dioses inmisericordes pero eso no importa ya. Quizá nadie te recuerde pero yo no te olvido. Hay color otra vez en mi ánimo, sí, así es, pero no es olvidándote, sino contigo, a partir de ti, sobre lo que me enseñaste, con lo que me modelaste. Sigues conmigo. Siempre seguirás, porque eres parte de mi. Sin tu permanente e indisoluble presencia no sería yo mismo. Sigues conmigo.



27/7/09

Caminar solitario


Debe llevar ya un par de años, si no tres, viviendo entre nosotros. Incluso, tengo un vago recuerdo de que, al principio, paseaba con unas alfombras sobre el hombro. Siempre me ha asombrado el optimismo, la abnegación y la esperanza de esos vendedores ambulantes, inmigrantes solitarios, que pretenden vender alfombras - supuestamente persas - preguntando de bar en bar. No sé si alguien les habrá comprado jamás alguna pero el sólo hecho de persistir en tan imposible tarea se me antoja de lo más encomiable.

Por sus rasgos, es árabe. De edad indefinida. En la cincuentena, probablemente. Camina cansino, despacio, arrastrando sus pies. Es lo que más me llama la atención en él, su andar agotado, como si portara en un enorme hatillo todas las penurias que la vida le ha deparado para que no se le olvide reclamar su recompensa si es que de verdad hay algún cielo ahí arriba. Un triste Sísifo que empuja sus penas sin objetivo alguno, un día y otro también. Y, no obstante, nunca para. Siempre camina. Como un Forrest Gump incansable. Pasea por las calles, siempre solo, mirando al pavés y, de vez en cuando, a las golondrinas que juegan a hacer vuelos rasantes en el parque. No observa el bullicio de las avenidas ni las luces coloridas de los escaparates. Probablemente, ni tiene dinero para comprar nada ni ánimo para disfrutarlo. Parece vivir en la soledad de sus recuerdos africanos, de algún amor que perdió muchos años atrás, de caricias que a buen seguro tuvo, en la añoranza de las ilusiones que se han ido para siempre. Viste una chaqueta de gamuza pasada de moda y que, a todas luces, le está grande. Igual que sus pantalones, un par de tallas más largos que sus cortas pero infatigables piernas. Los zapatos, de suela de goma gruesa y cordones anudados, aún en verano. Muchas veces, lleva sus manos – rudas, grandes y sufridas- juntas a la espalda, afrontando a pecho descubierto lo que traiga la vida. Debe tener alguna ocupación más o menos fija porque, si no, no permanecería en el barrio. Quizá trabaje en la cercana construcción del tren de alta velocidad. Y debe disponer de una habitación en algún lugar. O quizá sólo de un lugar en uno de los contenedores de obra que muchos peones sin papeles usan de albergue. Nunca anda acompañado. Nunca habla con nadie aunque asumo que algo de español debe saber ya tras tanto tiempo.

Al principio, cuando le veía pasar por mi calle sentía lástima por él. Hoy, sigo sintiendo lástima. Pero por mí, por el barrio entero, por la ciudad entera. Por la inhumanidad de que no digamos una palabra de aliento, un hola, un qué tal, un cómo va eso acompañado de una palmada en el hombro, a un vecino que lleva tantos años entre nosotros. Porque me estoy perdiendo conocer a un ser humano.

Amaztype



Amaztype (http://amaztype.tha.jp/ ) es una interface de búsqueda de libros en Amazon que destaca por su funcionalidad y su interface original. Basta introducir el texto (un autor, una palabra, un concepto) para que el programa nos muestre una mesa visual con todas las posibilidades encontradas. Al situarse sobre cada icono se produce un zoom y se dan unos datos básicos del libro. Desde la página se puede, asimismo, saltar a la web de Amazon para ver más detalles si son necesarios. En definitiva, no es más que una base de datos. Pero muy elegantemente realizada.

El blog intercalado


En general, los blogs que existen en la red son lineales y de adaptan, en el fondo, a la escritura de toda la vida a pesar de usar lo digital. Es decir, cada capítulo va seguido del anterior cronológicamente. Cada post sigue al siguiente y en portada, en primera posición, en la que primero se visualiza, está lo más actual. Cierto es que los enlaces permiten saltar rápidamente entre texto y texto pero esto no es un avance conceptual, tan sólo técnico. Efectivamente, en un libro convencional también es posible saltar ordenadamente entre pasajes utilizando los índices o los glosarios paginados de términos. Es más lento, cierto, pero es lo mismo conceptualmente.

Sin embargo, un blog digital podría presentar una auténtica característica no lineal (y, de hecho, hay algunos pocos que usan esta posibilidad). Para ello, los posts no deberían ser añadidos siempre al principio si no que podrían ser adjuntados, intercalados, en cualquier posición. Digamos, 234 posts antes del anteriormente añadido o en una posición correspondiente a marzo del pasado año.

Esta técnica tendría, como primer efecto, el que el lector no podría ser ya un ente pasivo que al entrar en el blog se limita a ver qué hay de nuevo en la primera posición de visualización. Estaría obligado a buscar qué hay de nuevo. Incluso, aunque fuera avisado de que hay una entrada nueva, al acceder al blog no la vería porque esta nueva aportación estaría inmersa, intercalada, en algún remoto lugar del corpus.

El segundo efecto es que el blog- entendido como una obra completa y compleja en sí misma- se modificaría dinámicamente en cada momento. No se trataría ya de una obra a la que se añade un capítulo más, sino una obra que se ha modificado en su misma raíz. Un post intercalado en un determinado lugar puede originar un cambio en la secuencia de eventos; los comentarios de un post podrían estar contestados incluso antes de que aparecieran; las explicaciones y clarificaciones necesarias en una entrada podrían haberse dado mucho antes de que la duda llegara al lector. Un lector nuevo que no conociese el blog y que accediera a él por primera vez no imaginaría que los textos se han añadido intercaladamente y – leyéndolo todo seguido- lo vería como una obra completa que sería distinta de la que vería otro lector que entrara semana después. Existiría una dinámica compleja en la que la misma estructura de la obra, del blog, se modifica con el tiempo. No crece añadiendo más ramas sino que cambia el propio tronco de donde las ramas salen. Otros símiles posibles. Sería como ver una serie por capítulos y descubrir que, cuando llevamos treinta, los anteriores han cambiado con nuevas aportaciones. O haber leído Cien años de soledad y descubrir, de pronto, que hay nuevos capítulos que no conocíamos y que, quizá, modifiquen la comprensión del libro como conjunto.

También, un corolario de esta técnica es que el usuario podría perderse con facilidad en la selva de textos. Y, lo que es peor, que se aburriera. En un mundo dominado por la inmediatez, por lo actualísimo, tener que buscar – “tiempo atrás”- qué está ocurriendo sonaría, cuando menos, sorprendente. Sería como si para ver las noticias de hoy tuviéramos que ir a una Hemeroteca y localizar un ejemplar de principios de los sesenta. Un viaje en el tiempo virtual que muchos no estarán dispuestos a realizar.

Para finalizar, decir que es una técnica muy sencilla. Por ejemplo, en Blogger, basta con modificar la fecha de entrada cuando se crea la entrada. A todos los efectos, es una entrada antigua escrita virtualmente meses atrás. Incluso, para los motores de noticias y los sindicadores aparecerá como atrasada en fecha. Pero, para un seguidor, el blog habrá cambiado y no podrá suponer que todo lo leído ha quedado inalterado.




26/7/09

La mano de Fátima



La mano de Fátima (Grijalbo, 2009) de Ildefonso Falcones es la historia del morisco Hernando a lo largo de varias decenas de años en el turbulento periodo que va desde la rebelión de las Alpujarras en el siglo XVI hasta la definitiva expulsión de los moriscos en 1609. No se puede negar el extenso trabajo de documentación que Falcones ha hecho para poder escribir el libro (aunque es menester señalar que el rigor histórico puede ser discutido) pero quizá sea este, también, su mayor problema. Porque, por un lado, parece haber elegido narrar todos los dramas y tragedias (que, sin duda, existieron) y prácticamente ninguna alegría (que también las había en un siglo inmerso en el Renacimiento). Y, especialmente, porque al autor parece interesarle más hacer un inventario de anécdotas históricas - metidas a veces con calzador en la trama- que ofrecer una historia atractiva. Da la impresión, en ocasiones, que se trataba de llenar a toda costa las casi 1000 páginas que tiene el libro. Así, la historia dentro de la Historia es casi otra anécdota.

