22/3/09

Adagio lamentoso



Tomó el papel pautado, garabateado con puntos negros y líneas con plumas, y entonó el resultado en silencio. Le pareció mediocre, arrugó la hoja en una bola informe y la lanzó a la papelera. Había alquilado aquel ático buscando la tranquilidad que le permitiera escribir la obra que deseaba regalarle. Una sonata para piano, en tres tiempos, en honor a su memoria. Sorbió de la tacita de poleo e intentó finalizar el compás pero sabía que sería inútil hasta que llegara la noche.

La casa, situada sobre la colina que llamaban del puerto no estaba habitada por nadie más, excepto en los meses de julio y agosto cuando sus dueños, una familia adinerada que vivía en Madrid, pasaba las vacaciones en ella. Se alzaba justo al borde del acantilado y sus cimientos soportaban tanto el peso del edificio como los embates de las aguas.

Cada tarde, podía ver cómo un sol rojizo se hundía en el mar, entre un infinito festival de reflejos y destellos. Era entonces cuando la inspiración llamaba a su alma y las corcheas y las redondas parecían encajar con precisión en su mente.
Dormitaba por la mañana y se levantaba hacia el mediodía de modo que nunca sabía si desayunaba o comía. Batallaba con las teclas durante toda la tarde y, aunque en algunas ocasiones, lograba avanzar unos pocos compases, por lo general era un trabajo que acababa en la papelera. Pero, cuando el atardecer se aproximaba- y eso ocurría pronto en aquel febrero del norte de Francia- abría la ventana, empujaba el piano cerca de ella y se sentaba en el taburete. Se abrigaba bien con un gabán gris que había comprado en su viaje a París y se embozaba tras una bufanda de cuadros que protegía su siempre frágil garganta del frío del invierno.

Y, entonces, ocurría. Parecía que existiese un pacto entre el reloj y la atmósfera pero, a aquella hora, las nubes se disipaban y el sol, redondo y enorme, brillaba justo enfrente del desmedido ventanal mientras se sumergía en el océano. Las melodías que hasta entonces se le habían resistido empezaban a asomar en su alma y en su mente podía escuchar con toda exactitud los acordes y las síncopas, las codas y las modulaciones armónicas. Escribía sin acordarse de la cena y, a medida que la noche avanzaba, completaba pasajes y páginas como si fuera un autómata manejado por alguna deidad del cielo del arte. Caía rendido con los rosados fulgores del amanecer, agotado por la fiebre creadora que le esclavizaba.

Aquella tarde, la puesta de sol era más bella que nunca. Era un día especial porque estaba ya al final del último movimiento. Un adagio lamentoso- así lo había definido- que culminaba todos sus sentimientos hacia ella. En mi bemol menor, la tonalidad que más le gustaba. Durante la tarde había tocado toda la obra y, modestia aparte, era magnífica. Si lograba un buen final, una conclusión que condensara toda la partitura en aquella fuga a seis voces del último tiempo, lo habría logrado y ella estaría orgullosa. Llegó la hora. El sol pintó de amarillos y bermellón el cielo y, mágicamente, las melodías se engarzaron entre ellas, el rubato matizó las frases y las cadencias, las modulaciones encajaron naturales y las armonías concordaron con maestría. Sí, así era como siempre lo había deseado. Sus dedos recorrían las octavas sin que necesitara leer la escritura. Lloró de emoción.

El acorde final se extinguió lentamente. Levantó la vista de las teclas y miró al mar. Creyó ver que ella estaba allá, sonriendo, con esa expresión inquieta que tenía cuando la música le entusiasmaba. La figura tendió su mano hacia él y le llamó. Levantándose, tomó la partitura y se asomó al enorme ventanal. Aquella música era para ella. La leerían juntos, la interpretarían juntos.

No fue hasta la mañana cuando encontraron el cuerpo del músico al pie de la casa, entre las rocas donde batían las olas. Un traspiés desafortunado, certificó la policía. En su mano se encontró una partitura, pero el mar había desleído la tinta en un manchón ininteligible.

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