¿Te acuerdas de nuestros paseos por el campo? Seguro que nos contamos muchas cosas y, sin embargo, no recuerdo ninguna. No sé qué nos decíamos ni de qué reíamos pero tengo memorias de tus risas como si las oyera ahora mismo, de las manos enlazadas y de cómo cortábamos flores para hacer ramitos que cursimente nos regalábamos.
La luz del sol alto, de verano, hacía que te salieran pequitas y yo te las contaba una a una sin ningún interés en saber cuántas había pero disfrutando cada milímetro de tu piel. Me gustaba cuando nos perdíamos por los senderos, o quizá no nos perdíamos sino que buscábamos los más apartados para que yo pudiera contarte las pecas con más exactitud. Algunas veces, tardábamos en encontrar el camino de regreso cuando ya anochecía. Tú, entonces, parecías asustada y te refugiabas en mi brazo. Muchas tardes, no te lo dije nunca, alargué las caminatas sólo para que ese momento llegara.
Sé que hablábamos mucho, que nos relatábamos historias y sentimientos, pero no consigo recordarlos. Recuerdo, sí, que un día de agosto, llegamos a un prado lleno de esas flores que son como bolitas de algodón. Esas que, al soplar sobre ellas, se deshacen en decenas de trocitos que vuelan sobre el viento. No sabíamos cómo se llamaban hasta que, al regresar, lo miramos en una enciclopedia. Dijiste que el nombre de diente de león era muy feo para una flor tan hermosa. Así que decidimos llamarlas aladinas, una palabra que tú inventaste para ellas porque decías que, cuando echaban a volar, eran como alitas de pájaro arrastradas por el aire. Estuvimos mucho rato soplando y riendo cuando todas sus esporas caían en mi cara.
Me acuerdo de los paseos y de tu risa pero no de lo que hablábamos. ¿De qué hablábamos? Tus palabras han volado como las esporas de los dandeliones. ¿Por qué soplaste en nuestra vida con tu muerte?
La luz del sol alto, de verano, hacía que te salieran pequitas y yo te las contaba una a una sin ningún interés en saber cuántas había pero disfrutando cada milímetro de tu piel. Me gustaba cuando nos perdíamos por los senderos, o quizá no nos perdíamos sino que buscábamos los más apartados para que yo pudiera contarte las pecas con más exactitud. Algunas veces, tardábamos en encontrar el camino de regreso cuando ya anochecía. Tú, entonces, parecías asustada y te refugiabas en mi brazo. Muchas tardes, no te lo dije nunca, alargué las caminatas sólo para que ese momento llegara.
Sé que hablábamos mucho, que nos relatábamos historias y sentimientos, pero no consigo recordarlos. Recuerdo, sí, que un día de agosto, llegamos a un prado lleno de esas flores que son como bolitas de algodón. Esas que, al soplar sobre ellas, se deshacen en decenas de trocitos que vuelan sobre el viento. No sabíamos cómo se llamaban hasta que, al regresar, lo miramos en una enciclopedia. Dijiste que el nombre de diente de león era muy feo para una flor tan hermosa. Así que decidimos llamarlas aladinas, una palabra que tú inventaste para ellas porque decías que, cuando echaban a volar, eran como alitas de pájaro arrastradas por el aire. Estuvimos mucho rato soplando y riendo cuando todas sus esporas caían en mi cara.
Me acuerdo de los paseos y de tu risa pero no de lo que hablábamos. ¿De qué hablábamos? Tus palabras han volado como las esporas de los dandeliones. ¿Por qué soplaste en nuestra vida con tu muerte?
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