Cuando llegué a la bahía Baffin, el verano se acababa
rápidamente y los días comenzaban a acortar, siendo más fríos que de costumbre. El
capitán Bertold, un marino barbudo y con una ligera cojera en su pierna
izquierda, me advirtió que volvería en dos meses, a finales de octubre, y que,
de no estar allá, no podría regresar hasta la primavera porque los hielos atraparían
y destrozarían el Mary Shelwood, su goleta de dos palos. El
año anterior, 1904, un par de navíos habían desaparecido en el Ártico y para
cuando las autoridades pudieron mandar expediciones de socorro, lo único que
habían hallado eran un par de barriles de ron flotando en las aguas y algunas
cuadernas muy dañadas embarrancadas en los peñascos de la costa.
Yo era consciente de los peligros de aquel viaje pero estaba
decidido a emprenderlo porque mi futuro académico y profesional dependían de
ello. Estudiante en Toronto, me había especializado en antropología y, por
alguna locura pasajera de la que luego me arrepentí, había elegido para mis
investigaciones los pueblos inuit, los esquimales que habitaban al norte y que,
por aquel entonces, eran poco conocidos.
- Escribir una tesis sin haber pisado los polos ni
haber conocido a los nativos es, cuando menos, inusual – me había dicho, con
una expresión severa que auguraba un suspenso a mi trabajo, el profesor
Martins, un tipo excéntrico de antepasados holandeses que disfrutaba haciendo
sufrir a sus doctorandos.
- Con todos los respetos, creo que existe
bibliografía suficiente y, además, como usted sabe he mantenido muchos encuentros
con inuits que viven ahora más al sur. He estudiado, también, algo de su
lengua.
- Déjese de pamplinas, Ransfeld – me regañó mi
tutor-, una investigación antropológica precisa ir al lugar de los hechos,
vivir con aquellos pueblos y describir con precisión lo que uno ve y escucha.
No discutí más porque por el tono de Martins era evidente
que no aprobaría mi tesis sin haber convivido con los esquimales al menos por
un breve tiempo. No había otra elección. Tras comunicárselo a mis padres que me
tildaron de demente, fui a visitar al doctor Peters, nuestro médico de siempre,
que certificó que estaba en condiciones físicas para hacer aquel periplo aunque
me aconsejó engordar unos kilos, adquirir algo de grasa y llevarme mucha ropa
de invierno, cosa que mi madre se encargó de que cumpliera a rajatabla,
empezando por la vestimenta y acabando por los enormes filetes y platos de
pasta que me hizo engullir durante las semanas previas a la partida.
Mi idea era simple. El barco me desembarcaría en el puerto
Williams, en la bahía, desde donde algún cazador me trasladaría en trineo hasta
el primer campamento inuit que encontráramos. Permanecería allá casi dos meses
y, asegurando el pago por adelantado, otro comerciante de pieles me devolvería
al puerto. Si todo iba como lo había planeado, estaría de regreso en Toronto
mucho antes de que el sol se hubiera puesto en el horizonte por meses y el frío
fuera insoportable para mi cuerpo.
Mi inexperiencia hizo que mi equipaje no fuera el adecuado.
Demasiados fardos y demasiado cargados. Al llegar, ningún cazador quería llevarme
porque, decían, los perros quedarían agotados tras unas pocas millas de viaje.
Finalmente, dejé gran parte de mi bagaje en una pensión del puerto y pagando a
precio de oro el viaje, un rudo explorador ruso que apenas hablaba inglés me
aceptó como pasajero. Me vi forzado a tener fe en que aquel tipo conociera qué
camino tomar.
Recuerdo el trayecto como una experiencia aterradora, con
los perros mordiéndose entre sí y con el ruso ebrio la mayor parte del tiempo
aunque dado el frío que hacía entendí que el hombre se calentara a base de
alcohol. Fueron tres días agotadores en los que apenas comimos y en el que sólo
veía hielo y más hielo delante, como si diera lo mismo el rumbo que tomáramos y
el mundo siempre fuera un desierto de nieve desolada aparentemente igual en
todas las direcciones.
