JingHao prendió un fósforo y encendió la ofrenda a Buda con
delicadeza, con lentitud, como si quisiera estar bien seguro de que todos los
presentes comprendían el ritual. Imperceptiblemente, poco a poco, un vaho
azulado pleno de aromas de incienso y pino se elevó hacia la polícroma
techumbre del templo mientras que dos golpes suaves en el timbal anunciaron que
la audiencia estaba a punto de comenzar.
Bapei-Lu era un templo apartado que colgaba
de las escarpadas pendientes de las montañas azules, tan altas que se decía
que era casi imposible acceder a la cumbre donde las nieves perpetuas y el helado
viento que llegaba de los Himalayas – tan lejanos que apenas se divisaban- convertían
en una hazaña sobrehumana la supervivencia. De hecho, el único ser que, según
las crónicas narradas en los libros de Tsao-Yen, había conseguido escalar la
montaña era Pai-Pai, el monje santo que nunca había muerto y que ya hacía veinte siglos había sido llamado al más allá sin la corrupción de
su cuerpo. Que se supiera, ningún otro hombre había arriesgado su vida yendo
más allá del palacio que, a los ojos de los lugareños y los extranjeros que llegaban,
era el último lugar con vida del mundo. De hecho, alcanzar Bapei-Lu era harto
complicado en sí mismo. Tras caminar muchas jornadas por las llanuras que
bordeaban al gran río, las expediciones se adentraban en los bosques de Huan,
espesos, húmedos e infecciosos para, por fin, salir a campo abierto a los pies
de las colinas que anunciaban las montañas. Al principio, la subida era
sencilla, casi de paseo, pero a las diez o doce leguas la pendiente se encrespaba
y la respiración se tornaba dificultosa, las bestias que llevaban los aperos y
las provisiones se negaban a continuar y los que aún osaban continuar debían
cargar sobre sus hombros lo que su constitución y su fuerza les permitían. Era
entonces cuando llegaba lo peor, aquellos senderos bordeando los acantilados,
sobre tablillas de abedul asidas con tiras de lino tensado y una pasarela que
era, no más, una soga amarrada de tanto en cuanto a las paredes casi verticales.
Unos desistían, otros caían atrapados por el vértigo y sólo unos pocos elegidos
llegaban al templo para purificarse o, como era el caso en aquella jornada,
postular a ser el ayudante del gran monje.
JingHao se sentó con cierta dificultad sobre dos mullidos
cojines de seda, rojos con ribetes amarillos, mientras intentaba concentrarse
por unos minutos. Al hacerlo, al despegarse de las sensaciones de sus sentidos
a medida que se sumergía en la profundidad de su alma, dejó de sentir sus
huesos doloridos por la edad, el asma que le atenazaba cada noche y el
acelerado palpitar de su corazón. Las infusiones de miel y ajos que los médicos
le habían prescrito no habían dado ningún resultado y los jarabes de sauce y jengibre
sólo le aliviaban por unas pocas horas. Él sabía bien lo que todo ello
significaba. Era el momento de elegir un pupilo, un joven que tuviese la mente
limpia y la voluntad ardorosa, la conciencia clara y la compasión como máxima
virtud, alguien que pudiera sustituirle cuando lo inevitable sucediera y él
pudiera descansar su espíritu.
Frente al viejo, una veintena de hombres esperaban
respetuosos. Habían llegado exhaustos hasta Bapei-Lu, hambrientos y sudorosos,
sucios por el polvo del camino y desanimados por el esfuerzo. Más de dos
centenares habían iniciado la ruta pero muy pocos habían sido capaces de
perseverar hasta el templo. Algunos habían muerto en el trayecto y un par de
jóvenes de la aldea de Mai-Lai habían simplemente desaparecido sin que ni el
cielo ni la tierra dieran fe de qué había ocurrido. Todos los que se sentaban
frente a JingHao eran personas de bien, humildes, que esperaban ser elegidos
por el maestro no para satisfacer su orgullo sino para servir, para ser
mejores, para progresar en su camino de ascensión en el conocimiento del cosmos.
No podía ser de otra manera porque el viejo monje hubiese detectado cualquier
atisbo de orgullo, de querer sobresalir sobre los demás, de buscar aquella
posición para sentirse superior a sus congéneres, y habría ordenado que
expulsaran al candidato.