Falcones linda la crónica de sucesos más oscura y más macabra: ejecuciones constantes, crueldad insaciable, brutalidad inhumana, castraciones, mutilaciones, esclavitud, violencia extrema de género, violaciones. Casi siempre desde la perspectiva de los moriscos aún cuando las fuentes parecen ser mayoritariamente cristianas. Casi todos los cristianos son fanáticos y racistas, cuando no directamente estúpidos. Las razones históricas de fondo políticas, morales o inmorales, casi se obvian. Los personajes crueles, ya sean de una u otra religión, son malos, malos, sin matices como ese Brahim que no hay quien lo haga morir para que deje de importunar a su hijastro, aún cuando para ello haya que encumbrarle o hundirle –según venga bien al momento de la narración- de maneras casi inverosímiles (seguramente, un hombre al que mutilan el brazo en medio de la sierra y es abandonado, muere más que se convierte en corsario adinerado). La moralina es maniquea, no es neutral y casi siempre favorable a los moriscos aún cuando se narran acciones de ellos nada defendibles éticamente (la asumida sumisión de las mujeres o la aplicación de leyes nada racionales). No todo es histórico en la trama. Hay reliquias, escritos perdidos, evangelios apócrifos. Falcones quiere meter todo en la novela y eso la vuelve farragosa.

Pero, con todo, hay que reconocer que hay un elegante trabajo al montar el rompecabezas para encajar los mil y un detalles, la gran cantidad de personajes y las innumerables situaciones que se introducen en la novela. Y, sin duda, lo mejor es la recreación (tendiendo, eso sí, a la tragedia) de caracteres, lugares, trabajos, utensilios, vestimentas, el bullicio de las calles, las maneras de las gentes y la estructura de la sociedad.

Los girasoles sabios



Estaba convencido de que alguna fuerza ajena al raciocinio le ayudaba. El porqué le era desconocido pero estaba claro que la naturaleza se aliaba con él cuando la veía. La mano de un tramoyista invisible y mágico organizaba el escenario para que fuera perfecto, especial. Y aquel día no podía ser de ninguna otra manera. El cielo de un añil puro, como de postal, albergaba miles de nubes algodonosas -de un blanco intenso, como si Sorolla las hubiera pintado con acuarelas- que se alejaban repitiéndose cada vez más pequeñitas hacia un horizonte lejano y alumbrado por mil reflejos. En el campo, millones de girasoles les miraban. Un lienzo de Van Goch pintado con colores de pétalos y trazos de corolas. Los había por todos lados, alineados en infinitas hileras amarillas. No se sorprendió de que todos ellos apuntaran hacia su carita. Estaba hermosa, muy hermosa, aquella tarde. A medida que avanzaban por la carretera, los tornasoles giraban en sincronía, persiguiendo sus ojos, sus labios y su cabello en el que el sol se entretenía reflejando chispitas de luz. Si él mismo no podía apartar su mirada de ella, comprendía perfectamente que el mundo también necesitara deleitarse con su sonrisa. Estos no eran girasoles ciegos. Al contrario, se trataba de girasoles sabios que admiraban a la mujer que amaba. Estaba hermosa, muy hermosa, aquella tarde.

Detuvo el automóvil y, con rubor, le entregó una rosa. Sí, seguramente era cursi. Nada original. Si, al menos, hubiera sido una orquídea, o un ramo de camelias, o lilas de Casablanca. Quería hacerla sentirse especial porque lo era. Quería contarle sin palabras -porque no tenía suficiente vocabulario para hacerlo- lo que sentía cada noche cuando estaba lejos, cada día cuando estaba cerca. Lo que sentía cuando intentaba dormirse sin éxito entre sábanas vacías. Hablarle del deseo que le consumía, del ansia de acariciarla.

Por la mañana, tras la desmesura de los sentidos, de las promesas infinitas, de una piel abarloada a otra piel, de una corta noche en dulce vela, tras hacer y rehacer el amor, se dio cuenta de que no era más que uno de aquellos amarillos mirasoles que les habían acompañado en el trayecto. No podía evitar girarse para mirarla con cada movimiento de ella. Era su sol y necesitaba la fuerza de su destello.

Estaba hermosa, muy hermosa, por la mañana. La rosa que le había regalado estaba aún fresca sobre la cómoda. La atmósfera del amanecer se desperezaba poco a poco entre un tenue azul, transparente y sutil, que se colaba por los visillos. Desnuda, se acercó al ventanal del jardín y encendió un pitillo. Estaba hermosa, muy hermosa, por la mañana. La silueta de su vientre y de sus muslos se recortaba contra la luz liviana del alba. Le sonrió y le preguntó por qué la miraba con tanta atención. Le hubiera contestado que él era sólo un girasol que la necesitaba pero se limitó a lanzarle un beso con su mano y pedirle que volviera a sus brazos.


Dpoe2



Dpoe2 (http://www.secrettechnology.com/night/dpoe2.html) de Jason Nelson es un experimento sencillo en Flash que va mostrando frases (nada literarias. Por ejemplo “Bullies have discovered mammals who desired their own daughters” que ni metafóricamente puede ser apreciada de interés) o imágenes a medida que se pulsa y desplaza el ratón. Juega con el tamaño y la fuente del texto, así como su color y rotación, pero al poco de interactuar con el programa, aburre.

20/7/09

Cinco duros por la luna




Aunque ahora muchos periódicos – por lo que se ve repletos de periodistas jóvenes que no vivieron el acontecimiento y que tiran de enciclopedia- hablan de que el hombre puso el pie en la luna el día 20, en España fue el día 21 debido a la diferencia horaria. Era de noche. Lo recuerdo bien. Yo era aún un chiquillo en pantalones cortos pero había ya mostrado mi interés por el cielo y, durante meses, había devorado todo lo que encontraba sobre el espacio y la carrera espacial. La única enciclopedia en tomos que teníamos en casa aún tiene las páginas más amarillentas en todos los artículos que tratan del espacio, tanta era la euforia con la que seguía yo todos los acontecimientos.

En Octubre del año 68, tres astronautas habían despegado en el Apolo 7 y orbitado unas cuantas veces el planeta. Con los ojos de hoy no parece gran cosa pero entonces el evento se acogió como una proeza, entre otras razones porque meses antes otros tres hombres se habían calcinado en un intento fallido. Y, poco después- era Nochebuena y yo puse una figurita de un cohete en el nacimiento que poníamos en la cocina- el mundo, y yo con él, quedó maravillado al ver la foto de la Tierra vista desde la órbita lunar. Por primera vez, apreciábamos nuestra casa. Azul, brillante, en cuarto creciente, volando a través de un cielo negro como el carbón. Creo que fue entonces cuando yo decidí que debía ser astronauta. Aunque, por entonces, también debatíamos sobre el nombre que debía darse a los exploradores espaciales. Astronautas los llamaban los americanos. Cosmonautas los soviéticos. Y la población – y yo- se decantaba entre una y otra denominación en función de la adscripción política. Franco vivía aún y llamar a Borman o a Armstrong cosmonautas nos parecía un pequeño e inocente desquite en nuestro casa.

No hacía mucho que habíamos podido, por fin, comprar una televisión y yo me quedaba maravillado con las imágenes en gris desvaído. Mis intereses pasaban de Locomotoro y el Capitán Tan al espacio con una velocidad inusitada. Era un aparato casi mágico, hecho a mano y comprado a un señor que se dedicaba a fabricar televisores en sus ratos libres a precios más económicos que los que ofrecían las marcas comerciales. Con un estabilizador de tensión casi más grande que el propio monitor, no fuera a ser que el inestable voltaje de aquella época fundiera los circuitos. Recuerdo que, muchas veces, me quedaba embobado mirando por las ranuras de ventilación de la tapa trasera de cartón, cómo las válvulas de vacío se encendían y apagaban. También, fue por entonces cuando decidí que estudiaría electrónica aunque eso se me pasó pronto.