Al mediodía del tercer día, el ruso balbuceó algo en su
idioma y, aunque no le entendí, supe que se refería a un punto que se divisaba
al este. Tomé mi catalejo y observé de qué se trataba. Desde el visor me
pareció un iglú a medio construir en medio de la nieve inacabable.
-
Ir allí- dijo el tipo, e hizo chasquear el
látigo sobre los canes para que cambiaran de dirección.
Yo intenté disuadir al ruso de aquella decisión porque no
estaba interesado en conocer un iglú de cerca sino integrarme en algún grupo
humano, pero todos mis intentos de dialogar con el cazador resultaron
infructuosos, en parte por el idioma, en parte por la borrachera. Unos veinte
minutos más tarde estábamos frente al improvisado refugio. No se trataba de un
iglú construido tal como yo los había visto dibujados en los libros, con su
semiesfera de bloques helados y su entrada alargada, sino que se trataba de una
especie de parapeto, como si alguien hubiera acumulado nieve en un intento de
elevar una pantalla de fortuna que le protegiera del viento helado. La
montonera de hielo no permitía ver qué había detrás.
-
Quedar, queda, quedar- dijo mi compañero
mientras, para mi sorpresa, lanzaba mis bultos y mis petates al hielo, fuera
del trineo.
No supe reaccionar. Mi inexperiencia o la consternación en
la que me sumí hicieron que me quedara inmóvil, petrificado, viendo como los
perros aullaban cuando se alejaban a la carrera arrastrando el trineo de aquel
malnacido. En un instante, me llené de pavor, me vi muerto en medio de la
estepa helada, sin posibilidad alguna de regresar a puerto Williams. Pensé que
no, que todo aquello debía ser un malentendido, que el maldito ruso regresaría
a las pocas horas, que proseguiría el viaje, que todo acabaría bien, que
volvería a ver a Susan, una chica de ojos dulces por la que yo bebía los
vientos en la Universidad.
Estaba aterido de frío y, sin otra posibilidad ni recurso,
me decidí a rodear el refugio. Durante todo aquel tiempo no había escuchado
ruido alguno ni había visto a ningún ser humano. Quizá, el constructor del intento
de iglú estuviera lejos, cazando. Conocía que los esquimales son especialmente
hospitalarios, de modo que supuse no me ocurriría nada.
Me arrepentí nada más ver lo que se ocultaba en el otro lado.
En una pequeña olla quedaba algo de pescado crudo. Apoyados
sobre el muro de hielo, un arpón, un pequeño zurrón con pertenencias y unas
tablas para caminar. En un extremo, cubierto por varias pieles, los restos de un
hombre hicieron que una arcada afluyera a mi garganta. La mitad inferior de su
cuerpo estaba medio devorada y por la forma de las heridas deduje que se había
encontrado con un gran oso. Al desdichado le calculé unos cincuenta años, una
edad considerable en aquellas latitudes. Contuve mis ansias de gritar y de
echar a correr porque las primeras no tenían sentido en un océano de solitario
hielo y las segundas hubiesen significado mi muerte. Tras recobrar la sangre
fría me cercioré de que ningún oso andaba aún cerca. No vi huellas y ello
significaba que habían pasado al menos un par de días en los cuales la nieve
nueva había cubierto las señales. El animal, oso, morsa o lo que fuese, debía
estar ya lejos.
Entre la niebla negra creada en mi mente por el miedo, un
pequeño hilo de luz me recordó algo que había estudiado en los libros y que me
habían confirmado algunos exploradores aunque yo nunca llegué a creerlo del todo.
