Ella siempre afirmaba que la vida es una colección de
instantes, que lo que perdura son sólo breves fotogramas de tiempo que
contienen un paisaje, una sonrisa, una gaviota sobre el mar, el calor de un
mimo tierno, una canción, un arabesco de manos mientras se baila una sevillana,
dos o tres palabras de una conversación que, un día ante dos cervezas en una
terraza, nos llegaron al alma, un beso, un roce de pies en la duermevela, un
gesto fugaz. A él, esa definición de la existencia, de la memoria que permanece
fresca, le había parecido un descubrimiento teológico, una verdad más allá de
toda duda, una certeza cósmica. Pero, sobre todo, le maravillaba cómo ella era
capaz de crear instantes de las pequeñas cosas, de las casualidades, generar un
embrujo especial allá donde no había sino hechos insignificantes como si fuera
una alquimista filosofal capaz de convertir el plomo en oro. Desde que la
conocía, eso era la vida, un conjunto de situaciones maravillosas colocadas al
azar, impredecibles en su llegada y en su intensidad, por esto aún más hermosas.
Ella era un Seurat que, poco a poco, con momentos llenos de color, pintaba el lienzo de la vida.
Aquella noche, él se había acostado temprano y para cuando
ella llegó a la casa ya dormía profundamente. Se despertó cuando le acarició el
pie con su mano por encima del edredón. Sonreía y estaba preciosa. Se desnudó
frente a él con la confianza que da el saberse deseado.
-
¿Te apetece un barquillo con chocolate?-
preguntó ella mientras se introducía bajo las sábanas y le pedía sin pedirlo
que calentara el frío que la noche había asentado en su piel.
Ahora, él recordaba aquel momento, ambos sentados en
la cama, las piernas entrelazadas, la espalda sobre el cabecero, comiendo los
barquillos en mitad de la noche, contándose cosas, riendo – ¡Dios, qué hermosa
estaba ella!- justo antes de que él, dejándose arrastrar por el delirio del
deseo, asaltara sus labios sabor a
chocolate con una pasión irrefrenable que no estaba prevista para aquella
jornada.
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