Era Navidad y, como regalo de Reyes, mis padres me compraron un Lunik de plástico chiquitito. Un juego con una caja preciosa adornada con fotos de la luna. Dentro, una placa que simulaba la superficie llena de cráteres del satélite con un pequeño botón de acero en el punto de llegada; el vehículo espacial ruso de grandotas ruedas con un pequeño imán; y unos garfios con los que se le colgaba para intentar alunizar justo en el lugar elegido, a pesar del bamboleo que el largo hilo provocaba y los empujones que mi hermano le daba para hacer fracasar la misión. Ni que decir tiene que, en un par de días, atinaba con el imán en el destino exacto con una precisión que ni la NASA podía conseguir. Si debía ser astronauta en el futuro – y estaba convencido de ello- debía saber manejar con maestría cualquier nave espacial.

La primavera de 1969 pasó entre un tumulto de sensaciones. El Apolo 9 probó el módulo lunar en órbita terrestre. Fue un vuelo más bien soso pero yo aproveché para hacer unos dibujos gigantescos del aparato y de los chismes que llevaba, o yo creía que llevaba, por dentro. El Apolo 10 repitió las pruebas pero ya en órbita lunar y llegó a bajar hasta pocos cientos de metros de la superficie. Yo casi sentía la frustración que aquellos astronautas sentirían por haber estado tan cerca pero no haber podido ser los primeros en aterrizar. La heroicidad no estaba destinada a ellos sino al siguiente Apolo. El 11.

Me aprendí de memoria todos los instrumentos que llevarían en la misión. Sabía cómo funcionaban y conocía sus nombres aunque como yo no sabía de inglés, los pronunciaba a mi estilo: tepasiveseismoexperimento, telunardusto y cosas por el estilo. Eso sí, dicho con un acento copiado de los actores de las películas que cada domingo veía en el cine del barrio.

Con cartulina, construí un Apolo tan alto casi como yo. Me llevó bastante tiempo porque curvar la cartulina parecía fácil pero no me acababa de quedar circular. Y las secciones cónicas que unían cada fase me dieron muchos quebraderos de cabeza. Mas finalmente, entre un olor a pegamento que asfixiaba, la nave cobró altura y dediqué muchas horas a correr por la casa con ella en la mano.

Julio se acercaba y yo compaginaba la playa con la lectura de revistas (incluso, me entró el gusto por ir a cortarme el pelo ya que en la peluquería había siempre algún impreso con noticias sobre el proyecto Apolo) y me hice una carpeta, de esas de anillas grandes, en las que iba coleccionando todo lo que podía obtener. Recortaba las fotos con cuidado, las pegaba sobre hojas en blanco y añadía unos textos describiendo lo que era aquello. Empecé, por entonces, a escribir mi propia enciclopedia del espacio que llegó a ocupar mi tiempo por varios años y de la que aún guardo mucho de ella entre los arrumbados trastos del camarote de arriba.

Era un pelma. Ahora lo sé. Machacaba a todos con mis historias sobre la carrera espacial y les contaba qué ocurriría, paso a paso. Mi abuela- santa paciencia la suya- me escuchaba con atención y jugaba a hacerse la escéptica. Nunca supe si realmente creía que el llegar a la luna era imposible o si, simplemente y probablemente, se divertía haciéndome rabiar. ¡Pero cómo no iba a ser posible llegar!, yo me indignaba. Y volvía a explicar, paso a paso, todas las maniobras previstas, el lanzamiento, el desacople de la última fase, el viaje de tres días, la bajada del módulo lunar mientras Collins vigilaba desde la órbita el que todo fuera bien, el alunizaje, la salida por primera vez en la historia al suelo de otro astro, los experimentos, el regreso, la reentrada. Me lo sabía todo y tan bien que, aún hoy tantos años después, lo sé recitar de carretilla. Pero mi abuela decía que no. Que no llegarían. Y se apostó cinco duros a que no llegaban. Apuesta que recogí con la total certeza de ganarla aunque no sabía cómo podría yo pagarle a ella las veinticinco pesetas si por un casual el vuelo se cancelaba. Esa cantidad, para mí, era una fortuna.

Cuando el Apolo XI despegó, un rumor se extendió entre los entendidos. Los rusos no estaban dispuestos a dejarse ganar la partida. Habían lanzado el Lunik 15 y su misión era llegar antes que los americanos a la luna, recoger muestras y traerlas de regreso antes que los astronautas lo hicieran. Si los soviets no podían ser los primeros en pisar el polvo lunar, sí lo serían en traerlo a la Tierra. Y es que, claro, ya se decía que ellos habían sido los primeros en mandar a un cosmonauta allá arriba y debían ser los primeros en traer rocas del espacio. Poco duró la expectación porque el Lunik fue efectivamente lanzado pero se estrelló sobre la superficie de nuestro satélite unos días después. Así pues, el interés quedó centrado exclusivamente en el Apolo XI.

Eran más o menos las 9 de la noche del día 20. Estábamos todos juntos ante al televisor. Realmente, se vio poca cosa. Una superficie de cráteres redondos que se asomaba a través de una ventanilla triangular. En el audio se confundían las voces reales en inglés de los astronautas con la efusiva transmisión en español del locutor. De pronto, todo se nubla. La pantalla queda casi blanca. Es el polvo que sale despedido por el flujo del motor al chocar contra la superficie, comenta el narrador. Ha alunizado en el mar de la Tranquilidad y se oyen aplausos. Es hora de ir a la cama. Es tarde. Pido, pido y pido –porfa, porfa, porfa- a mi padre que me levante cuando Armstrong vaya a salir. No se sabe muy bien a qué hora será pero sí que ocurrirá en plena noche. Me voy a la cama no muy convencido mientras veo sonreír a mis padres. El sueño me vence. Caigo dormido.

Alguien me sacude cariñosamente en el hombro. Es mi padre y son cómo las dos de la mañana. Me dice que el astronauta está a punto de salir. Mi hermano, más pequeño, duerme y no le despiertan. Me siento el rey de la casa. La televisión está encendida en la cocina. Me levanto en pijama. Es difícil ver qué ocurre porque los grises son tan grises que casi no hay contraste. Se ve una escalerilla y, abajo, un terreno polvoriento con pocas rocas. Una sombra indica que la portezuela se abre y se ve medio hombre en escafandra, grabado desde lo alto, descendiendo por la escalera. Me sé de memoria cómo es aquel zapato espacial, de qué material está hecho el traje blanco que reluce bajo un sol que ninguna atmósfera atempera. Armstrong baja y pisa. Se ve la huella. El primer paso de un humano en un astro diferente a la Tierra. Ahora sí que son astronautas de verdad. El locutor recita varias veces lo que el comandante acaba de decir: un pequeño paso para el hombre, un gran salto para la Humanidad. No tengo sueño. Quiero ser astronauta, quiero ser astronauta. Ya lo he calculado. Dada mi edad, podré volar en el Apolo 53. Armstrong y Aldrin corretean por nuestro satélite, ponen una bandera rígida, hablan con el presidente.

Me obligan a ir a la cama. No quiero, pero finalmente mi madre y la emoción acumulada me vencen. Me duermo y sueño con planetas y cohetes. A la mañana siguiente me falta poco para reclamar mi triunfo a mi abuela pero ella, sabia, me dice que aún deben regresar. No me cabe ninguna duda de que lo harán. Sí, hay debates en la radio sobre si la nave acertará con el ángulo adecuado para amerizar a salvo. Si el ángulo es muy grande, el rozamiento excesivo incendiará la nave; si es muy bajo rebotará sobre el agua. Explico el fenómeno a todo el que quiera oírme, lanzando piedras planas sobre el agua y viendo como rebotan y caen muchos metros más allá. Pero, les digo, si ocurre ese desgraciado rebote sobre las capas altas de la atmósfera el Apolo XI no tendrá donde caer. Se perderá en el espacio. Habrá, además, unos minutos de ruptura de comunicaciones en los que el mundo deberá contener la respiración sin saber si la reentrada ha sido exitosa.

