La vista se deleita en la enorme extensión calma que se extiende hacia adelante. A la izquierda, insistentes, grandes olas, verdes y azules, coronadas por gigantes de espuma arriban una tras otra y se desploman contra la costa. Cuando golpean la orilla, la tierra enfadada las devuelve hacia el océano y, al choque de las que llegan y las que retornan, se forman velocísimas cabelleras de agua que, simulando surfistas acuosos, se deslizan de este a oeste como si fueran estrellas fugaces que volaran sobre el mar. Más allá, un grupo de gaviotas reposan tumbadas en la arena. Lo que, a lo lejos, es una mancha blanca y gris, se va resolviendo en cientos de aves que juguetean las unas con las otras, a medida que nos acercamos. De pronto, las vigías que están volando mucho más arriba y que pasan desapercibidas al caminante, graznan dando la voz de alarma. Súbitamente, todas corretean por unos segundos, extienden sus alas y huyen del intruso echando a volar casi simultáneamente. El cielo se cubre con una masa ruidosa e inquieta que se abalanza contra el caminante. Uno, de pronto, se ve protagonista de la película de Hitchcock y teme que aquellos miles de aleteos vigorosos se conjunten en un ataque coordinado. Pero las gaviotas, hábiles en el vuelo, se elevan justo a tiempo y se adentran en el mar donde giran y giran hasta que nadie vuelve a haber en tierra y regresan a su descanso vespertino.
El viento, cada vez más fuerte, arrastra arena seca ligera sobre la húmeda y apelmazada por el mar. Dibuja caminos y serpientes con complejos diseños hasta que una gran roca, que asoma huérfana en medio de la playa, la detiene y a barlovento se crea una duna dorada. Las olas dejan colinas de espuma que se rompen en miles de burbujitas que titilan y explotan en laberintos de marfil pintados sobre el verde del mar.
Sin aviso, tu imagen me viene entonces al recuerdo y lo eclipsa todo. Y deseo con toda mi alma que estés aquí para sentir el viento lleno de gotitas de mar.
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