Dije alguna cosa, no recuerdo qué. Alguna gracia sin gracia. Te reíste, me miraste con ojitos de asombro y me dijiste- eres todo un “especimen”. No cambies- así, con acento en la í, no en la é como manda la santa y real academia. ¿Qué me llamaste? – dije, fingiendo enojo- Especimen, que eres un especimen y me acariciaste la mano. Eso nos dio para bromas y para más sonrisas durante la cena – Dios, que hermosa estabas-, para fingidos reproches divertidos, para achuchones tiernos entre los especímenes que somos ambos. Más tarde, cuando la noche era cerrada y las barcas permanecían amarradas a los bolardos, meciéndose mansas sobre un mar tranquilo en el que se reflejaban los destellos amarillos de las farolas que bordeaban el paseo, me miraste como si fuese único, como si fuese tu espécimen más preciado. Me abrazaste y no me soltaste. Me gustó sentirme encerrado en el arco de tus manos, me encantó el contacto de tu mejilla en mi hombro.
Sí, quiero ser tu espécimen, quiero que me disecciones, que me conserves en el laboratorio de tu alma, que me observes, que me cuides, que me mimes. Sí, me gusta ser tu espécimen, el ejemplar que has elegido para ti.
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