Afortunadamente, todo marcha bien. Amerizan sanos y salvos. Lo veo en directo. Casi me siento en el portaviones que espera en el océano, aplaudo cuando vemos abrirse los grandes paracaídas y creo saltar con los buceadores cuando desde los helicópteros se lanzan a por los héroes. Ahora sí, mi querida abuela me entrega mis cinco duros.

19/7/09

Dotze sentits


Dotze sentits (una muestra se puede ver en http://www.iua.upf.es/dotze_sentits/entrada.html ) es una recopilación multimedia de poemas de poetas catalanes contemporáneos: Blai Bonet, Joan Brossa, Enric Casassas, Narcís Comadira, Feliu Formosa, Pere Gimferrer, Maria Mercè Marçal, Miquel Martí i Pol, Josep Palau i Fabre, Francesc Parcerisas, Màrius Sampere y Jordi Sarsanedas. Aunque ya tiene más de 10 años de existencia, sigue siendo una muy buena obra. Fue producida por l'Institut Universitari del Audiovisual (http://iua.upf.edu/iua/?q=ca ) y editada por la Universidad Pompeu Fabra, Edicions Proa y l'Institut d'Edicions de la Diputació de Barcelona. Incluye poemas recitados en vídeoclips o ficheros de audio, algunos declamados por el propio autor, entrevistas, fotografías de los escritores, imágenes históricas y curiosidades de los artistas o de las obras. Dispone, asimismo, de una breve enciclopedia sobre las obras y autores tratados. El interface está muy cuidado. La web de la obra (http://www.iua.upf.edu/dotze_sentits/ ) debería actualizarse (por ejemplo, está aún optimizada para una vieja versión de Netscape)

Salud


La salud se valora cuando empieza a faltar. Siempre ha ocurrido así y no iba a ser yo la excepción a la regla. Hace unos años – no tantos, ahora que lo pienso- yo vivía y correteaba por esos caminos de Dios dando por supuesto que siempre iba a estar en plena forma. Sentía todos mis órganos funcionando a la perfección y me gustaba retar a otros congéneres a las más duras pruebas. Puedo decir, sin falsa modestia, que pocos me ganaban en velocidad- mi especialidad- , incluso cuando la carrera se desarrollaba cuesta arriba. Era hermoso- o, al menos, eso decían-, mi aspecto era joven e inmaculado y, a pesar de mi extracción humilde, hasta Mercedes, la ricachona, se encaprichó de mí.

Sí, tuve algunos problemas menores aquí y allá pero nada que el especialista de turno no pudiera solucionar rápidamente. Además, a pesar de mi inconsciencia, hacía mis revisiones anuales y siempre me hallaron en perfecto estado físico. Los efectos realmente nocivos crecían ajenos a mi conocimiento, ocultos en la traición.

Quizá, por eso, me causó tanto impacto el saber que mi vida tocaba a su fin. Aún no me he repuesto de la noticia. De hecho, no es necesario que me reponga porque mis días están contados. Fue hace dos semanas. Una revisión rutinaria. Entré con la tranquilidad de sentirme sano, sin siquiera sospechar cuál iba a ser el diagnóstico. Total, sólo se trataba de una palpitación anormal de tanto en cuanto.

Pero el mecánico fue meridianamente claro. El motor está en las últimas. A punto de griparse, al parecer debido a los excesos de velocidad en la A1. Y, para colmo de males, la caja de cambios está a punto de saltar hecha pedazos y los palieres acumulan tanta fatiga que pueden partirse en cualquier curva. Mejor cambiarme por un vehículo nuevo que repararme. El seguro así lo ha confirmado. Las revisiones de la ITV no detectan este tipo de problemas y no hay nada que reclamar.

- Se va a gastar una pasta gansa para tener siempre un coche viejo- oí que le decía el encargado a mi propietario- Llévelo al desguace y aproveche una de las ofertas que hay ahora. Con los descuentos, los subsidios y el plan Prever puede tener uno nuevo sin apenas enterarse.

Me he visto reflejado en un espejo. Parece mentira. Estoy aún de tan buen ver que no puedo creer que por dentro esté tan podrido. Al salir del concesionario, vi como mi dueño miraba de reojo y con indisimulada lascivia a Mercedes.


Sotto Voce



Sotto Voce
(
http://www.poemsthatgo.com/gallery/allfeatures/no9_sp2002/index.htm) de Zahra Safavian es un grupo de poemas digitales que su autora denomina como poesía interactiva debido al hecho de que el lector puede interactuar con los textos mediante enlaces embebidos en ellos. Están concebidos mezclando frases tomadas al azar de conversaciones reales entre personas anónimas (en el metro, en la calle) a las que se superponen pequeños poemas (de calidad bastante discutible) inspirados en esas habladurías casuales. Todo ello, añadiendo gráficos que dan a entender la posible localización de esas conversaciones. Una monótona mezcla de palabra y música de fondo. Un interface bien desarrollado y elegante.

Concierto


Algunos días – bueno, todos para ser exactos- estaba extraordinariamente bella. Pero aquella tarde lo estaba aún más. Él, que nunca había mirado el reloj, esperó ansioso que llegara la hora de salir del trabajo. Condujo sin rumbo con una única mano, acariciándola con la otra como si le fuera la vida en ello. Aún era pronto para el concierto y la tarde era luminosa. Detuvieron el automóvil frente a un mar de campos amarillos que se extendían bajo una loma hasta el horizonte y, allá, a la sombra de un cercano bosquecillo de cedros, el coche se convirtió en un refugio de besos y caricias robadas al tiempo y al mundo. Si algo siempre le sorprendía es que apenas tenían tiempo para charlar y, sin embargo, se decían más cosas con el silencio o las miradas que las que nadie pudiera imaginar. Se les iba el tiempo en observarse, en tocarse. Le bastaba verla acostada sobre la improvisada almohada de su brazo, mirar con embeleso su carita, navegar por la fantasía de sus ojos y acariciar sus mejillas para entender lo que pensaba, lo que anhelaba, para amarla con toda su alma. Cuando se dieron cuenta - como siempre les ocurría-, ya era tarde. Compartieron apresuradamente una ensalada y llegaron justo a tiempo para el inicio del concierto. El crepúsculo les envolvía ya y la oscuridad conspiraba para seducirlos. Porque, ya se sabe, la buena música necesita una noche de estrellas.

El público fue respetuoso y en cuanto los focos menguaron su intensidad, el bullicio de las conversaciones se apaciguó hasta convertirse en un susurro que sólo fue roto por los aplausos de bienvenida al guitarrista.
La suerte quiso que él quedara sentado de modo que ella se situaba entre el escenario y sus ojos. Ella no se dio cuenta, pero él apenas miró a los músicos. Estuvo la mayor parte del tiempo absorto en la magia de su carita, en los claroscuros y tornasoles de su cabello, en el deseo de adorar su cuello con millones de besos de mariposa. Pudo ser que los intérpretes estuviesen excepcionalmente inspirados o que la atmósfera fuera la idónea o, lo más probable, simplemente que ella estaba allí, sentada a su lado. Sea cual fuera la causa, él sintió que una oleada de sentimientos le inundaba con cada acorde, con cada compás. ¿Escuchaba ella la melodía o era ella misma la música? Parecía que fuese parte indispensable de la armonía. Sin ella, la mística del castillo sonoro se colapsaría súbitamente.

