16/12/15

Con los cinco sentidos de los náufragos




Cuentan que los náufragos a la deriva en un pequeño bote en medio del océano, privados de todo, viven más días de los que los médicos podrían imaginar gracias a que, instintivamente, encuentran recursos donde ya no había, imaginan formas de sobrevivir a fuerza de retorcer la agonía de la soledad y la ausencia de todo.

Cuentan también que lo peor de estar perdidos entre las olas es el recuerdo de lo que está tan lejos, de lo que se desea reencontrar. Lo peor es eso, la angustia por volver a hallar lo que ha quedado al otro lado del mundo. Es lo peor y, a su vez, es lo mejor porque, alimentándose de la esperanza de volver a sentir un abrazo, encuentran fuerzas que ni sabían que podían existir. Cuentan que ponen a trabajar, sin siquiera percibirlo, todos sus sentidos. 

Yo soy un náufrago que busca la playa de tu presencia, preguntándome a cada rato, cuándo llegarás a salvarme. Y me esfuerzo en recordarte con cada uno de mis cinco sentidos.

Mientras navego solo, mis ojos echan de menos tu imagen, tu silueta en pijama, moviéndote de aquí para allá sin poder comprender qué haces, pero bendiciendo el que lo hagas para que yo te vea deambular; sí, eso, caminar enfrascada en tus cosas, para sentir esas ganas incontenibles de levantarme, cogerte y comerte a besos.

Mientras navego solo, echo de menos tu olor, el perfume de tu piel. Necesito tu olor, necesito percibirlo porque significa que estás muy cerca de mí, por el placer de ese gozo que es como un pálpito súbito que me llena los pulmones y me dice, sí, he venido, ven, abrázame, siénteme.

Necesito tu tacto, tus caricias, mis caricias en tus manos, en tu espalda, en tus pies desnudos y en tus pechos. Necesito tus abrazos. Lo peor de ser un náufrago es que no me doblegues con tus abrazos, que tus dedos no recorran mi espalda, que no me cojas del brazo.

Necesito tu mirada, tierna a ratos, de tigresa a veces, dulce o seria, llena de luz siempre. Esa luz que disuelve todas las sombras. Necesito tu mirada porque me dice que me estás mirando a mí, precisamente a mí, qué habré hecho yo para merecer tan preciado don. La ansío porque tus ojos comparten lo que yo miro y los míos sienten lo que los tuyos, porque puedo ver esos inexplicables destellos verdes en tus pupilas marrones que son imposibles de observar en las fotografías.

Necesito el gusto de tus besos, de tu lengua, de tu cuerpo hermoso, el almíbar de tu sexo. Sabes a cielo, a suspiros, a confidencias, a gemidos de azúcar.

Necesito escucharte directamente, sin la antena de un teléfono por medio. Tu voz me tranquiliza como a los niños no nacidos les reconforta el eco de las palabras de su madre. Necesito que me halagues aunque sepa que mientes o exageras, que me susurres, que me cuentes de tu vida junto a dos copas de vino blanco en esas interminables cenas de confidencias y arrumacos.

Y, luego, cuando me rescatas, cuando apareces, cuando llegas, súbitamente desaparece el cansancio, el miedo, la melancolía.  De pronto, tu presencia me arropa y me envuelve, y parece como si el naufragio hubiera merecido la pena sólo por sentir el gozo del instante en que me salvas. Eres, a la vez, la espera impaciente cuando no estás, el gozo presente cuando caminas a mi lado y la añoranza cuando vuelves a marchar. Eres lo bueno que queda en mí cuando no te tengo, lo que me hace mejor y me anima en el viaje. Sobrevivo pensándote con mis cinco sentidos.



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