Dos nuevos golpes de timbal, estos más sonoros, retumbaron
por la sala entre innumerables ecos. La nube de incienso lo cubría todo y
comenzaron los rezos, un murmullo grave y monótono que se colaba por entre las
paredes. Quizá estuvieron así, en sus letanías, concentrados en sus
pensamientos, por más de una hora, cansando sus cuerpos para que la energía que
les sobraba no cegara sus intenciones y los impulsos de la juventud no
arruinaran sus valores. Más tarde, les fueron entregados a cada uno de ellos una pequeña hoja de
papel de seda junto a una pluma de ánade y una diminuta
vasija de tinta. Debían escribir qué harían para ser merecedores de ayudar a
JingHao. La tinta era escasa y el papel muy frágil de modo que debían meditar mucho
qué ofrecerían, no se podían permitir dudas, errores, vueltas atrás.
Otra vez el macillo golpeó la membrana del bombo y comenzó el desfile. Por turnos, cada uno de
los candidatos se levantaba y entregaba su carta al gran monje que sonreía
invariablemente ante cada joven que se le acercaba. Luego, mandó sentar a todos
y él se volvió de espaldas, mirando a la gran estatua dorada de Buda, justo en
la tarima que bordeaba la escultura, llena de flores y de frutas en señal de
ofrenda. Meditó nuevamente por largo rato y fue tomando los papeles doblados
con cuidado uno a uno, pasando su arrugada y ampulosa mano sobre cada uno de
ellos. Cualquiera que no haya estado en Bapei-Lu pensará que es imposible pero
lo cierto es que, con ese simple roce de sus dedos sobre las misivas, el monje
fue ya capaz de percibir la pureza de corazón y el coraje de servicio de cada
muchacho que allá se sentaba. Cuando acarició una de las cartas sintió que la
había escrito un aspirante fiel e inteligente, estudioso y firme de convicción,
pero un trémolo de su espíritu le hizo saber por instinto que flaquearía ante
pruebas duras, que no sería capaz de intentar subir a las montañas azules para
salvar a un perdido explorador. En otro caso, percibió un intrépido ser,
dispuesto a dar su vida por los demás, capaz de defender la justicia contra los
poderes más crueles, fiel hasta la muerte a sus amigos pero, aun sin desdoblar
el papel, supo que era soberbio, que en ocasiones sentía el placer efímero del
triunfo, de la adulación.
Por fin, se quedó con tres e hizo que el resto se
despidiera. Supo que no se había equivocado en su elección porque las
conversaciones quedas o la simple mueca de decepción en el rostro de muchos de
ellos le indicaron que no eran humildes suficientemente, que se consideraban
más y mejor que los seleccionados, que no sabían aceptar la derrota con
espíritu de servicio, que no se alegraban lo suficiente por el éxito de sus hermanos.
El sol estaba ya cayendo y jirones rosados volaban de lado a
lado sobre un cielo en el que ya
brillaba Venus. Sería una noche muy fría porque las aves se habían recogido
antes de tiempo y las gotas que la fuente había salpicado sobre el pavés del
jardín se veían brillantes y densas. Un ayudante prendió una pequeña estufa de
leña y un sinfín de pavesas revolotearon alrededor.
JingHao se mantuvo callado por otra hora, mirando a los tres
candidatos que había seleccionado tan sólo con las vibraciones de sus deseos.
Les estuvo observando, confirmándose a sí mismo que eran adecuados, que
rebosaban compasión y virtud. No cenarían hasta que él decidiera, porque el estómago lleno es mal
consejero. Tan sólo beberían agua clara y siempre en la menor cantidad posible
para mantener ágil el pensamiento.
Por fin, cuando la noche se había cerrado sobre las montañas
azules y el alma de Pai-Pai ya no podía sentirse, habló:
-
Sois puros, sois valientes, sois entregados y
compasivos, sois mejores que yo sin duda y yo os saludo y os admiro porque
habéis sido capaces de llegar hasta aquí- se detuvo para observar si alguno de
ellos se sentía movido al orgullo por aquellos halagos pero ninguno pareció
inmutarse. Eran humildes y no deseaban su propio ensalzamiento. Esto satisfizo
al monje, que continuó así- Los tres podéis ser grandes ayudantes, futuros monjes de
Pai-Pai, dignos seres del mundo. Pero he de elegir a uno y ahora estoy obligado
a leer vuestros deseos, vuestros propósitos, lo que antes habéis escrito en
estos leves papeles, lo que aspiráis y lo que perseguís en la tierra. Los leeré
ahora, aquí, delante vuestro. Luego, meditaré y os daré a conocer mi decisión.