Con la guitarra, limpia, impecable, entrañable, sincopada, cantando sobre el pizzicato del contrabajo, la sintió tierna, acaramelada y concentrada. Más tarde, con las chiribitas sonoras creadas por los dedos ágiles del pianista vio resplandecer su mirada. Un piano inagotable de fuerza y de carisma, que, con maestría extrema, invitaba a los demás instrumentos a conversar en torno a las teclas blanquinegras y a ella a inclinarse hacia su hombro. Acarició su mano y percibió que vibraba al compás del fraseo de la melodía. Si esta se tornaba íntima, su rostro se serenaba. Si se elevaba en trinos juguetones, sus pupilas chispeaban. El rasgueo etéreo y fluido del bajo, el torrente de arpegios flamencos reinventados en jazz y el redoble cantarín del cajón la hicieron sonreír y su cuerpo, tentador, se dejó llevar por el ritmo. El milagro virtuosista del percusionista, más propio de las piruetas de un dios que de un humano, llenó de alegría su sonrisa vivaracha.
La luz violeta que inundaba el decorado resaltaba su silueta, brillando hermosamente en el embrujo de su piel y él quiso abrazarla con pasión, deleitarse en el swing de su cuerpo, contagiarse de su música interior. Se contuvo por vergüenza pero luego, al salir – la noche era tibia y calma- , se comieron a besos.



14/7/09

Firefly


Firefly (http://www.poemsthatgo.com/gallery/fall2002/firefly/index.html ) de Deena Larsen es un poema interactivo en el que cada verso puede ser modificado mediante hiperenlaces. La lectura va siendo menos lineal cuanta más interactividad produzca el lector ya que los versos iniciales van recombinándose no siempre de manera razonable o emotiva. Es un programa realizado en Flash con un interface sencillo y significativamente estático basado en una foto de fondo.


EBE 09


Evento Blog España 2009 (EBE 09) se celebrará del 13 al 15 de noviembre en el Centro de convenciones del Hotel Barceló Renacimiento de Sevilla. Durante las jornadas se analizará la situación de la blogosfera así como los retos que una situación económica de crisis genera respecto a la web y al uso de la misma por las empresas. Como en ediciones anteriores, se prestará particular atención al mundo de los blogs. El programa puede leerse en http://www.eventoblog.com/programa/

Regen


Regen (http://www.epoetry2007.net/artists/oeuvres/vanderwolk/regen.html ) de Guido van der Wolk es una obra que pretende ser poesía electrónica pero que es más bien un experimento visual. El autor juega a mostrar textos (palabras, sobre todo) en una animación muy rápida prácticamente ilegible pero que va conformando un caleidoscopio de figuras y sugerencias. No es interactivo.

Una noche



Fumarse un cigarrillo – ya lo dicen las cajetillas- puede ser muy perjudicial para la salud. Pero, en ocasiones, el tabaco y las volutas de humo azul que vuelan al quemarse, abren la puerta del hechizo. Miguel estaba convencido de que, si no hubiera sido por la necesidad de Irene de dar una calada rápida, nada de aquello hubiese sucedido.

Habían cenado en el palacio, bajo la bóveda de cañón de lo que antaño había sido la capilla. Si otrora aquellos muros habían creado la íntima atmósfera que precisa la plegaria, ahora continuaban envolviendo el espacio con sensual intimidad. La luz – rojiza y comedida- conspiró desde el primer momento para que la velada tuviera esa magia que sólo con Irene parecía existir. Se querían y tenían tantas cosas que contarse que el tiempo siempre se les antojaba escaso. ¡Es tan complicado absorber toda la historia de la persona amada en apenas unas horas! A pesar de desconocer tanto del otro – Irene lo comentó- sentían que siempre habían estado juntos, que su amor había sido predestinado en el origen de los tiempos, mucho antes de que ellos mismos existieran. Al fin, pensaban, debe ser lo que siente cualquier enamorado. Entre el panaché de verduritas y el pescado, se tantearon las manos que anhelaban caricias, navegaron por las pupilas del otro y se sonrieron con esa cara de alelado que da el querer.

Sería casi la media noche cuando el transitar inquieto de los camareros les hizo comprender que era tarde. Salieron. El patio interior estaba iluminado con candelas y algunas parejas se escudaban tras una tónica con ginebra para no tener que decirse adiós. Miguel la deseaba y la hubiera requerido en ese mismo instante, probablemente arruinándolo todo con su urgencia.

- Necesito fumarme un pitillo – dijo Irene- pero aquí está prohibido. Salgamos a la calle, ¿te parece?

Miguel asintió sin mucha convicción pero nada más salir a la plaza supo una vez más que ella siempre tenía razón. Caminaron entre las estrechas callejas hasta que llegaron al mirador del recoleto jardín. Enmarcado por el convento y la antigua colegiata, la arcada de recia piedra, con un blasón tallado y techado en teja castellana, delimitaba el ajarafe de la vega del río. Una lejana farola hacía brillar el rojo de los gladiolos y el amarillo de los pensamientos. Ella encendió el cigarrillo y dio tres o cuatro caladas apresuradas que crearon una fumarola de humo juguetón. Él la guió hasta el mirador. Corría la brisa y la noche llamaba a sentarse ante los campos y escuchar sin prisa el frufrú de las mariposas nocturnas. Había estrellas y, abajo del muro, las sombras envolvían en embrujos seductores los cultivos y las casonas. La abrazó por detrás, rodeando con amor su cintura. Ella se dejó hacer. Levantó el cabello que caía suave sobre sus hombros y la besó en el cuello. Recorrió lentamente su piel, emborrachándose del dulce perfume de su aroma. Irene respondió a sus besos. Estudiaron sus cuerpos sobre las ropas, tentaron cada recodo de su ser y se sintieron unidos bajo el encantamiento de la noche. Miraron al cielo donde la Osa giraba majestuosa. Él la habló de Dubhe, la estrella extraña a la constelación y de sus cinco soles que bailan uno alrededor del otro, más que nada para presumir de una sabiduría que no tenía. Ella le escuchó con paciencia y le hizo comprender con un largo beso que el cielo era su carita de ángel.

- Vamos – Irene apagó el cigarrillo y tomó de la mano a Miguel.

Las ropas cayeron aquí y allá a lo largo de la habitación como Miguel creía que sólo ocurría en las películas. Se estremeció al sentir su cuerpo desnudo abrazado al suyo, se dio cuenta de que era ese – y no ningún otro- el cuerpo que había estado deseando desde siempre, jugueteó con las sombras que pintaba la lamparita de la mesilla en la espalda de Irene y recorrió con anhelo cada milímetro de ella. Saciaron el ansia de caricias y de afectos, de pulsiones y suspiros, de susurros y de mimos. Detuvieron su alma tan sólo mirándose, apretándose el uno contra el otro no fuera a ser que perdieran siquiera un segundo de placer. Sus cuerpos encajaban como si los hubieran modelado precisamente para ser ensamblados con exactitud en una única figura.

- ¿Ves? , ¿no era mejor esperar un poco? – sonrió Irene al tiempo que le besaba.

Se embriagó de ella, de su olor, de su sabor, de su sexo, de sus ligeros gemidos, de sus besos de seda. La poseyó y se dejó poseer mientras el deseo crecía a medida que era colmado. La noche pasó sin que apenas se percataran de que pasaba, hasta que una alondra les avisó con su canto de que la mañana les miraba abrazados entre las sábanas.



13/7/09

Sara's giggle

Sara’s Giggle (http://www.jaka.org/2009/sara/ ) de Jaka Zeleznikar es un curioso trabajo en que explora cómo crear supuestos versos de amor en base a conectar con Twitter cada vez que el programa se reinicia para encontrar la última frase en inglés que hable de amor. Puede ocurrir, claro está, que el verso no se refresque porque nadie en Twitter ha escrito nada nuevo sobre el asunto. O que sea una frase realmente mala. O que sea un verso realmente bueno. Un juego experimental. Se añade sonido (unas risas de niño) y el programa hace uso de las APIs de Twitter.

Distancias




¿Cuán lejano está tu cuerpo?
¿Por qué una distancia tan breve se convierte en infinita?
Mayor es el deseo, menor es la separación que no hiere.
Lo sabes, dulce mujer: cada milímetro que me separa de tu vientre
alberga billones de años luz.
¡Qué oscuro es cada micrómetro que me aparta de ti!


¿Por qué tu beso es tan efímero
aún cuando sentí tus labios durante toda la noche?
Insoportable es la distancia. Insportable es el tiempo.
Aflige el no sentirte acurrucada en mí.


¿Cuándo te vi por última vez?
Sí, hace un minuto.
¡Qué larguísimos sesenta segundos, qué eternos sesenta millones de microsegundos!
Lo sabes, dulce mujer: en cada uno de esos minúsculos nanosegundos,
te he deseado trillones de veces.


