No recuerdo cuándo te vi por primera vez, con tu uniforme azul del colegio de monjas y una carpeta de gomas que siempre llevabas en la mano. Ni mucho menos cuándo me enamoré de ti. Ha pasado demasiado tiempo y yo entonces estaba en plena adolescencia, batallando contra exámenes que me parecían escaladas al Everest y peleando contra un acné recalcitrante que me salpicaba la cara, por muchas cremas y lociones que el dermatólogo me recetaba. Pero sí recuerdo que me enamoré locamente, ciegamente, que se me hacía imposible no pensar en ti, que dibujaba tu silueta en papelitos que guardaba secretamente y que escribía poemas – algunos no tan malos- que codificaba con una clave que yo mismo había inventado para que nadie pudiese conocerlos y reírse de mí. Me impresionaba tu belleza que convertí en canon de cualquier hermosura. Si existe el amor platónico, así fue el mío por ti. No hablé nunca contigo aunque llegué a saber tu nombre y dónde vivías y me desesperé cuando tú te echaste un novio de verdad, no la ausencia virtual que yo era. Y me dolía tanto porque nuestras miradas se cruzaban más de lo normal en muchas ocasiones, como si ambos quisiéramos iniciar algo que jamás comenzó. O quizá fuese que mi ansia de ti me hacía ver intenciones donde sólo había casualidades. Me costó hacerlo pero otros amores y la madurez, esa cosa que arruina los sueños, me hicieron olvidarte. Y nunca supe qué fue de ti.
Luego, a lo largo de los años, te he visto muy de tanto en cuanto. En una parada de autobús, o cruzando la misma acera, o con un niño de la mano mientras yo llevaba otro de la mía. Y, por alguna razón, siempre he pensado que nuestras miradas se siguen deteniendo un instante más de lo que resulta casual. Te vi hace poco en unas conferencias. Había cientos de personas en la sala. El tiempo te ha envejecido- como a mí- y tu cabello se ha vuelto gris. Y, no obstante, volvimos a mirarnos durante un segundo y nuestras miradas, como siempre, se sostuvieron sin razón alguna para hacerlo.
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