Los jóvenes asintieron con la cabeza, mostrando en sus ojos
lo hermoso de su corazón y su confianza en que habían pedido lo correcto, que
habían escrito aquello que con toda su alma consideraban bueno, no lo que haría
que fuesen admirados.
JingHao abrió el primero de los papeles y lo estudió
lentamente, guardando para sí lo que contenía, lo mismo hizo con el segundo y,
por fin, repitió el acto con la tercera de las cartas. Luego, como había anunciado, volvió a
girarse, bebió un sorbo pequeño de agua y se hundió en sus dilemas. El timbal
anunció cada cuarto de hora en un ritual repetido durante milenios. La luna,
casi llena, alumbraba una caravana de espesas nubes que se acercaban lentamente
desde la lejanía. Llovería, quizá una tormenta que siempre era eléctrica a aquella
altura. Un buen presagio, pensó el viejo hombre, señal de que las fuerzas
espirituales señalarán con artificios la elección.
Tardó mucho más de la cuenta pero los discípulos se
mantuvieron alerta, recitando sus rezos, con la vista fija en la espalda del
monje y la estatua dorada. Estaban tan ensimismados en sus pensamientos que ni
se percataron de que JingHao se daba la vuelta con su decisión ya tomada.
Esperó unos segundos a tomar su atención y, suavemente, con un hilillo de voz,
dijo:
-
Mi elegido es Ren-Tsé.
Ninguno hizo ademán alguno. Ni el elegido mostró alegría ni
los otros decepción y el monje supo, además, que no era apariencia sino que de
veras así lo sentían.
-
¿Deseáis saber el porqué de mi elección? –
preguntó de pronto.
Ninguno contestó.
-
Sois puros, dignos de Pai-Pai y siento que verdaderamente
no necesitáis razón alguna, que aceptáis el destino y la voluntad de los
mayores tal como vienen, felices, pero aun así quiero compartir con vosotros
mis pensamientos.
Un ayudante trajo un perol con qingke y mantequilla del que
nadie probó bocado.
-
Miu-Lai ha escrito que su deseo es adquirir tres
virtudes. La primera, la pureza, quiere ser puro de conciencia al punto que
pueda morir sin recordar afrenta alguna a sus semejantes. La segunda, la
bondad. Aspira a no herir jamás a nadie en toda su vida de palabra ni de
pensamiento. La tercera, la generosidad, puesto que afirma que dará todas sus
pertenencias, las que hoy posee y las que alguna vez llegue a tener, a los
pobres. Y yo creo en que estos deseos de virtud son de corazón.
Los otros dos jóvenes miraron a Miu-Lai y sinceramente le
admiraron pero este sólo sintió el deseo de poder cumplir todo aquello porque
era bueno para el mundo, no para que le admiraran.
-
Lhe-Tao ha escrito que también se esforzará en
lograr tres virtudes. La primera, la sabiduría porque estudiará día y noche
para conocer todo lo que los sabios anteriormente han descubierto y así poder
ayudar a cualquier que lo necesite. La segunda, la virtud de enseñar la verdad
porque bajará a las praderas y trabajará sin apenas dormir para enseñar a leer
a los niños de los valles. Por último, la tercera, es la templanza y la frugalidad, porque promete
comer sólo un ligero plato cada día por el resto de su existencia para que
otros puedan comer por él. Y yo creo en que estos deseos de virtud son de corazón.
Se admiraron mutuamente pero no a sí mismos. JingHao
prosiguió.
-
Por fin, Ren-Tsé, a quién he elegido, sólo ha
escrito un deseo. No aspira a grandes metas, no aspira ser sabio, ni frugal,
ni generoso, ni puro. Sólo ha consignado que desea poder no enfadarse tanto con
sus hermanos cuando estos hacen algo que no le complace. Por eso le he elegido.
Los tres jóvenes se miraron con sorpresa, sin comprender al
monje, sin entender lo que sus ojos mostraban. A todas luces, el propósito de
Ren-Tsé era mucho más modesto que los de sus compañeros, hasta el propio Tsé lo
entendía así. A lo que aspiraba el elegido era insignificante en comparación
con los retos titánicos de los otros muchachos. No juzgaban al maestro, no sentían
envidia, sólo querían entender sus razones y así lo intuyó JingHao.
-
Para cualquier persona es siempre mucho más
arduo y difícil desprenderse de uno sólo de sus defectos que adquirir cien
virtudes. Aprended esto.
Llovía y las gotas repiqueteaban con fuerza sobre el tejado
del templo. Algunos truenos lejanos competían con el monótono golpe del timbal que
anunciaba el discurrir del tiempo.
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