El tiempo se detiene horriblemente cuando no te abrazo.




12/7/09

Un relato de amor/desamor


Un relato de amor/desamor
(
http://www.unav.es/digilab/proyectosenl/0001/final/amor_desamor/index.htm ) de Ainara Echaniz es un bonito trabajo realizado como proyecto de fin de curso de la asignatura Escritura no lineal de la Facultad de Comunicación de la Universidad de Navarra. Se trata de un relato de pareja contado desde varias perspectivas, de cuándo todo va bien, de cuándo se rompe el sentimiento. La particularidad es que la narración se articula sobre textos de Neruda seleccionados y combinados adecuadamente para que la trama tenga continuidad. La interface es simple visualmente pero incorpora fotografías adecuadas para realzar la historia. Los enlaces no sólo sirven para navegar a través del texto sino para dar paso a obras completas de Neruda. Muy interesante.

Intimacy


Intimacy (http://tracearchive.ntu.ac.uk/frame4/atavar/intimacy00.html ) de Michael Atavar es un texto que reflexiona con ironía – pero no exenta de ternura y profundidad- sobre la web, lo digital y la comunicación humano en base a frases que el lector debe obligatoriamente leer en orden. Los enlaces, por tanto, son sólo el obligatorio paso a la siguiente frase pero tienen una función más profunda también cual es la de cortar el discurso en trozos con intención, al modo de cómo en poesía cada verso va usualmente en una línea.

XXI Encontre d’Escriptors


Dentro de los XXXVIII Premis Octubre, se celebrará el Congreso XXI Encontre d’Escriptors: La literatura digital donde diversos expertos analizarán los fundamentos y las tendencias en literatura digital, desde la narrativa y poesía digitales a los blogs, pasando por los soportes de hardware que los hacen posible. Se celebrará del 27 al 31 de Octubre en Valencia. El programa puede verse en http://www.octubre.cat/activ_fitxa.php?id_activitat=843

Cobweb


Cobweb (http://www.bornmagazine.com/projects/cobweb/ ) de Maribel Vega es un poema digital, o mejor dicho un poema convencional adornado con imágenes y sonidos que potencian su significado. En él, las palabras son lo fundamental y puede halarse de literatura real, no de juegos interactivos. El sonido del tic-tac de un reloj es muy sugerente y abunda en esa sensación de que el tiempo pasa sin haber hecho lo que debería haberse hecho, sin dar satisfacción a quienes amamos - “all this because somehow I failed you”-. Vega, de origne latino, vive en Nueva York. En esta obra, Chris Adams colabora con la programación y el diseño.

8/7/09

Amores



En verano, los aeropuertos se llenan de viajeros. En las zonas de espera previas al control de seguridad, pasajeros y acompañantes se entremezclan sin que pueda saberse a ciencia cierta quién tomará el avión y quién no, quién parte y quién llega.

Me llamó la atención inmediatamente. Ocupaba, con su pareja, una de las mesas más exteriores de la cafetería. Era una mujer ya madura, en la cuarentena, y muy bella. Su corta melena rubia permanecía casi cubierta por un sombrero de fieltro, muy a la moda de los años veinte, que enmarcaba su cara de una forma que no podía mejorarse. Sus labios estaban perfectamente delineados en un oscuro granate que llamaba a besarlos. Vestía discretamente- un pantalón negro ajustado hasta media pantorrilla y una chaqueta de punto gris- pero la ropa anunciaba un cuerpo sensual, modelado seguramente a base de horas de gimnasio y penosas dietas. Unos pies, envueltos en unos bellos zapatos de tacón alto y dedos divinos al descubierto, se inclinaban estudiadamente hacia un lado. En la mesa, frente a ella, un capuccino con crema y canela que ella sorbía de tanto en tanto con la elegancia que da el no haber merendado jamás en casa. Junto a la dama, un mangarrán. Habrán de perdonarme la evidente discriminación por causa de sexo, pero es que era un tipo que no encajaba en el cuadro. Se trataba del típico gigoló, guapo, joven y musculoso, con camisa de golfista – y marca bordada junto al corazón para que resultara evidente que era muy costosa-, zapatos italianos de los de a seiscientos euros el par y que, también de tanto en tanto, movía los labios y reclamaba alguna contestación que ella le concedía con desgana. Tomaba una coca cola con ron. Yo estaba lo suficientemente lejos como para observar la escena sin miedo a resultar molesto o impertinente lo que unido al increíble atractivo de la señora, hizo que yo mirara más de lo que debería haberlo hecho y que el rostro y la figura de la dama quedara grabados en mi mente.

Apenas hablaban. El ritual proseguía con un aburrimiento insoportable. La mujer sorbía y sus labios encarnados tomaban un mohín sensual que hacían temblar al más templado. Él, ajeno a ella, miraba al infinito como si prefiriera la visión de las vigas entrecruzadas del aeropuerto al rostro de ella. O quizá es que fuera arquitecto en prácticas. Ella se levantó y musitó algo al hombre que apenas hizo un movimiento. Caminó despacio, con una elegancia innata que hizo que muchos la siguiéramos con la mirada, hacia la zona de tiendas, detrás de un muro de mostradores de facturación.

Por pura coincidencia, llamaron a los de mi vuelo a cruzar el control de seguridad, así que hube de olvidarme de todo aquello y me coloqué en la larga fila. Desde mi posición podía ver, a un lado, el largo pasillo en el que se situaban las tiendas y, al otro, la cafetería. A los dos minutos, una figura familiar reclamó mi atención. Era la dama, la sensual y elegante mujer con sombrero de fieltro. Estaba de pie, al fondo de la galería comercial, abrazada a un hombre corriente, más bien poco agraciado, trajeado en pret-a-porter negro. Llevaba una camisa con raya fina y corbata mal anudada a franjas azules. Arrastraba un maletín en su mano, tenía el pelo cano y arremolinado – seguramente había tenido que correr por la terminal para llegar puntual a lo que probablemente era una fugaz y robada cita al tiempo y al mundo-, y vestía zapatos baratos que no había lustrado desde hacía semanas. Su frente estaba sudorosa y el rostro aparecía cansado. La besaba y ella le besaba a él con una expresión de felicidad adolescente que delataba sus sentimientos. Se susurraban al oído.

Miré hacia la cafetería. El guaperas seguía analizando el moderno techado de la terminal y bostezaba. Se aburría. Mientras, la dama y el anónimo viajero cansado convertían los cinco minutos de que disponían en una sinfonía de anhelos.

I feria del libro digital



Bubok, la editorial on-line e imprenta digital (http://www.bubok.es/ ), y E-cultura (http://www.e-cultura.net ) han anunciado que próximamente organizarán en Madrid la primera Feria del Libro Digital con la idea de mostrar a los asistentes las nuevas opciones que la informática aporta a la lectura, creación digital de contenidos y literatura digital. Asimismo, la feria servirá como punto de encuentro entre empresas, editores, agentes editoriales y proveedores. Aún no se han concretado fechas.


5/7/09

Lejanía cercana



- Padre, ¿qué hacéis? – preguntó Virginia, mientras observaba con curiosidad aquel tubo largo que apuntaba a lo alto.

El hombre se volvió y sonrió a la niña. Estaba tan ensimismado que no la había oído acercarse. La abrazó por el hombro con cariño mientras señalaba el cielo con su índice.

- Estoy descubriendo nuevos mundos – le dijo.
- ¿Nuevos mundos, padre? ¿Qué mundos son esos?
- ¿Quieres verlos, Virginia?

Entró en la casa y regresó con un taburete. Lo colocó junto al telescopio e hizo que la niña se subiera en él. Le pidió que acercara un ojo al extremo del catalejo y le explicó que debía cerrar el otro simultáneamente. Como que la chica no acertara a hacerlo, Galileo se lo cubrió tiernamente con su mano. Se sintió satisfecho cuando la chiquilla lanzó una exclamación.