Se trataba de una antigua costumbre esquimal contra la que las autoridades
intentaban luchar sin éxito. Eran tan escasos los recursos en el lejano norte
que los excedentes apenas daban para alimentar a los recién nacidos. Los niños,
ya a corta edad, debían trabajar con su
familia pescando, tendiendo trampas o vigilando el acecho de los animales. No
había comida, vestimentas, calor, sitio, para los ancianos. No podía decirse que no les
amaran, que no los respetaran. Al contrario, los veneraban. Pero, simplemente,
era imposible mantenerlos y los viejos, cuando ya no podían cazar, cuando no
podían seguir el ritmo del grupo, cuando se sentían enfermos, se alejaban por
su propia voluntad enfrentándose a un destino escrito ya al nacer, y sus
familiares les dejaban marchar. Solos, con apenas sus manos vacías y algo de abrigo, vagaban
solitarios por algunos días, sin comer, con sus achaques, sus recuerdos,
sus dolores, abandonados, hasta que algún oso daba cuenta de ellos. Los inuits
creían que cuando los blancos animales comían a sus patriarcas, el alma de los
hombres penetraba en los osos. Luego, los esquimales jóvenes los cazaban y se
los comían de modo que el alma de los que ya se habían ido retornaba a los
vivos con su sabiduría, su experiencia, sus valores y sus virtudes. Era un
continuo devenir de espíritus y los cuerpos que los albergaban – hombre o
animales- eran meros instrumentos de las almas. A mi entender, era sólo una manera ingenua de aceptar
el triste y trágico destino de los mayores.
Deduje, por tanto, que aquel anciano debía haber sido
abandonado y haber muerto de acuerdo a sus costumbres. Se me antojó una muerte
horrible, alejado de sus seres queridos, solo, sin una mirada, sin una mano a
la que agarrarse. Con todo, algo no encajaba. Aunque el muerto era sin duda
viejo, no parecía un anciano decrépito. Aún estaba musculado y capaz de cazar o
pescar, todavía debía haber podido sido útil al grupo y aportar más recursos de
los que consumía. Quizá, pensé, sintiera dolores o tuviese alguna enfermedad interna
por la que los suyos le habían abandonado siguiendo la tradición.
El sol estaba ya bajo y volví a sentir miedo. Sería
imposible pasar la noche en solitario tan sólo con aquel pequeño parapeto de
nieve. Intentar caminar sería una locura. ¿Hacia dónde? Llevaba mi brújula y
podría encaminarme hacia el norte, a la bahía, pero había viajado tres días con
el ruso y recorrido una distancia imposible de marchar sin morir en el intento.
Y si había algún campamento cercano la dirección que tomar me era desconocida. La
desesperación crecía en mí a medida que la oscuridad volaba desde el este hacia
donde me encontraba. Imaginé que sobreviviría una noche, quizá dos con suerte,
si ningún oso me olfateaba antes y si las ventiscas no se levantaban. Sentí las
lágrimas llegarme a los ojos e instintivamente comencé a rezar.
Un ruido lejano, como un frotar de hojas de árboles, me
llegó entonces de lo lejos. Me sobresalté al no reconocer el sonido. Sería una
fiera, estaría muerto en pocos minutos. Pensé en correr pero hubiera resultado
inútil. Mejor, quizá, defenderse con el arpón y aquella pequeña muralla de
nieve amontonada. Me puse en guardia, tomé el arma y agucé los sentidos. Fue
entonces cuando me llegaron los ladridos. No era una bestia salvaje. Debía ser
un trineo, probablemente el ruso que retornaba y al que pensaba matar con mis
propias manos, tan grande era mi ira.
Lo vi llegar por el oeste, que ya estaba pintado de rojo
pálido. Era un trineo, sí, pero no era el del ruso sino un inuit. Apenas cuatro
perros tirando del kamutik y un hombre corriendo a su lado para
no fatigar más a los animales. Tardó pocos minutos en estar a mi lado. Él
estaba tan sorprendido como yo. Nos miramos por largo rato, sin decirnos nada,
aunque yo era capaz de hablar su idioma de manera algo tosca pero efectiva.
Finalmente, decidí tomar la iniciativa y usando la mejor sintaxis
yupik que fui capaz de recordar, me presenté.
-
Me llamo John Ransfeld. Ayúdame por favor- dije.
