12/3/09

La charla



Inicialmente creí que era un primo distante, o uno de esos conocidos anónimos que le recuerdan a uno de haberlo visto de cuando era niño. En realidad era un tío de ella que, embarcado en un vapor rumbo a la Argentina, había desaparecido de la ciudad por casi treinta años. Esa mañana, tuve una de las pocas conversaciones largas y entretenidas que he podido disfrutar desde que murió Estela. Me habló de los porqués de su marcha y de una novia rubia chilena de senos portentosos- así lo dijo- y cintura imantada que le había robado la razón por varios años hasta que una considerable cantidad de ron cubano acabó por ahogar los amores. Memorias tozudas que, de tanto en cuanto, volvían a la superficie como esos marinos muertos que, tras muchos años, aparecen flotando cerca de una playa para volverse a sumergir antes de que nadie pueda recogerlos y enterrarlos para siempre.

Saqué de la alacena la botella de vino blanco que me regalaron los compañeros del torneo de mus por navidad. Y es que, no se lo dije, pero Chus y yo no tuvimos rival. La vista la tenemos ya corta, los naipes nos tiemblan en las manos y las señas son torpes pero en esto, como en todo, la experiencia es un grado y el dar órdagos con sólo una pareja de doses sin inmutarme es algo que se me da muy bien. Bebimos un par de copitas y las lenguas se liberaron pronto.

Me preguntó por su sobrina. Había sabido de su muerte porque un amigo se lo había dicho una noche en una taberna de Puerto Madero. Sonrió y se disculpó al instante. No, no se alegró de su fallecimiento ni su expresión de felicidad tenía que ver con ella. Es que aquella noche – atinó a decir- tuvo una piel suave por última vez entre sus manos. Y de eso hacía ya diez años. Los mismos que mi alma se sentía tan sola.

Le pedí que me contara de la niñez de Estela y fue como completar un diario al que le faltan páginas. Tonterías, cosas pequeñas, escenas rememoradas de comidas en el campo, de muñecas que ella acunaba y de las que yo nunca supe, de anécdotas a la salida de las clases de francés, de un primer novio que nunca citó, de un vestido rojo que cosió ella misma para una verbena de julio. Me dio la llorera, no sé bien si por su recuerdo o por el vino. A él también cuando el alcohol dibujó a la rubia en su mente y avivó la ansiedad de sentir su aroma a lavanda fresca una imposible vez más.

- Somos unos viejos chochos y llorones- dijo.
- No nos queda otra cosa ya- contesté
- ¿Tú crees?


No, no lo creíamos. Porque ambos habíamos tenido el privilegio de sufrir por amor. Yo, por su sobrina Estela; él por la chilena. Habíamos vivido con ilusión, errado con afán y sentido con pasión. Mejor llorar por ellas que ser uno de esos niñatos que se realizan – así llaman a estar atado a la galera ahora- en su puesto de trabajo.

Nos terminamos aquella botella y otra más.





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