Benjamín tenía esa nombre porque era el menor de siete hermanos y sus padres eran poco imaginativos. Eran tiempos de escasez, de calles aún no reconstruidas tras las batallas, de inviernos que parecían más fríos porque la única calefacción posible era un pequeño brasero que había que apagar por las noches para no correr riesgos de morir intoxicados. No había juguetes, al menos completos y en buen estado, pero los chiquillos disfrutaban de su tiempo libre como siempre lo han hecho los niños en todos los tiempos. Él tenía una cometa y era su bien más preciado. Construida en papel y juncos, con una cola larga – que más de una vez se le enredaba en los lugares más insospechados- de la que pendían lazos de papel de colores.
A Benjamín todos le decían lo que debía hacer y le señalaban, con severidad, lo que era importante en el mundo. Las matemáticas, el respeto, el trabajo duro, acabarse el plato de lentejas sin dejar nada, ser honesto, no dejarse avasallar, no meter los zapatos remendados en los charcos, ponerse la bufanda al salir al recreo, contestar con un “señor” al maestro y al padre, estar siempre dispuesto a trabajar. Benjamín se preguntaba si la vida sería siempre tan rigurosa, carente de esparcimiento, tan adusta que asustaba.
Llovía al salir de la escuela. Unos nubarrones inmensos, negros y amenazantes, tapaban la escasa luz del atardecer de modo que las farolas se habían ya encendido. Se ciñó el gorrito y, con su cometa bajo el brazo, caminó hacia la casa. Llegaría empapado porque la distancia era considerable y debía cruzar por el campo del viejo loco – así le llamaban todos aunque él no sabía cómo se llamaba realmente- con su buen medio kilómetro de campo abierto.
El viento se había levantado y las gotas de lluvia volaban horizontales más que caían. Hacía tiempo que había dejado de preocuparse por no pisar los charcos porque sus zapatitos estaban ya empapados. La cometa, inquieta, vibraba en su brazo y la cola colgaba tras de sí serpenteando por el aire. Aún le faltaba un buen tramo para llegar. Tuvo entonces la idea. Sí. Había visto en el libro de la escuela los barcos de velas que llevaban cargamentos y piratas. Extendió la cometa y, apenas la soltó, salió disparada hacia lo alto, tan grande era la fuerza de la tormenta. Subió y subió y el carrete de hilo giró incontrolado. Las manitas de Benjamín quisieron detenerlo pero el rápido roce le quemó y desistió de frenar el hilo hasta que este alcanzó al tope final. Asió con fuerza las asas del carrete y sintió la potencia que tiraba de él. Se sintió como un jinete que gobernaba las riendas de un caballo alocado y desbocado. Su andar se hizo más ligero, ayudado por la improvisada vela que flotaba allá, muy alto, muy alto. Quizá sólo se lo pareció pero lo cierto es que el trayecto que restaba se le hizo cortísimo y lo cruzó en muy poco tiempo. Ya divisaba su casa al fondo. Ahora venía lo más difícil. Hacer bajar la cometa. Hincó sus talones en el barro y comenzó a recoger cable con dificultad. La vela –debía sentirse libre allá arriba y Benjamín la envidiaba- no quería bajar pero, poco a poco, fue domeñándola. La tormenta, que iba decreciendo, le ayudó.
Entró en casa satisfecho y orgulloso de su aventura. Su madre le reprendió por llegar tan mojado. Le dijo que podía coger una pulmonía y que ya era hora de que aprendiera qué era lo importante en la vida. Benjamín pensó que ya lo sabía.
A Benjamín todos le decían lo que debía hacer y le señalaban, con severidad, lo que era importante en el mundo. Las matemáticas, el respeto, el trabajo duro, acabarse el plato de lentejas sin dejar nada, ser honesto, no dejarse avasallar, no meter los zapatos remendados en los charcos, ponerse la bufanda al salir al recreo, contestar con un “señor” al maestro y al padre, estar siempre dispuesto a trabajar. Benjamín se preguntaba si la vida sería siempre tan rigurosa, carente de esparcimiento, tan adusta que asustaba.
Llovía al salir de la escuela. Unos nubarrones inmensos, negros y amenazantes, tapaban la escasa luz del atardecer de modo que las farolas se habían ya encendido. Se ciñó el gorrito y, con su cometa bajo el brazo, caminó hacia la casa. Llegaría empapado porque la distancia era considerable y debía cruzar por el campo del viejo loco – así le llamaban todos aunque él no sabía cómo se llamaba realmente- con su buen medio kilómetro de campo abierto.
El viento se había levantado y las gotas de lluvia volaban horizontales más que caían. Hacía tiempo que había dejado de preocuparse por no pisar los charcos porque sus zapatitos estaban ya empapados. La cometa, inquieta, vibraba en su brazo y la cola colgaba tras de sí serpenteando por el aire. Aún le faltaba un buen tramo para llegar. Tuvo entonces la idea. Sí. Había visto en el libro de la escuela los barcos de velas que llevaban cargamentos y piratas. Extendió la cometa y, apenas la soltó, salió disparada hacia lo alto, tan grande era la fuerza de la tormenta. Subió y subió y el carrete de hilo giró incontrolado. Las manitas de Benjamín quisieron detenerlo pero el rápido roce le quemó y desistió de frenar el hilo hasta que este alcanzó al tope final. Asió con fuerza las asas del carrete y sintió la potencia que tiraba de él. Se sintió como un jinete que gobernaba las riendas de un caballo alocado y desbocado. Su andar se hizo más ligero, ayudado por la improvisada vela que flotaba allá, muy alto, muy alto. Quizá sólo se lo pareció pero lo cierto es que el trayecto que restaba se le hizo cortísimo y lo cruzó en muy poco tiempo. Ya divisaba su casa al fondo. Ahora venía lo más difícil. Hacer bajar la cometa. Hincó sus talones en el barro y comenzó a recoger cable con dificultad. La vela –debía sentirse libre allá arriba y Benjamín la envidiaba- no quería bajar pero, poco a poco, fue domeñándola. La tormenta, que iba decreciendo, le ayudó.
Entró en casa satisfecho y orgulloso de su aventura. Su madre le reprendió por llegar tan mojado. Le dijo que podía coger una pulmonía y que ya era hora de que aprendiera qué era lo importante en la vida. Benjamín pensó que ya lo sabía.
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