La noche de verano era tibia y una suave brisa agitaba las sombras de las ramas de los naranjos que delimitaban el jardín de la casona. Una gasa blanquecina volaba por el cielo. Él, ahora, sabía que no era una mancha de luz ni el rastro de los pechos lactantes de una diosa, sino una miríada de astros que centelleaban al unísono, tan apretados los unos a los otros que diríase que la creación era obscenamente derrochadora. Aquellos soles, estaba seguro, tendrían también estrellas errantes vagando a su derredor. Y, si como había descubierto hacía muy pocos meses, las errantes tenían a su vez lunas que las orbitaban, el cosmos era una infinita danza circular que glorificaba al Creador. Escuchando la luz de los cielos, se oía el mensaje elegante de Dios. En ello estaba, precisamente, cuando le había interrumpido su hija. Noche tras noche apuntaba el instrumento a la posición de los satélites que revoloteaban alrededor de Júpiter. Cuerpos mediceos los había llamado en honor al Duque, y estaba satisfecho de su ocurrencia porque aquella alabanza le había supuesto acceder al puesto de matemático de palacio, disfrutar de un buen salario y disponer de una villa a las afueras de Florencia desde donde efectuar sus observaciones con todo detenimiento. Podía calcular ya sus periodos, podía predecir sus movimientos y sentía que aquel conocimiento le alzaba por encima de sus compatriotas en aquel año de 1610.

- Hay muchas luces en el cielo, padre. Pero sólo se ven con este aparato. Es como un ojo grande que todo lo ve – y la mujercita alargaba sus manos tratando de alcanzar aquellos astros que, a sus ojos, estaban tan cercanos.

El trabajo podía esperar unos minutos. Galileo se sentó al borde de la alberca y Virginia lo hizo sobre sus rodillas. A sus diez años apuntaba ya una belleza notable y tenía los ojos de Marina, su madre. La echaba de menos y se la imaginó contando un cuento a Vincenzo en la lejana Padua. Los extrañaba. Había calma en el jardín. Tan sólo el sutil frufrú de los insectos y la música del aleteo de las ramas de los árboles turbaban la noche. Le mostró los arabescos de las constelaciones, le contó de las historias que los antiguos inventaron sobre los astros, le enseñó un punto grande y llamativo que tenía nombre de dios romano y le aseguro que, aunque ella no podía verlas, había lunas chiquititas que giraban en torno a aquella luz. Hizo que mirara otra vez por el telescopio y le aseguró que todas aquellas estrellas que se arremolinaban en el objetivo estaban a tan gran distancia que nadie aún podía calcularla.

- ¿Y a pesar de estar tan lejanas, padre, podemos ver todas esas estrellas con esta máquina? – se asombró la niña.
- Así es, hija. Es como si estas lentes tuviesen el poder de acercar aquello que está muy lejos. ¿Ves? ¿Ves las lentes que hay dentro del tubo? Ellas hacen que los objetos se nos acerquen.
- ¿Podríamos ver Padua con el anteojo, padre?

Galileo supo que Virginia añoraba a su madre. La besó y le dijo que ya era hora de acostarse. Al poco, la niña dormía sosegadamente junto a su hermana Livia. El hombre volvió a salir al jardín y se obligó a continuar con su trabajo pero sus pensamientos, aquella noche, no estaban en el cielo, sino en la tierra.


El día pasó rápido. Dejó la casa antes de que las pequeñas despertaran y, como siempre, insistió a la sirvienta para que no las dejara dormir más allá de las nueve. Su clase de matemáticas en la cátedra le desesperó. Aquella jornada, los alumnos habían estado particularmente despistados, deseando más corretear tras las mozas que atender a sus explicaciones. Tras el almuerzo, debió visitar al secretario del duque. Papeleo. Algo que no le gustaba en absoluto pero que debía aceptar dócilmente para que su generoso salario siguiera existiendo. Las calles de Florencia estaban bulliciosas. El mármol toscano de Santa María del Fiore resplandecía bajo el sol del mediodía y la luz pincelaba reflejos y volutas irisadas sobre sus paredes. Había mercado, así que hubo de dar un rodeo para cruzar el río por el puente viejo y eso le demoró. Le hubiera gustado llegar pronto a casa porque deseaba preparar la observación de la noche con detalle. Por un lado, seguiría anotando las posiciones de los mediceos. Estaba convencido que cuanto más precisas y extensas fuesen sus tablas, mejor podría comprender su movimiento. Por otro, estaba decidido a averiguar qué diantre era aquello que le sucedía a Saturno. Dos noches antes había notado unos abultamientos a ambos lados del planeta. Si su intuición no fallaba, el hecho sólo podía deberse a que se trataba, en realidad, de tres cuerpos que se encontraban muy cercanos, de modo tal que parecía uno sólo al ojo desnudo.

Al llegar, las dos niñas salieron corriendo a recibirlo. La criada estaba sentada bajo la sombra del tamarindo, aparentemente vigilante de las correrías de las chiquillas.

- Padre, padre – la vivaracha Virginia le miró con ojos chispeantes y felices- vamos a ver a nuestra madre. Mañana. Livia y yo la veremos.

Galileo se sobresaltó en un primer momento. Era imposible que Marina hubiera emprendido viaje sin avisar. Un rápido comentario con la sirvienta le convenció de que sólo se trataba de un juego de sus hijas. Olvidó la ocurrencia y se enfrascó en la preparación de la noche. Algo habría de hacer con aquella situación, sin embargo. Amaba a Marina, amaba a los niños y echaba mucho de menos a Vincenzo que ya iba para cinco años. El tiempo había pasado demasiado rápido. Con las dificultades económicas que arrastraba en Padua nunca se planteó desposarla. Quizá debiera haberlo hecho años atrás. Pero ella no mostraba interés por el matrimonio. Le bastaba con disfrutarle cada día, le decía, y esto adormecía su remordimiento aunque en el fondo de su corazón sabía que la culpa era de él mismo. Sí, cierto que al inicio de su relación, cuando la melena suelta y las pecas del rostro de Marina le enamoraron, lo consideró sólo un juego divertido. Eran jóvenes y él tenía su cabeza en otros asuntos más importantes que el matrimonio. Ahora, tras tantos años con ella, se preguntaba si podría tener una vida en la que esa mujer no estuviese presente. Le dolió cuando el párroco apuntó en el libro de nacimientos que Virginia había nacido de la fornicación con una mujer veneciana. Más aún le hirió cuando escribieron que el padre de Livia era desconocido. Eso no le agradaba, no estaba a gusto consigo mismo. Tendría que hacer algo, ahora que la paga era buena. Era tan testaruda aquella mujer. ¿Por qué no quiso venir a Florencia? En cuanto finalizara las observaciones que más le acuciaban, regresaría a buscarlos y reuniría la familia. Se casaría con ella y reconocería a los niños.

Había oscurecido y no había nubes. La luna seguía oscura y la noche prometía ser plácida y clara. La vía láctea seguía allá arriba y las estrellas titilaban con desdén hacia los asuntos del mundo. Unas brillaban con fuerza y otras eran tenues. Supuso que todas las estrellas serían iguales ya que Dios las habría creado todas similares al inicio del tiempo. Si así fuera, aquella diferencia de brillo sólo podía deberse a que unas estaban más lejanas que las otras. Dos veces más lejana, dos veces menos brillante; tres veces más distante, tres veces más tenue; y así sucesivamente, pensó. ¿O su luz variaría con los cuadrados? En cualquier caso, eso podría servirle para calcular la distancia entre unas y otras. Bastaría saber la distancia a una estrella para, a partir de ese dato, establecer el camino existente a la siguiente. Tenía que darle alguna vuelta al asunto. Lo comentaría con Paolo, su mejor colega en la universidad. Habría que hallar, primero, algún sol cercano del que pudiera calcularse su paralaje.

Pero eso sería otro día. Ahora, debía centrarse en sus estrellas errantes. Localizó rápidamente a Júpiter. Empezaría por la rutinaria toma de datos, tediosa pero necesaria. Luego, se ocuparía de Saturno. Se acercó al telescopio y lo giró hacia el punto de luz que colgaba del cielo. Tomó la pluma y acercó su ojo al catalejo.