Él no contestó. Parecía dubitativo. Miraba primero al suelo
y luego al montón de hielo, alternativamente. Entendí qué era lo que buscaba.
-
Está detrás- señalé con la mano.
El hombre rodeó el parapeto y se arrodilló junto al muerto.
No percibí ningún gesto, ni lágrimas ni reacción pero, de algún modo, supe que
estaba turbado y asustado.
-
¿Le has visto morir? – me miró finalmente y me
habló. Le entendí a pesar de mi poco entrenamiento en su idioma.
La noche estaba ya cayendo y las sombras se desdibujaban.
-
No – dije al cabo de unos segundos-, cuando
llegué ya estaba muerto.
El recién llegado se inclinó sobre el cadáver y profirió
palabras que no entendí al par que gesticulaba. Supuse que eran ritos
mortuorios. Mi mente académica volvió por un instante y me dije que tenía que
grabar en mi mente todo aquello para mi tesis. Tras muchas horas, volvía a
estar lo suficientemente calmado para pensar en algo más que en sobrevivir.
Tras unos interminables minutos, el hombre se levantó, se
dirigió a su trineo y me hizo un ademán para que fuera con él.
-
Soy Akku. Él, Singajik – dijo, señalando al
cadáver.
No sabía quién era o a dónde iba pero me sentí aliviado
cuando comencé a caminar tras él. Dos horas después, ya en total oscuridad, yo
agotado y sediento, llegamos a un pequeño poblado de iglús. Me hizo entrar en
uno y me hizo beber un líquido caliente y dulzón. Sólo recuerdo que caí dormido al instante. Akku
me había salvado la vida.
La siguiente semana fue dura y frenética para mí. En el
campamento vivían unos treinta inuit. Una bolsa de agua un poco más caliente
que el resto había creado un riachuelo artificial entre la llanura helada, y la
tribu aprovechaba tal circunstancia para detenerse por algún tiempo ya que el
pescado abundaba en las aguas. A finales de octubre abandonarían los iglús y se
trasladarían más al sur donde permanecerían hasta la siguiente primavera. Había
perdido todos mis fardos y mis utensilios cuando el guía ruso me abandonó, así
que debía confiar a mi memoria todo lo que escuchaba y veía sin medio alguno de
escribirlo. Llevaba muy mal el comer porque todas mis provisiones se habían
quedado junto al inuit muerto y las viandas que mis hospedadores me servían me
resultaban repugnantes. Aun así, el hambre me hizo tragar el pescado crudo
necesario para conseguir vitaminas y aprendí que con algo de sal uno podía
incluso llegar a masticarlo. Mi dominio de la lengua mejoró rápidamente. Siempre
se me habían dado bien los idiomas y los estudios que había hecho durante mi
tesis dieron frutos. Mi vocabulario no era extenso pero podía comunicarme sin
esfuerzos considerables. Akku me trataba como un amigo y, en general, todos
eran amables conmigo aunque algunos de los habitantes eran muy reservados.
Vivía y dormía en el iglú de Akku y su mujer. Fiel a sus tradiciones me había
ofrecido yacer con la esposa, Taorana, la tercera noche y al declinar su
ofrecimiento pareció molesto por desdeñar su amabilidad para conmigo.
