Al frenar, el coche patrulla vibró y sus cuadernas parecieron desencajarse. El policía que estaba delante bajó y, abriendo la puerta trasera, tiró del preso con rudeza. Las esposas marcaron nuevamente la piel de sus brazos y sintió un arañazo punzante. Le empujaron dentro de la garita donde un hábil funcionario revisó en un instante la bolsa con las pocas pertenencias que aún le quedaban. Se quedó con las dos tabletas de chocolate. Dijo que los dulces no estaban permitidos y apeló a un artículo del reglamento que John nunca pudo comprobar. Eso le indignó y de no haber sido porque no podía mover sus brazos, le hubiera hecho saber qué pensaba de su reglamento. Un día, durante una de esas visitas de procedimiento, le preguntó al abogado qué parte del código penal hablaba del chocolate pero el jurista sólo sonrió y le contestó:
- Mr. Gonder, creo que tenemos problemas más urgentes que atender que el chocolate.
El letrado le pareció un cretino incapaz de comprender que aquellas tabletas eran una especie de oasis de libertad entre las paredes del centro penitenciario. Era un universitario de Boston, o de Nueva york, o de cualquiera de esos sitios en que sobra el chocolate. Estaba empecinado en que le hablara del crimen, en hallar alguna coartada para, al menos, evitar la silla eléctrica. En el informe policial habían escrito que se había encontrado su ADN en las vestimentas del hombre y en los muslos de la mujer. Añadieron que hubo ensañamiento. Además, parecía que un testigo había reconocido al asesino o, mejor dicho, presunto criminal hasta que el jurado no se hubiera pronunciado.
- Mr. Gonder, debe ayudarme- dijo el leguleyo-, sé que usted no es un hombre violento y no imagino razón alguna para que usted cometiera esa atrocidad. ¿No es así, Mr. Gonder?
Pero el inquilino de la celda 1022 ya no le oía. Su sangre hervía cuando recordaba que aquella mujer había comprado la última chocolatina de la máquina expendedora de la gasolinera. Se había ofrecido a recomprársela por el doble de precio y la muy necia le había respondido que no, que quería regalársela a su novio.
- Mr. Gonder, Mr. Gonder. ¿Me escucha?
- Mr. Gonder, creo que tenemos problemas más urgentes que atender que el chocolate.
El letrado le pareció un cretino incapaz de comprender que aquellas tabletas eran una especie de oasis de libertad entre las paredes del centro penitenciario. Era un universitario de Boston, o de Nueva york, o de cualquiera de esos sitios en que sobra el chocolate. Estaba empecinado en que le hablara del crimen, en hallar alguna coartada para, al menos, evitar la silla eléctrica. En el informe policial habían escrito que se había encontrado su ADN en las vestimentas del hombre y en los muslos de la mujer. Añadieron que hubo ensañamiento. Además, parecía que un testigo había reconocido al asesino o, mejor dicho, presunto criminal hasta que el jurado no se hubiera pronunciado.
- Mr. Gonder, debe ayudarme- dijo el leguleyo-, sé que usted no es un hombre violento y no imagino razón alguna para que usted cometiera esa atrocidad. ¿No es así, Mr. Gonder?
Pero el inquilino de la celda 1022 ya no le oía. Su sangre hervía cuando recordaba que aquella mujer había comprado la última chocolatina de la máquina expendedora de la gasolinera. Se había ofrecido a recomprársela por el doble de precio y la muy necia le había respondido que no, que quería regalársela a su novio.
- Mr. Gonder, Mr. Gonder. ¿Me escucha?
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