- ¡Maldita sea, por la Santa Madonna!- exclamó- y miró a los lados para asegurarse de que no le habían escuchado. Un emérito profesor debía comportarse.

Palpó con sus dedos el círculo que delimitaba el extremo del tubo. No soñaba. La lente no estaba allá. Alguien la había extraído, de modo que el instrumento había perdido toda su capacidad de ampliación. Supuso que, por alguna razón que no comprendía, la lente se habría caído. Entró corriendo en la estancia y tomó un candil. Todo esto iba a arruinar la noche. Sus pupilas se contraerían y no serían capaces de distinguir matices, amén de que su estado de ánimo ya estaba lo suficientemente alterado para que pudiera incluso llegar a confundir un planeta con otro. Salió al jardín y, gateando con la lámpara en su mano, buscó por entre la hierba alrededor del telescopio. No había nada, la pieza tan valiosa no estaba.

Así que la peor hipótesis tomaba cuerpo. Sus enemigos habían sustraído la lente. Siempre lo había temido. Y era la mejor que tenía. La que lograba ampliar más de mil veces el objeto. La que le había llevado más tiempo fabricar. La que cuidaba como a una hija. ¡Ah! ese Luigi de Porpironna. Llevaba tiempo buscando conseguir una. Un mal tipo. Había tenido la osadía de negar que la luna poseía montañas cuando él así lo publicó en El Mensajero. El mequetrefe había afirmado, refiriéndose a él, que “ese loco de Pisa pretende conocer más que Aristóteles y sólo consigue caer en el mayor de los ridículos cuando afirma que hay altas cumbres en la luna”. Qué lenguaraz. Seguro que ese envidioso era el responsable del hurto. Probablemente quería ver el cielo por sí mismo para intentar refutar sus afirmaciones y, para ello, necesitaba sus lentes. La técnica no era desconocida pero la destreza para pulirlas con suficiente precisión no era común. Bien recordaba sus fracasos hasta lograr fabricarlas correctamente. Los ladrones, sus competidores, desearían tener éxito al primer intento y, para ello, nada mejor que robarle una.

Se enojó con el destino. Cuando paladeaba ya su éxito definitivo en la vida, llegaba esta artimaña. Debería acudir a la justicia pero todo esto era un contratiempo enorme porque nunca es bueno conseguir notoriedad por estos asuntos, aún cuando se sea la víctima. Al Duque no le gustaban los manejos turbios. El robo, por otro lado, disturbaba sus estudios. Volver a pulir otra lente no era cosa que pudiera hacerse de un día para otro. La luna crecería a plena en pocos días más y su luz impediría observaciones precisas. Y, peor aún, podría perder su empleo. Quizá Marina, a la postre, tenía razón y nunca podría asegurarle un porvenir sólido.

Debía presentar algún indicio. A los guardias les sería imposible dar con los malhechores partiendo de la nada. Incluso les sería complicado determinar qué estaban buscando. Se imaginó a sí mismo intentando explicar a un alguacil tosco y analfabeto lo que era una lente y su enorme utilidad. Probablemente le tomaría por un chiflado y aparcaría la investigación en cuanto saliera por la puerta. Ya había suficientes pícaros, alborotadores y criminales en Florencia como para rebuscar por un vidrio minúsculo que ninguna dama prendería como joya en su pecho.

Entró en la casa y aporreó la puerta de la estancia de la sirvienta. Esta, envuelta en una bata mal atada, con su gorro de dormir medio caído y una vela en su mano, abrió desconcertada y alarmada. Pensaba que la villa ardía en llamas o que las niñas sufrían algún ataque. Cuando Galileo le explicó lo que sucedía tardó en reaccionar. Aquel hombre se estaba volviendo loco. Tanto jaleo por un simple trozo de cristal. No, no había visto nada anormal en todo el día. La única persona que se había acercado a la casa había sido el muchacho que trajo la carne pero era de confianza y no se apartó en ningún momento de su lado. Por lo demás, había sido un día apacible, cansino por el calor implacable y tan sólo inquietado por los molestos mosquitos que revoloteaban en torno a la charca. Si un ladrón había violentado la casa, ella no lo había visto.

Galileo se sentó, frustrado y desconsolado, junto a la mesa de su estudio. A través de la ventana, abierta, miró a Júpiter y supo que los mediceos estaban allá, girando ajenos a las miserias de las envidias humanas. Saltó con sus ojos de estrella en estrella, de Mizar al Boyero, de Perseo a la gran cruz del Cisne que volaba majestuosa por la bóveda. A simple vista apenas divisaba los diversos colores y brillos de los luceros pero sabía que estaban ahí porque los había estudiado con su anteojo durante los meses precedentes. Volvió a pensar en que aquella diferencia de luminosidad debería servir para calcular el espacio entre los astros. Su cabeza bullía de ideas e intuiciones.

Pero, sobre todo, su mente estaba en Marina. Y en Virginia, Vincenzo y Livia. Como le ocurría siempre que se dejaba arrastrar por el pesar, su pensamiento buscaba el cobijo de su compañera. Hubiera querido estar ahora en el lecho con ella, apretado contra sus pechos que, aún tras tres vástagos en su vientre, se mantenían tersos y atractivos. A pesar de los diez años transcurridos la seguía viendo hermosa y ella decía que le veía hermoso a él, algo que siempre le pareció mucho más inverosímil que el haber hallado satélites en torno a Júpiter o montañas en la luna. Habían pasado buenos momentos juntos y, debía admitirlo, era feliz con ella. Definitivamente tenían que discutirlo y legalizar su convivencia. Podría salir bien. El que la echara tanto de menos ahora, así lo probaba. Ojala estuviera en Florencia y no tan lejos. Ojala la pudiera acariciar y besar, poder verla mañana mismo como había dicho su hijita que iba a suceder cuando él entró en casa… verla, había dicho.

Una idea fugaz y feliz alumbró la razón de Galileo. Era un idiota y ahora se daba cuenta. Liberado de su ansiedad, rió con fuerza y se contuvo sólo por el temor a despertar a la criada y que esta llamara a los galenos, segura de que había perdido la razón.

Caminó sin hacer ruido hasta la alcoba de las niñas y entornó la puerta con suavidad. Estaban dormidas, soñando acaso con su madre. Se dirigió al pequeño armario y abrió el cajón donde sabía que guardaban sus más preciados regalos. Allá estaba. La lente reposaba sobre un pañuelito y estaba intacta, aunque algo manchada de polvo y huellas de grasa.

Ver muy lejos. Eso le había explicado que se podía hacer con aquel cristal. Y Virginia le había preguntado si podrían ver a su madre en Padua. Al cabo, eran hijas suyas y habían heredado su inquietud y su afán curioso. Si querían algo, lo perseguían. La niña habría pensado que si todas aquellas lentes juntas acercaban la lejana luna, una bastaría para llegar hasta Marina. Imaginó que ya habrían observado las flores durante la tarde, aumentadas por la improvisada lupa, alguna mariposa azul y las líneas de sus manos. Se sentó junto a ellas y las miró con ternura. Después, salió al jardín, colocó el cristal en su soporte y dejó que su imaginación fuese arrastrada por los astros.

Al día siguiente, Virginia le explicó que, como el telescopio tenía varias lentes, era justo que las repartieran entre todos los de la familia para que cada uno pudiera ver lo que más deseara. Galileo la besó y prometió que irían pronto a Padua.


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Mar de Sophia



Mar de Sophia (http://www.telepoesis.net/mardesophia/) de Rui Torres es un excelente poemario digital realizado a partir de textos de Sophia de Mello Breyner Andresen. Su interface es elegante, tiene gusto y los poemas (en portugués) son hermosos. Incorpora elementos multimedia (imágenes, voz, sonido) de una manera natural y artística aunque algún sonido resulta irritante en demasía, especialmente en la rutina que explica los fundamentos de programación.

La obra genera textos aleatorios en base a los poemas antes señalados y, el resultado, es sorpresivamente aceptable porque no se generan sólo textos inconexos sino versos interesantes en sí mismos. Un buen trabajo que, por otra parte, ha requerido el uso de bastantes herramientas informáticas.