A finales de septiembre podía decir que ya estaba integrado
en la comunidad. Aprendí a pescar con unos anzuelos rudimentarios que ellos
mismos fabricaban, a pulir las puntas de los arpones con piedras duras que
recogían en sus expediciones al sur y que luego conservaban como auténticos
tesoros, supe construir neveros para conservar la carne de foca y los erizos, aprendí a prender lumbre, a distinguir el
estado del hielo por el color, llegué a encontrar sabroso el pescado y disfruté
de las leyendas que contaban cada noche, algunas estrelladas, otras bajo una
amenazadora y espesa alfombra de nubes negras, una maravillosa que siempre
recordaré bajo la cortina ondulante y verdosa de una aurora boreal. Incluso
logré cierta destreza en el curtido de las pieles. Aprendí a controlar el
pánico cuando los osos se acercaban y admiré cómo aquellos hombres, apenas
armados, lograban rechazar a los animales. Había encontrado en mis bolsillos
unos recibos del barco y de la consigna donde había dejado parte de mi equipaje
en puerto Williams junto a una carta de mi madre y, lo que era todavía mejor,
un lapicero. Pude, así, escribir breves notas de todo lo que estaba
experimentado. Resumía y escribía con una letra diminuta para aprovechar al
máximo el poco papel disponible pero el impacto de todas aquellos días era tan
poderoso que estaba convencido que recordaría con viveza casi todo al regresar
a la civilización. El profesor Martins iba a quedar satisfecho. También me
sentía seguro. Akku me había garantizado que a finales de octubre me llevaría
personalmente en su trineo hasta el puerto para que pudiera embarcarme de
vuelta a casa. El destino había
basculado y los desastres iniciales se habían tornado en tiempos de bonanza.
A primeros de octubre, participé en mi primera cacería.
Protegido tras el grupo de inuits caminamos junto a los trineos por varias
horas hasta dar con un oso blanco solitario. Se trataba de un ejemplar muy
voluminoso, el oso más grande que yo nunca había visto antes. Afortunadamente,
yo permanecí en retaguardia, lejos de la escena, protegido detrás de mis amigos
que mostraron una valentía admirable. Los esquimales, con la maestría que dan
generaciones y generaciones, rodearon al animal y fueron azuzándole hasta que
se dirigió a un pasadizo entre dos pequeñas colinas. Algunos de los cazadores
se habían colocado con anterioridad en una de las salidas y la bestia quedó
encajonada entre los arpones de los que ya permanecían en guardia y los que le
atacaban por el frente. Fue rápido e incruento. Me sentí tan alegre como ellos
al ver sus caras de satisfacción y sus gritos de júbilo. Se necesitaron varios
trineos para arrastrar el animal hasta el campamento y llevó dos días el
desollarlo, descuartizarlo y aprovechar todo lo aprovechable. Una cena comunal
cerró la operación, dos noches más tarde. Tomaron los mejores trozos de carne
del oso, los sazonaron y algunos los pusieron al fuego. He de reconocer que
estaba muy sabroso. Las mujeres trajeron mattak, erizos y
bayas. No se privaron del alcohol que destilaban en el sur y que reservaban
para las grandes ocasiones. Cantaron y bailaron hasta bien entrada la madrugada
y dieron gracias a los espíritus.
La mañana siguiente la pasé dormitando con una terrible
jaqueca que me hizo saber que el destilado inuit no es para personas de ciudad.
Sólo me recobré después del mediodía y salí al exterior para sentir el tibio
calor del sol en mi cara. En cuanto lo hice, Akku se me acercó. Le noté
preocupado de modo que caminé junto a él sin decirle nada, esperando a qué él
tomara la iniciativa. Nos sentamos junto a los perros. Mi amigo estaba labrando
un hueso de caribú, cabizbajo. El tiempo pasaba y la noche caería pronto.
-
¿Quieres hablar- pregunté por fin.
Tardó en contestar.
-
¿Tú viste morir a Singajik? – musitó.
Aquella pregunta me hizo rememorar el horror de aquellas
horas, el temor que me consumía, la certeza de estar cerca de mi fin. Recordé
que me había hecho la misma pregunta cuando nos conocimos en medio de la nieve.
-
No. Ya te lo dije. Cuando llegué, Singajik ya
había muerto y algún animal le había devorado en parte. ¿Por qué lo preguntas?
¿Qué importancia tiene el que yo le viera morir?
Volvió a tallar el hueso sin atreverse a levantar la vista
por tanto tiempo que me preocupé. Le miré y dije:
-
¿Akku? ¿Estás bien?
Él alzó la cabeza y no me contestó pero pude apreciar que
estaba llorando. Le abracé por el hombro.
-
¿Qué ocurre, Akku? ¿Qué ocurre? Te debo la vida,
quiero ayudarte.
