Eran una veintena en clase y todos tenían nueve años porque en aquel curso, y por una casualidad de esas que ocurren de vez en cuando, todos celebraban su santo antes de Junio. La maestra pensó que les haría ilusión construir algún mecanismo para que fueran adiestrando sus manitas y sus mentes. Así que les puso como tarea hacer un molino en sus ratos libres. Les explicó cómo los hombres antiguos molían el trigo para obtener harina, les habló de un loco maravilloso que veía gigantes en las aspas que rotaban y trajo unos molinetes de papel de colores que había comprado en la feria. Soplaron y vieron como giraban alocados.
Deberían tener los molinos construidos para el día de puertas abiertas del colegio. Los padres vendrían y admirarían las creaciones mientras se comían unas tapas y hablaban de sus cosas. Los exhibirían en el gimnasio. Los chiquillos se pusieron manos a la obra. Unos cogieron libros de la biblioteca y otros fotografías de sus vacaciones para inspirarse. Cartulina, tijeras, lápices de colores, chinchetas- siempre con cuidado- y pegamento eran sus herramientas.
Llegó el día de la presentación y todos llegaron con sus obras. La maestra vio como las iban sacando de sus cajas bajo la atenta mirada de sus orgullosos padres. Sintió una frustración tan grande como enorme se mostraba la cara de satisfacción de los adultos. Era evidente que aquellos molinos no habían sido construidos por los niños. Algunos – sobre todo aquel con motor- incluso no los habían fabricado los propios padres.
Sólo uno – el de José Luis, el niño tímido siempre acatarrado- tenía el encanto de la niñez. Una cartulina enrollada y pegada malamente en sus bordes, con unos ladrillos pintarrajeados simulando las paredes de un viejo caserón. Un cono, emborronado de rojo chillón, lo coronaba a modo de tejado. Una pajita de refresco cruzaba el edificio y ejercía de eje sobre el que se había colocado un molinete copiado de los de la feria. Quedó arrinconado, al fondo de la exhibición.
Por alguna razón, el recuerdo de aquel día le llegó justo cuando el alcalde cortó la cinta que inauguraba aquella nueva turbina de rendimiento muy superior al de las existentes hasta entonces. Le habían felicitado por el invento e, incluso, las revistas técnicas habían impreso reseñas valorando la despierta imaginación del ingeniero José Luis.
Deberían tener los molinos construidos para el día de puertas abiertas del colegio. Los padres vendrían y admirarían las creaciones mientras se comían unas tapas y hablaban de sus cosas. Los exhibirían en el gimnasio. Los chiquillos se pusieron manos a la obra. Unos cogieron libros de la biblioteca y otros fotografías de sus vacaciones para inspirarse. Cartulina, tijeras, lápices de colores, chinchetas- siempre con cuidado- y pegamento eran sus herramientas.
Llegó el día de la presentación y todos llegaron con sus obras. La maestra vio como las iban sacando de sus cajas bajo la atenta mirada de sus orgullosos padres. Sintió una frustración tan grande como enorme se mostraba la cara de satisfacción de los adultos. Era evidente que aquellos molinos no habían sido construidos por los niños. Algunos – sobre todo aquel con motor- incluso no los habían fabricado los propios padres.
Sólo uno – el de José Luis, el niño tímido siempre acatarrado- tenía el encanto de la niñez. Una cartulina enrollada y pegada malamente en sus bordes, con unos ladrillos pintarrajeados simulando las paredes de un viejo caserón. Un cono, emborronado de rojo chillón, lo coronaba a modo de tejado. Una pajita de refresco cruzaba el edificio y ejercía de eje sobre el que se había colocado un molinete copiado de los de la feria. Quedó arrinconado, al fondo de la exhibición.
Por alguna razón, el recuerdo de aquel día le llegó justo cuando el alcalde cortó la cinta que inauguraba aquella nueva turbina de rendimiento muy superior al de las existentes hasta entonces. Le habían felicitado por el invento e, incluso, las revistas técnicas habían impreso reseñas valorando la despierta imaginación del ingeniero José Luis.
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