El olor a arcilla horneada le acompañaba continuamente. Chang Li llagaba al taller cuando las estrellas aún volaban por el firmamento, unas horas antes de que los primeros turistas llegaran a las tumbas. Encendía el horno pacientemente mientras ordenaba el barro que necesitaría durante la jornada, limpiaba los moldes y reblandecía los pinceles en agua tibia. Para cuando llegaba Tchao Feng, la estufa ya ardía con fuerza. Ambos apelmazaban la arcilla en los moldes. Chang las partes derechas de los caballos y Tchao las izquierdas. Con unos estiletes iban cortando pedazos de material con los que rellenaban los huecos de los moldes. Más tarde, juntas y pintadas, se asemejarían a cerámicas de la dinastía Tang y aquellos americanos y europeos sudorosos pagarían unos pocos yuanes por ellos tras largo y premeditado regateo. La esposa de Chang, Mai Xiaoyan, coloreaba en verdes, sienas, marrones y azules cian las figuritas y las colocaba otra vez en el horno para que se secaran y adquirieran la pátina de vejez que los compradores apreciaban.
Pasaban en el obrador de doce a trece horas diarias. Por cada escultura, el señor Guao les pagaba uno o dos yuanes, dependiendo del tamaño. Sabían que luego los vendían diez veces más caros pero ellos no podían encargarse de hacerlo porque sólo hablaban chino y no podían desatender la fabricación. Chang era ya mayor y se conformaba con su suerte. Solía repetir a Xiaoyan que era preciso acomodarse al destino de cada uno y que ellos disponían de un hogar, comían cada día y vestían ropa de abrigo cuando las nieves del invierno cubrían los valles y los visitantes ya no se acercaban hasta allá. Todo lo cual le parecía más que suficiente. La vida no les había agraciado con un hijo. O, mejor dicho, las tribulaciones del país les habían privado de un vástago. Arrastrados por la revolución cultural, fueron desplazados varias veces y, simplemente, los años pasaron demasiado rápido y demasiado tristemente.
Tchao era diez años más joven y tenía sueños por salir de allá, por marchar a Pekín en donde todo parecía ser mejor. Cada día, cuando se retiraba a su vivienda, paraba en la taberna que vendía refrescos a la entrada del museo y podía ver en el pequeño receptor de televisión los automóviles, las ropas, las casas y los lujos de la capital. Él quería ser uno de aquellos pero no quería ir solo. Porque la única razón para permanecer en el taller del alfarero era Xiaoyan a la que había amado en secreto desde que la conoció. Odiaba el barro, el calor que le asfixiaba en verano, aborrecía el olor térreo que no se quitaba con agua o jabón y muchas veces hubiera destrozado caballitos y jinetes, guerreros y aves de colores. Pero lo aguantaba todo porque cada día podía verla alrededor, caminando con esos pasos que seguían siendo gráciles a pesar del paso de los años. Ella no era consciente de cómo la observaba. La miraba con disimulo, cuando parecía soñar mientras sus manos delicadas entintaban las figuras, absorta en un mundo que Tchao nunca había podido compartir.
Aquella mañana de verano era especialmente calurosa. El polvo de los caminos se había removido con el tráfico continuo de los autobuses y flotaba por doquier penetrando en el sótano donde trabajaban. Era la mejor época del año y Guao exigía más y más caballitos verdes y siena. Chang Li, a su vez, estaba nervioso por la presión de la labor no terminada y se irritaba con cualquier pequeña cosa. Sólo Xiaoyan permanecía hermosa, callada, perfilando trazos finos y adornos espirales con sus pinceles. Sudaba y se había desabrochado el blusón buscando que el poco aire mitigara el calor de su piel. Estaba bella, muy bella. Sensual. Tchao la deseaba aquella mañana. Quería que fuese suya, llevarla a Pekín y sentir cada noche aquellos senos y aquellos labios. Quería refugiarse en la negrura de su pelo y abrazarla en el lecho.