Volvió a callar. Iba a ser una noche hermosa, no había
nubes, las estrellas lucirían pero yo no podía sino pensar en qué pasaría por
la mente de Akku.
-
Fui yo… - me miró de pronto al decirlo.
-
¿Qué? No entiendo. – repliqué.
-
Y ahora se sabrá- añadió.
-
¿Pero qué? – volví a preguntar. No podía
comprender de qué estaba hablando.
-
Su espíritu ha regresado – volvió a bajar el
rostro.
-
¿De qué hablas Akku?, ¿De qué hablas?
-
El oso que cazamos era el que mató a Singajik.
-
No puedes saber eso. Todos los osos son iguales.
Ni siquiera sabemos si lo mató un oso. Pudo ser una morsa o quién sabe qué.
-
Era ese oso- afirmó con rotundidad.
-
¿Y qué más da?
-
Ahora todos saben lo que ocurrió. El espíritu de
Singajik está en todos nosotros, lo hemos comido, lo hemos recobrado.
Recordé nuevamente la leyenda. Las almas de los muertos que
regresan a los vivos por mediación de los osos. Akku estaba convencido de que
el espíritu del viejo había pasado al oso cuando este lo devoró y que, posteriormente,
había vuelto a todos ellos cuando estos cazaron y comieron al animal.
-
Vamos, Akku- dije- no creerás en esas leyendas.
Me miró con incredulidad sin comprender que alguien pudiese
dudar de aquellas certezas universales.
-
Todos saben lo que ocurrió- volvió a decir.
-
Ocurrió lo que tenía que ocurrir, que el anciano
se adentró solo en el hielo fiel a vuestras costumbres y que fue atacado por un
oso. Habrá sucedido ya miles de veces.
-
Lo que ocurrió antes- me miró.
Quedamos callados. Él había dejado ya de trabajar el cuerno
de caribú y parecía ensimismado en profundos pensamientos.
-
Podía haberle ayudado – dijo en voz baja.
-
¿Ayudarle? ¿Contra el oso? – pregunté.
Algo debió moverse en su corazón para encontrar las
palabras.
-
Te lo contaré porque ya todos lo saben.
-
¿Pero, qué? ¿Qué es lo que sabéis todos? – yo continuaba
sin entenderle.
-
Yo era su amigo… - pareció entristecerse aún
más.
Se había levantado viento. En el poblado, algunos de los
hombres acercaban los perros a los iglús.
-
Singajik era ya viejo.
-
Lo sé. Aunque no me pareció un anciano
decrépito.
-
Tenía cincuenta y un años. Varias veces había
dicho que se sentía enfermo aunque nadie sabía de qué. Parecía estar en buena
condición física. – prosiguió Akku- Era diestro con el arpón y hábil tendiendo
trampas, su cuerpo estaba bien acostumbrado a la intemperie y razonaba con
agilidad. Pero él siempre decía que había llegado el momento de ir a la nieve.
-
¿Ir a la nieve?
-
Alejarse para morir solo, para continuar el
ciclo de los espíritus. Es uno mismo el que decide cuándo parte y los demás lo
aceptamos por respeto a su voluntad. No hacen falta alharacas con ello, se
lo cuenta uno a la mujer o al hijo, sin despedidas ni lágrimas.
-
Entiendo.
- Algunas mujeres le vieron salir solo, aquella
mañana. Llevaba su arpón y un saco con enseres. No le prestaron mucha atención.
Yo también salí de caza unas horas después sin saber que Singajik estaba ya en
los hielos. Me dediqué a lo mío, logré capturar una foca y aproveché el buen
tiempo para dar descanso a los perros. Volvería pronto al hogar y prepararíamos
la carne para congelarla en los neveros. Sin embargo, todo cambió después del
mediodía.
-
¿Qué ocurrió?
