Viernes de Pasión. Día de recogimiento y dolor de creyentes, de relajo en la playa para los que no lo son, de indiferencia en los más. Quo Vadis o Ben Hur en la tele, Bach en muchas emisoras de radio, cruces de guía, cirios encendidos, el Stabat Mater de Pergolessi, costaleros penitentes doblando las espaldas bajo el peso enorme de tallas barrocas que gravitan por el tamaño de la madera labrada y las culpas del mundo, que las tiene muchas. Día de muerte que nos trae al alma el desconsuelo por los ausentes amados que marcharon antes. Horas temblorosas por los recuerdos que se agolpan.
Todos tenemos nuestra Pasión. A ti, la tuya los cielos no te la evitaron. La sufriste y la sobrellevaste frente a la impiedad de ese Dios al que se grita por qué me has abandonado sin respuesta alguna. Sólo silencio. Profundo y aterrador silencio. Tú tuviste tu Pasión y tu dolor se me hace presente tan a menudo que seguramente ya me pertenece. Te condenaron injustamente como hace veintiún siglos al Nazareno, sin culpa, sin cargos, sin razones, porque sí, en tu juventud. El castigo al justo, al bueno, al que sólo merece el premio. El látigo que fustigó tu cuerpo se transfiguró en quimioterapia, pero te hirió de igual manera. Las corazas brillantes de los legionarios fueron batas blancas y anónimas en pasillos de hospital. El lanzazo punzante, jeringas de suero y drogas. El decreto de Pilatos fue un diagnóstico demasiado certero para albergar esperanza. Tus rezos en el huerto fueron desoídos. La Pasión inevitable, ineludible, inapelable. Tu consciencia de los hechos que se avecinaban era igual de intensa que la de Jesús. Dios mío, aparta de mí este cáliz, gritamos muchas veces pero, siempre, nos envolvió el silencio cósmico del abandono. Te agotaste en el camino que debías transitar con una cruz que se ocultaba en células desbocadas y asesinas, pero no decaíste. Yo, como Simón el Cirineo te ayudé un poco. Muy poco, desesperadamente poco, inútilmente poco. Tu Gólgota fue una cama metálica al lado de una ventana por la que, de tanto en cuanto, entraba la luz cenicienta del invierno. Sufriste más por los que te rodeábamos al pie de tu agonía- como las mujeres en el Calvario- que por ti misma. Tu confianza en un milagro postrero no cejó hasta el último respiro. Pasión con frutos. Tus lágrimas vertidas sobre el futuro que dejabas han florecido en un racimo de valores, de ideales, de modelos a seguir, de caminos que recorrer, de memorias tan sólidas como las catedrales y la bóveda del firmamento.
Yo, hoy, tengo mi Jerusalén. Lugares que son santos en mi corazón porque fueron tuyos, porque fueron nuestros, porque los iluminaste con tu existencia. Las calles que hollaste, el banco en el que me besaste, la clínica, tu cama, el parque donde te acariciaba, la camilla que te recogió cuando ya no podías más, el recodo del río donde dormiste con tu cabeza apoyada en mi pecho, la tienda donde hacíamos las compras. Mi Jerusalén sagrado.
El Ángel se dirigió a las mujeres y les dijo: "Vosotras no temáis, pues sé que buscáis al Crucificado; no está aquí, ha resucitado, como se había escrito".
Qué así sea, compañera.
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