La borrasca, que muchas millas al oeste azota el océano, llega hasta la costa sólo como un persistente viento que levanta olas continuas y pinta el cielo con nubarrones cenicientos. La arena reposa inquieta a lo largo de casi cuatro kilómetros. Para llegar a la playa hay, primero, que saltar unas rocas quebradas que la protegen de la civilización. En uno de sus lados, permanecen yertas, golpeadas por el mar, sus paredes calcáreas. En el otro, la vida pulula en cada recoveco y en cada arruga de los estratos. Miles de caracolas y de pequeños moluscos se aprietan contra la roca; algas y musgo dibujan intrincados diseños de tonos verdes y ocres y algún cangrejo despistado se esconde en su guarida pétrea cuando siente la presencia de un extraño.
La vista se deleita en la enorme extensión calma que se extiende hacia adelante. A la izquierda, insistentes, grandes olas, verdes y azules, coronadas por gigantes de espuma arriban una tras otra y se desploman contra la costa. Cuando golpean la orilla, la tierra enfadada las devuelve hacia el océano y, al choque de las que llegan y las que retornan, se forman velocísimas cabelleras de agua que, simulando surfistas acuosos, se deslizan de este a oeste como si fueran estrellas fugaces que volaran sobre el mar. Más allá, un grupo de gaviotas reposan tumbadas en la arena. Lo que, a lo lejos, es una mancha blanca y gris, se va resolviendo en cientos de aves que juguetean las unas con las otras, a medida que nos acercamos. De pronto, las vigías que están volando mucho más arriba y que pasan desapercibidas al caminante, graznan dando la voz de alarma. Súbitamente, todas corretean por unos segundos, extienden sus alas y huyen del intruso echando a volar casi simultáneamente. El cielo se cubre con una masa ruidosa e inquieta que se abalanza contra el caminante. Uno, de pronto, se ve protagonista de la película de Hitchcock y teme que aquellos miles de aleteos vigorosos se conjunten en un ataque coordinado. Pero las gaviotas, hábiles en el vuelo, se elevan justo a tiempo y se adentran en el mar donde giran y giran hasta que nadie vuelve a haber en tierra y regresan a su descanso vespertino.
El viento, cada vez más fuerte, arrastra arena seca ligera sobre la húmeda y apelmazada por el mar. Dibuja caminos y serpientes con complejos diseños hasta que una gran roca, que asoma huérfana en medio de la playa, la detiene y a barlovento se crea una duna dorada. Las olas dejan colinas de espuma que se rompen en miles de burbujitas que titilan y explotan en laberintos de marfil pintados sobre el verde del mar.
Sin aviso, tu imagen me viene entonces al recuerdo y lo eclipsa todo. Y deseo con toda mi alma que estés aquí para sentir el viento lleno de gotitas de mar.
La vista se deleita en la enorme extensión calma que se extiende hacia adelante. A la izquierda, insistentes, grandes olas, verdes y azules, coronadas por gigantes de espuma arriban una tras otra y se desploman contra la costa. Cuando golpean la orilla, la tierra enfadada las devuelve hacia el océano y, al choque de las que llegan y las que retornan, se forman velocísimas cabelleras de agua que, simulando surfistas acuosos, se deslizan de este a oeste como si fueran estrellas fugaces que volaran sobre el mar. Más allá, un grupo de gaviotas reposan tumbadas en la arena. Lo que, a lo lejos, es una mancha blanca y gris, se va resolviendo en cientos de aves que juguetean las unas con las otras, a medida que nos acercamos. De pronto, las vigías que están volando mucho más arriba y que pasan desapercibidas al caminante, graznan dando la voz de alarma. Súbitamente, todas corretean por unos segundos, extienden sus alas y huyen del intruso echando a volar casi simultáneamente. El cielo se cubre con una masa ruidosa e inquieta que se abalanza contra el caminante. Uno, de pronto, se ve protagonista de la película de Hitchcock y teme que aquellos miles de aleteos vigorosos se conjunten en un ataque coordinado. Pero las gaviotas, hábiles en el vuelo, se elevan justo a tiempo y se adentran en el mar donde giran y giran hasta que nadie vuelve a haber en tierra y regresan a su descanso vespertino.
El viento, cada vez más fuerte, arrastra arena seca ligera sobre la húmeda y apelmazada por el mar. Dibuja caminos y serpientes con complejos diseños hasta que una gran roca, que asoma huérfana en medio de la playa, la detiene y a barlovento se crea una duna dorada. Las olas dejan colinas de espuma que se rompen en miles de burbujitas que titilan y explotan en laberintos de marfil pintados sobre el verde del mar.
Sin aviso, tu imagen me viene entonces al recuerdo y lo eclipsa todo. Y deseo con toda mi alma que estés aquí para sentir el viento lleno de gotitas de mar.
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