-
Escuche un grito a mi derecha y, aunque no vi nada, supe que
alguien se encontraba en peligro. Até con urgencia los perros al trineo y me
moví a toda velocidad hacia el lugar. Cuando llegué a lo alto de una colina vi
a Singajik haciendo frente a un enorme oso. Había un reguero de sangre sobre la
nieve y mi amigo cojeaba porque la bestia ya le había dado un zarpazo en una de
sus piernas. Era un animal gigantesco y estaba furioso porque Singajik había
conseguido herirlo. Atacaba con furia y se levantaba sobre sus cuartos traseros
como un gigante. Singajik me vio en lo alto de la colina a apenas trescientos
pies de distancia. Me miró pidiendo auxilio. No hizo ningún otro ademán ni
soltó el arma. No podía, tenía al oso en derredor.
-
Bueno, es el destino que él deseaba siguiendo la
tradición de tu pueblo…
-
Me miró nuevamente y gritó pidiendo que le
auxiliara pero tuve miedo, tuve miedo, mucho miedo… - calló.
-
¿No quería morir?
- No, a pesar de que iba diciendo que su hora
estaba llegando, aquel día él no deseaba emprender el camino de los hielos, no
quería traspasar su espíritu al oso, quería regresar, necesitaba mi ayuda.
Su voz se quebró de congoja.
- Permanecí aterrado y quieto- prosiguió-, incapaz
de mover un pie mientras el oso lograba por fin su propósito y acababa con la
vida de Singajik, mi amigo Singajik. Debía estar hambriento porque comenzó a
devorarle enseguida. Pasaron unos horribles minutos hasta que los ladridos de
mis perros me sacaron de mi estado, comencé a dar gritos y a azuzar a los
perros contra la bestia. Esta, que ya había comido lo suficiente, debió pensar
que los huskies en grupo eran una presa difícil y se retiró.
- Así que esa es la razón por la que encontramos
gran parte del cuerpo intacto.
-
Me sentí morir, había dejado a mi amigo a su
fortuna, sin ayudarle, infringiendo una de nuestras más preciadas leyes.
- Cualquiera puede comprenderlo. Se trataba de un
oso enorme y fiero.
-
No fue eso lo peor- volvió a hablar-. Incapaz de
asumir mi acto, regresé al campamento y pregunté por Singajik como si no
supiera nada, como si no le hubiera visto. Nadie supo decir qué era de él y
algunos sospecharon que había por fin decidido cumplir con su destino. Así que,
mintiendo sin pudor, me postulé para salir de nuevo a buscarle. El resto ya lo
sabes. Volví con la sensación de culpa a donde yacía Singajik para cubrirlo con
nieve y evitar que se lo comieran las bestias. Te encontré, regresamos, mentí a
todos al llegar diciendo que, efectivamente, un oso había acabado con la vida
de mi amigo, como él había dicho que quería.
No pude contestar, quizá porque sabía que yo era tan cobarde
como él y que, en la misma situación, hubiera actuado de manera semejante.
Pasaron largos minutos. Por fin, dije:
-
Tú no le mataste. Le mató el oso. Tú no podías
hacer nada.
-
Debí intentarlo.
-
Nadie sabe nada de esto y yo no voy a contarlo,
Akku. A mí sí me salvaste la vida.
- Luego cazamos a ese mismo oso. Los espíritus lo
han puesto en nuestro camino para que se sepa la verdad. Cada inuit que ha
comido de su carne tiene ahora algo del espíritu de Singajik y sabe qué ocurrió
aunque no sepa cómo lo sabe.
Nos levantamos y caminamos despacio hacia el poblado. Akku
sufría innecesariamente. Aquello eran leyendas. Incluso ante nuestra justicia,
sus acciones no eran punibles sino entendibles. Hubiese puesto en riesgo su
vida de tratar de salvar al viejo. Las leyendas son sólo eso, leyendas. Singajik
estaba muerto, el oso estaba muerto, no había más que contar. Fin de la
historia.
Anochecería pronto. Algunas estrellas brillaban ya sobre el atardecer rojizo. Cuando llegamos al grupo de iglús, muchos estaban fuera
preparando algo de comida o conversando. Me miraron con normalidad, me
saludaron incluso, pero nadie miró a Akku. Comprendí que todos lo sabían.
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