Mi afamada y continuada carrera de fracasos con las mujeres comenzó hace mucho. Tendría yo unos nueve o diez años. El tiempo difumina el calendario, pero el suceso lo he recordado siempre.
Mi familia era modesta y, por supuesto, no teníamos coche ni lo tenía casi ninguna de las personas que conocíamos, ni tampoco mis amigos. Así que usábamos el autobús. Eran de color grana, con enormes anuncios de cigarrillos en sus laterales y pasaban, siempre llenísimos, cada veinte o treinta minutos, sin atender mucho a los horarios. Había que pagar al subir donde un chófer , multiempleado de taquillero, te entregaba unos billetes alargados de papel fino y con un color determinado según el trayecto que uno fuera a hacer. Recuerdo que a mí me encantaban los verdes y los rosas porque con ellos luego amasaba figuritas con las que hacer equipos de fútbol, de remo o de ciclistas. Verdaderos conjuntos de delanteros estilistas, de defensas aguerridos o de ágiles escaladores en la bicicleta.
Aquel día iba con mi padre al centro. El autobús, como siempre, estaba atestado de gente. Como se entraba por la puerta de delante y se salía por la de atrás era de vital importancia ir empujando aquí y allá para ganar posiciones e irse acercando, con la antelación suficiente, a la salida. Yo era un especialista en ello y pronto – ¡oiga, échele un ojo al niño que va pisando pies!, le decían a mi padre- nos situamos justo sobre la rueda trasera, en el pasillo central, abrazados a la barra de soporte que impedía que saltáramos por los aires en los baches o cayéramos al suelo en los frenados imprevisibles. Ambos, de pié, apretujados entre la masa.
Justo a mi frente, sentada– habría subido en la primera parada porque era una suerte pillar un asiento libre- estaba una niña cuya cara aún recuerdo. Calculo que tendría mi edad. Llevaba coletas, un poco a lo Pipi Calzaslargas. Me sonreía. Quizá por mi tenacidad en sujetarme y no caerme en cada semáforo. O por las muchas pecas que entonces poblaban mi rostro. Me sonreía. Y yo no sabía cómo responder. ¿Debía sonreírla? ¿Podía hablarle? ¿Y qué decirle? ¿Qué se hace cuando una niña te sonríe? No la conocía de nada pero la chica me sonreía y me miraba. Descaradamente. Yo estaba hecho un manojo de dudas.
Miré a mi padre para saber qué hacer, para imitarle. Seguro que él sabía cómo lidiar con estos eventos. Iba también asido a la barra, con la mirada perdida más allá de la ventana, muy serio, preocupado probablemente por el trabajo o por cómo terminar el mes. Lo recuerdo muy bien. Estaba muy seco, casi con una expresión de enojo, ensimismado en algún pensamiento importante y complicado, ajeno a mí y a mi problema. Claro, esto lo pienso hoy porque el caso es que, entonces, asumí que esa era la digna postura que un hombre de veras, conocedor del mundo femenino, debe adoptar en el autobús. Y así lo hice. Por pura imitación, copié la expresión de mi padre y yo también me puse serio, con rostro de enfado contenido, mirando más allá de la ventanilla. La chiquilla, claro está, dejó de sonreírme y al poco ella también miró hacia la avenida que transitaba el autobús. Cuando me apeé del mismo, y a pesar de mi corta edad, fui consciente de que la había fastidiado estrepitosamente. Tanto que el suceso se me ha aparecido en la memoria, cual espectro redivivo y burlón, cada vez que no he sabido qué hacer frente a una mujer interesante.
Mi familia era modesta y, por supuesto, no teníamos coche ni lo tenía casi ninguna de las personas que conocíamos, ni tampoco mis amigos. Así que usábamos el autobús. Eran de color grana, con enormes anuncios de cigarrillos en sus laterales y pasaban, siempre llenísimos, cada veinte o treinta minutos, sin atender mucho a los horarios. Había que pagar al subir donde un chófer , multiempleado de taquillero, te entregaba unos billetes alargados de papel fino y con un color determinado según el trayecto que uno fuera a hacer. Recuerdo que a mí me encantaban los verdes y los rosas porque con ellos luego amasaba figuritas con las que hacer equipos de fútbol, de remo o de ciclistas. Verdaderos conjuntos de delanteros estilistas, de defensas aguerridos o de ágiles escaladores en la bicicleta.
Aquel día iba con mi padre al centro. El autobús, como siempre, estaba atestado de gente. Como se entraba por la puerta de delante y se salía por la de atrás era de vital importancia ir empujando aquí y allá para ganar posiciones e irse acercando, con la antelación suficiente, a la salida. Yo era un especialista en ello y pronto – ¡oiga, échele un ojo al niño que va pisando pies!, le decían a mi padre- nos situamos justo sobre la rueda trasera, en el pasillo central, abrazados a la barra de soporte que impedía que saltáramos por los aires en los baches o cayéramos al suelo en los frenados imprevisibles. Ambos, de pié, apretujados entre la masa.
Justo a mi frente, sentada– habría subido en la primera parada porque era una suerte pillar un asiento libre- estaba una niña cuya cara aún recuerdo. Calculo que tendría mi edad. Llevaba coletas, un poco a lo Pipi Calzaslargas. Me sonreía. Quizá por mi tenacidad en sujetarme y no caerme en cada semáforo. O por las muchas pecas que entonces poblaban mi rostro. Me sonreía. Y yo no sabía cómo responder. ¿Debía sonreírla? ¿Podía hablarle? ¿Y qué decirle? ¿Qué se hace cuando una niña te sonríe? No la conocía de nada pero la chica me sonreía y me miraba. Descaradamente. Yo estaba hecho un manojo de dudas.
Miré a mi padre para saber qué hacer, para imitarle. Seguro que él sabía cómo lidiar con estos eventos. Iba también asido a la barra, con la mirada perdida más allá de la ventana, muy serio, preocupado probablemente por el trabajo o por cómo terminar el mes. Lo recuerdo muy bien. Estaba muy seco, casi con una expresión de enojo, ensimismado en algún pensamiento importante y complicado, ajeno a mí y a mi problema. Claro, esto lo pienso hoy porque el caso es que, entonces, asumí que esa era la digna postura que un hombre de veras, conocedor del mundo femenino, debe adoptar en el autobús. Y así lo hice. Por pura imitación, copié la expresión de mi padre y yo también me puse serio, con rostro de enfado contenido, mirando más allá de la ventanilla. La chiquilla, claro está, dejó de sonreírme y al poco ella también miró hacia la avenida que transitaba el autobús. Cuando me apeé del mismo, y a pesar de mi corta edad, fui consciente de que la había fastidiado estrepitosamente. Tanto que el suceso se me ha aparecido en la memoria, cual espectro redivivo y burlón, cada vez que no he sabido qué hacer frente a una mujer interesante.
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