Por la tarde, los campos se cubren de oro. El sol, cansado de vagar por el cielo, está a punto de acostarse sobre el horizonte y ya viste su pijama de rosas y amarillos. En la tierra, los labriegos han llevado la mies a los silos y la broza reposa abandonada, desestimada, desechada sobre la campiña. Los vencejos se apresuran a buscar sus nidos. La brisa del atardecer forma remolinos de polvo en los caminos. Un Venus resplandeciente asoma solitario sobre las colinas esperando que vengan las estrellas a acompañarle.
Es entonces cuando se produce el milagro. Al último calor de los rayos de la tarde, un arco iris se deposita sobre los rastrojos, súbitamente iluminándolos con un fulgor que transforma los simples despojos en polvo dorado, en una miríada de candiles titilantes, en un cometa leonado. La gloria dura unos instantes. El mundo se detiene y los caminantes que, cansinos, se dirigen a sus hogares se demoran unos minutos para deleitarse con la escena. El trigo recogido tiene, entonces, celos del bálago y la hojarasca.
1 comentarios :
vivo en la ribera del Ebro y ahora, en este mes, los campos se ponen así de dorados.
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