7/5/13

Carita llena de lluvia







Tiempo después, anocheciendo, estaba sentado en la taberna jugando una mano de mus con Alberto, Dámaso y Lucas, amigos del alma desde que compartieran camarote y navío en la ruta que unía Cuba con La Coruña. Ida y vuelta, ida y vuelta, durante meses y meses. Fueron años de trabajo duro,  de guardias nocturnas, de verificar las amarras de los contenedores, de bregar con máquinas asmáticas a las que les daba por pararse a la altura del meridiano treinta y nueve oeste, muchas veces con mar arbolada, y donde, al mismo tiempo, se maldecía y se oraba con esa convicción a la que sólo el océano sabe llamar. Se pelearon porque los tres se enamoraron de la misma morena, de piel avellana y ojos verdes, una combinación que sólo los dioses del sexo podrían haber imaginado, labios de imán, caderas generosas y pechos breves, una hechicera que les hizo enfrentarse hasta que, meses después, abandonó a los tres por un americano peinado con gomina, cigarrillos de pitillera y muchos dólares en la cartera. Entonces, se emborracharon juntos, acabaron con el ron de La Habana y con el orujo de Coruña y juraron solemnemente – incluso Dámaso se hizo un corte en el brazo con su navaja para que fuese una promesa firmada en sangre- que jamás volverían a olvidar su amistad por una mujer cosa que hubieran cumplido si no hubiera sido porque Miguel se enamoró nuevamente, y esta vez para siempre, de Luz.
-       Estuviste chiflado por ella- le había recriminado Lucas justo antes de lanzar un órdago tan falso como inútil porque nadie lo tomó.
-       Estuve enamorado y eso poco os importa- replicó él mientras repartía los naipes.
-        Es hora de olvidar, amigo.
-        Imposible- murmuró Miguel.
Fue en otoño, él ya más de cuarenta,  y ocurrió cuando ya no esperaba volverse gilipollas nuevamente. Se encontraron en la dársena del muelle del norte, en el baile de la fiesta de Santa Margarita, a donde él había acudido para escuchar a la orquestina y tomarse unos vinos antes de zarpar a la mañana siguiente, casi para matar unas horas que se iban a hacer demasiado largas. La vio y, como suele ocurrir en estos casos, algo, quizá un gesto, o las pequeñas arrugas de su cuello, o la forma que tenía de reírse, o cualquier cosa que nunca supo, hizo que ya no pudiera quitarle la vista en toda la noche. Primero, revoloteó alrededor admirándola de lejos; luego, se llamó idiota por no haberse puesto la camisa nueva y los pantalones de domingo; más tarde se tomó dos vasos para armarse de valor y finalmente se animó a pedirle un baile. Esperando un no rotundo, encontró un sí; sabiendo que al final del vals ella volvería con sus amigas halló que bailaron todas las piezas que los músicos ofrecieron; pensando en decirle adiós porque marchaba a América, se sorprendió a sí mismo en la cama de ella, desnudos ambos y jadeantes, vibrando como chiquillos, sin entender qué había ocurrido y, sin embargo, sabiendo que ya nunca podrían separarse. Él, que se había mofado siempre de las novelicas de mujeres, tuvo que tragarse sus pensamientos y sus burlas antes del amanecer.
Dámaso, Lucas y Alberto sólo supieron, por una carta escrita a toda prisa, que se había despedido, que les deseaba lo mejor, que se verían alguna vez, que no podía cumplir su promesa de nunca separarse por una mujer.
Luz tenía cuarenta y dos y sus amores habían sido intensos pero breves. Era inteligente, al menos mucho más que Miguel, tierna, cabezona, aventurera y poco dada a prometer amor eterno. Apresada en una vida menor que le aburría, en unas gentes que hablaban a sus espaldas de su soltería o de los hombres que de vez en cuando salían de su casa.
-        Mira que gastarte todos tus ahorros en ese bote que se lo van a comer las chirlas- Alberto le miró con incredulidad.
-        ¿Y ahora, por qué recordamos todo aquello? Juguemos, joder- protestó Dámaso.
-        Porque este hombre nos tiene que contar de una puñetera vez porque se jugaba la vida en Magallanes, tanto cruzar ese endiablado paso, como si no hubiera mil mares más- contestó Lucas-, hoy nos lo tiene que decir, que ya es hora.
-        No es negocio vuestro, joder. Voy a pares- dijo Miguel.
-        Claro que lo es. Te hemos respetado desde que regresaste pero hoy celebramos veinte años de nuestra amistad, yo estoy borracho, Alberto más que yo,  y toca que nos cuentes todo- sentenció Lucas mientras vaciaba otro vasito de vino. Fuera, llovía intermitentemente.
También aquel día caía un sirimiri gris, cuando ella le abrazó por detrás y le acarició su pecho desnudo. Se quedaron mirando a través de la ventana los nubarrones que se arremolinaban sobre el mar encrespado por el viento y los vaporcitos que, ajenos al peligro, se alejaban hacia sus pesquerías.
-        Sácame de aquí, vivamos juntos en vez de  morir juntos en este pueblo- le había pedido con una seriedad y una profundidad en la mirada que le hizo estremecer- llévame lejos de esto, muy lejos.
