Quise creer que lo hacía por estirar las piernas, por
airearme un poco tras tanto viaje, pero era consciente de que algún imán
poderoso me atrajo hacia la ciudad.
No es sencillo encontrar aparcamiento en Sevilla, pero un
golpe de suerte- un coche que salía, yo que llegaba justo en el momento- me
hizo un huequito cerca de la plaza del Salvador. Un día bonito, algo nublado
pero lleno de esa luz meridional que viste la ciudad, difusa y mágica, como
filtrada a través de una gasa tenue. Me gusta perderme por las callejuelas,
efervescentes de vida, de corros y de conversaciones, llenas de historias que
ocurrieron en las tabernas, en los portales, en los ventanales adornados con
macetas de petunias, de lobelias y siempreverdes. Miré al cielo para orientarme
y es que, para el foráneo, la Giralda, ese alminar anclado en los siglos, es el faro de referencia que impide perderse
en el abigarrado enjambre de callecitas y patios. La calle Francos, moteada de
claroscuros juguetones, de fachadas pintadas de amarillo y ventanas enfrentadas
que casi se abrazan, acicalada de
geranios, serpentea hasta llegar a una placita donde uno debe decidir si seguir
por la derecha o la izquierda. Elegí lo segundo porque me gustó el nombre de la
calle, Placentines, que desemboca justo al frente de la torre de la catedral, soberbia
y ensortijada de ajimeces; a la izquierda, preciosos balcones de hierro
forjado, carruajes de caballos de ruedas amarillas y faroles esperando llenos
de paciencia; a la derecha, la calle Alemanes con sus cafés con terrazas y la
entrada al patio de los naranjos. Mil reflejos de colores, palomas en el cielo,
atmósfera impregnada de palabras y guitarras. Aromas de manzanilla y miel.
Fue entonces cuando me fijé, al detenerme en el umbral de la plaza.
Justo en la esquina había un pequeño restaurante, con unas mesitas y unas
sombrillas blancas cubriendo a las gentes que conversaban en torno a un oloroso
y una tapita. Se llamaba Milagritos y su dueño había
colocado una gran pizarra en la entrada con un mensaje escrito a tiza y letras
grandotas: La vida está hecha de pequeños momentos, 0€.
Las palabras, a veces, cuando son atinadas, tienen el poder
de remover la vida. Al leerlo, de pronto, tu ausencia se hizo corpórea, la
ciudad te reclamó de súbito, la luz neblinosa te buscaba inquieta y la desmesurada
veleta en lo alto giraba sin saber qué viento le traería el perfume de tu piel.
Yo supe que estaba perdiendo un instante de esos que tú tanto valoras, de esos
que tú creas a menudo con esa
generosidad espontánea que despliegas cuando haces de una calle un mundo, de
una mirada una historia emocionante, de una cerveza compartida el mejor
banquete. Tú sabes que descubrí la ciudad contigo – por eso me resulta tan
querida sin apenas conocerla- , comencé a amarla contigo, tú me la enseñaste,
tú me relataste sus leyendas, lo pintoresco de sus barrios, tú llenaste de
instantes y momentos sus avenidas, sus rincones recoletos, tú me hiciste
percibir el olor de los naranjos y el bullicio de las bodegas y mesones, tú
eres quien me hace ser cómplice del alma sevillana. La vida está hecha
de pequeños momentos, cero euros. Qué frase más exacta. Parecía
escrita por ti misma, por tu mano. Me lo has dicho tantas veces cuando te abres
a mí en la intimidad de una cena o de unas sábanas. Es tu visión del mundo y de
la vida, del amor. Pequeños momentos encadenados que no tienen precio, que se
dan por nada, que se reciben como el mejor de los regalos, de esos que uno
recuerda por siempre.
Me hubiese sentado en el Milagritos junto
a ti, con el reloj parado, un vino blanco en la mesa, tu hermosa carita enfrente,
tu mano en la mía, tu conversación llena de interés, el almíbar de tus labios en los míos. Hubiera sido un bello
instante, otro momento que acaudalar para siempre.
Pero no estabas. Sevilla te echaba de menos, la vida te añoraba, yo me moría por verte.
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