Por algún motivo estúpido, Chang Li la regañó. Nunca recordaría, después, de qué se trató. Sólo supo que aquel viejo la molestaba. Su sangre se avivó, su razón enmudeció y su corazón se desbocó. Tomó el estilete y, sin mediar palabra, se lo clavó a Li lo más dentro que pudo. Mai Xiaoyan gritó de pánico y, por un instante, ambos se quedaron inmóviles, mirándose; él conocedor de su suerte y de que la había perdido para siempre; ella consternada por saber en su alma los motivos de Tchao. Luego, huyó corriendo del obrador.
Pasaban en el obrador de doce a trece horas diarias. Por cada escultura, el señor Guao les pagaba uno o dos yuanes, dependiendo del tamaño. Sabían que luego los vendían diez veces más caros pero ellos no podían encargarse de hacerlo porque sólo hablaban chino y no podían desatender la fabricación. Chang era ya mayor y se conformaba con su suerte. Solía repetir a Xiaoyan que era preciso acomodarse al destino de cada uno y que ellos disponían de un hogar, comían cada día y vestían ropa de abrigo cuando las nieves del invierno cubrían los valles y los visitantes ya no se acercaban hasta allá. Todo lo cual le parecía más que suficiente. La vida no les había agraciado con un hijo. O, mejor dicho, las tribulaciones del país les habían privado de un vástago. Arrastrados por la revolución cultural, fueron desplazados varias veces y, simplemente, los años pasaron demasiado rápido y demasiado tristemente.
Tchao era diez años más joven y tenía sueños por salir de allá, por marchar a Pekín en donde todo parecía ser mejor. Cada día, cuando se retiraba a su vivienda, paraba en la taberna que vendía refrescos a la entrada del museo y podía ver en el pequeño receptor de televisión los automóviles, las ropas, las casas y los lujos de la capital. Él quería ser uno de aquellos pero no quería ir solo. Porque la única razón para permanecer en el taller del alfarero era Xiaoyan a la que había amado en secreto desde que la conoció. Odiaba el barro, el calor que le asfixiaba en verano, aborrecía el olor térreo que no se quitaba con agua o jabón y muchas veces hubiera destrozado caballitos y jinetes, guerreros y aves de colores. Pero lo aguantaba todo porque cada día podía verla alrededor, caminando con esos pasos que seguían siendo gráciles a pesar del paso de los años. Ella no era consciente de cómo la observaba. La miraba con disimulo, cuando parecía soñar mientras sus manos delicadas entintaban las figuras, absorta en un mundo que Tchao nunca había podido compartir.
Aquella mañana de verano era especialmente calurosa. El polvo de los caminos se había removido con el tráfico continuo de los autobuses y flotaba por doquier penetrando en el sótano donde trabajaban. Era la mejor época del año y Guao exigía más y más caballitos verdes y siena. Chang Li, a su vez, estaba nervioso por la presión de la labor no terminada y se irritaba con cualquier pequeña cosa. Sólo Xiaoyan permanecía hermosa, callada, perfilando trazos finos y adornos espirales con sus pinceles. Sudaba y se había desabrochado el blusón buscando que el poco aire mitigara el calor de su piel. Estaba bella, muy bella. Sensual. Tchao la deseaba aquella mañana. Quería que fuese suya, llevarla a Pekín y sentir cada noche aquellos senos y aquellos labios. Quería refugiarse en la negrura de su pelo y abrazarla en el lecho.
Por algún motivo estúpido, Chang Li la regañó. Nunca recordaría, después, de qué se trató. Sólo supo que aquel viejo la molestaba. Su sangre se avivó, su razón enmudeció y su corazón se desbocó. Tomó el estilete y, sin mediar palabra, se lo clavó a Li lo más dentro que pudo. Mai Xiaoyan gritó de pánico y, por un instante, ambos se quedaron inmóviles, mirándose; él conocedor de su suerte y de que la había perdido para siempre; ella consternada por saber en su alma los motivos de Tchao. Luego, huyó corriendo del obrador.
La escasez de oferta benefició a Guao que aquellos días subió los precios.
1 comentarios :
los celos son los celos,amigo!
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