No lo dudó. Gastó casi todos sus ahorros en un veinte metros con velas altas y rojas de segunda mano que rebautizó con el nombre de Luz, como ella. Salieron a la mar un domingo, cuando las gentes entraban en la iglesia y las gaviotas giraban inquietas sobre las cajas de pescado que se descargaban en los muelles. El viento les alejó pronto hacia el horizonte y no miraron atrás. Tomó su petición al pie de la letra. Quería marchar lejos y eso harían. Cruzaron el océano hasta Caleta Olivia, en el Atlántico Sur, y allá establecieron su fondeadero. Fueron cinco años felices, viviendo en el barco, trabajando ocasionalmente para conseguir algún dinero, durmiendo en la mar o en pequeños puertos de las costas argentina y chilena , a veces haciendo el amor en calas remotas, una hoguera en el suelo y millares de estrellas en el firmamento. Siempre el mismo recorrido entre Olivia e Isla Esmeralda, a través del Magallanes. Ida y vuelta, ida y vuelta. Luz se convirtió en experta navegante. Le gustaba hacer los turnos de guardia nocturnos pero, las más de las veces, él se levantaba también y, abrazándose a ella, se envolvían en dos mantas, una mano en el timón, y simplemente escuchaban el rumor del mar y los quejidos de las cuadernas del bote al batallar contra las olas. A Miguel siempre le pareció que el mundo les había unido con un encantamiento mágico, lo malo es que el mundo nunca lo supo. Un día, de pronto, sin que hubiese habido señales previas, con trágica sorpresa, ella dijo que volvía a España y montó en un autobús dirección a Buenos Aires. Miguel se quedó allí, mirando al mar, con dolorosa incredulidad, con el frío de una existencia peor que la muerte en sus huesos, perdido en un país que ya no comprendía y en una vida que le era horrible. Seis meses le había costado reaccionar para volver navegando como un espectro triste a su pueblo, a vegetar jugando al mus y bebiendo cada noche mientras la quilla del Luz se llenaba de algas. La buscó y no la encontró. La buscó por todas partes y nadie supo darle noticia. Su aliento se habituó al alcohol intenso.
-       Entonces, ¿no nos lo contarás?- Alberto apuró el último vaso.
-       Estaba loco, eso pasaba. El amor te vuelve loco, es eso “na más”- murmuró Dámaso- Nos pasa a todos. Una mujer te seca el juicio y entonces te la pasas cruzando un maldito estrecho lleno de hielo, bajíos y tormentas.
-        Déjalo- Lucas tiró de la manga de su amigo-, no seas cruel, ya sabes lo afectado que quedó. ¿Te dijo algo el médico?
-        Que el tiempo dirá- contestó el otro- que sólo el tiempo puede curarlo si es que puede.
Se despidieron y Miguel se quedó sentado sobre una de las rocas del malecón con la última botella en la mano. No iría a casa porque no podría dormir. Hacía mucho que no dormía más de un par de horas seguidas. La lluvia era ahora más intensa y las gotas que le mojaban el rostro se confabularon para traerle todos los recuerdos de golpe. Tenía razón Dámaso, ningún marinero en su sano juicio habría cruzado tantas veces aquellos mares, y siempre con mala mar, pero él tenía una razón.
Recordaba cada travesía, la aproximación a las angosturas del paso a la caída de la noche cuando los vientos recios aminoraban algo su fuerza, el aferrar los aparejos y el apretar de dientes mientras dejaban a un lado bahía Agua Fresca, vigilando los brazotes de arena y cruzando la tormenta cada vez más fuerte. Luz aparecía entonces en cubierta, bajo un chubasquero amarillo, con la carita mojada por la lluvia y el pelo empapado, y Miguel, al verla, pensaba que esa era una de las imágenes que podrían mover un sistema solar completo. Entonces, dejaba que el barco buscara su ruta, una imprudencia temeraria que podía convertirlo en pecio, y acercándose a ella la besaba con una locura que nunca antes había sentido, la miraba como si aquella imagen fuera la última que nunca podría ver y se quedaba ensimismado hasta que ella le llamaba loco y le pedía que volviera al timón, que no quería acompañar a los petreles o embarrancar en algún recodo de bahía Posesión.
Un hombre nunca cuenta sus secretos, menos si son tan estúpidos. Nunca reconocería el motivo por el que se empeñó en recorrer aquellos mares. Ver su carita empapada, besar sus labios con sabor a salitre, sentir el reencuentro tras el peligro, como si renacieran en cada viaje para vivir la vida juntos una y otra vez, protegerla, de eso había vivido, de ese recuerdo seguía viviendo aunque le tomaran por un loco. Pero, ¿había alguna razón más poderosa en el mundo que haber besado aquella carita llena de lluvia?
Dejó la botella sobre las rocas y caminó hacia el barco que permanecía amarrado en el puerto. Soltó amarras. Era tiempo de navegar nuevamente.
 
 

 

 

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