Cerró la puerta del pabellón dieciséis tras de sí y caminó
por la larga nave sin atender a los gritos que provenían del exterior. Sus
pasos resonaron en un eco distante y rutinario.
-
Treinta y un años trabajando en el mantenimiento
de la acería –pensó, mientras comprobaba en la pequeña fiambrera que se había
traído la pescadilla frita que había sobrado el día anterior.
Se encargaba del turno de noche que, ahora en verano, era
llevadero. Recordó que se había apuntado a ese horario a los tres o cuatro años
de comenzar en el trabajo, cuando el director Schenbem, un alemán de la casa
central que hablaba un español horrible, pidió voluntarios. Las condiciones no
estaban mal, un cincuenta por ciento de extras y diez días más de vacaciones a
cambio de dormir siempre con una cortina bien tupida que evitase el fulgor del
sol y unos tapones de oído que le aislaran del tráfico de la calle, ya que su
apartamento estaba en pleno centro.
Volvió a escuchar gritos en el exterior y se propuso no
desesperarse. Llevaban ya cuatro o cinco días allá. Buscaban a alguien, al
parecer, pero él no hacía mucho caso porque estaba preocupado con la artesa
número siete. Encendió las luces y se preguntó porque no las habían prendido antes. Había engrasado cuidadosamente la leva de apertura y, sin
embargo, el giro no era uniforme. Eso podía ser fatal, aquello no era un
proceso que admitiera errores. El acero fluido, a más de mil grados de
temperatura, se vertía directamente desde el convertidor en la artesa para,
después, caer lentamente hacia la colada. Si el dispositivo no efectuaba la
apertura en el momento justo, el metal líquido se enfriaba y se solidificaba bloqueando
todo el sistema. La labor de limpieza era penosa con sus compañeros utilizando
sopletes para ir cortando, poco a poco, en una fatigosa operación, los pegotes
de acero adheridos a la maquinaria. Mientras él fuera responsable de
mantenimiento, eso no ocurriría, se juramentó. Aquel eje giraría y él se
encargaría de que así fuera.
Dejó la fiambrera y sus utensilios en el armario y se dirigió
a la artesa. Activó un par de veces el mecanismo y se percató de que el
problema persistía. Lo desmontaría aquella misma noche, lo limpiaría
concienzudamente, lo engrasaría y lo volvería a montar.
Muy lejos, escuchó el golpe estridente del portón al
cerrarse. Alguien habría entrado aunque no podía saber quién sería. Las últimas
noches habían sido movidas, con visitantes que no conocía y a los que había
visto desde lo alto del puente grúa a donde había subido para manejar mejor las
piezas que necesitaba transportar hasta la artesa. Parecía que buscaban a
alguien y, en todas las ocasiones, miraron durante unos minutos y se marcharon
lo cual él lo consideró una bendición porque le permitió proseguir con sus tareas
sin interrupciones. Cuando el sistema de giro estuviese arreglado, preguntaría
por ahí a qué se debía todo el ajetreo de la semana.
Mientras comenzaba a desmontar el mecanismo, se dejó llevar
por los recuerdos de muchos años. Era un melancólico y siempre había sido
consciente de ello, al menos desde que Montse le había dejado tantos años
atrás.
-
Estás chiflado, prefieres a esa maldita fábrica
que a mí – le había gritado cuando se metió en el taxi.
Él no pudo seguirla aunque la amaba mucho porque aquel día,
precisamente aquella tarde, se había parado el convertidor número seis y le
esperaban sin falta los compañeros. Así que- recordaba- hizo de tripas corazón
y marchó al trabajo. Al menos, pudieron recomponer el gran tanque para que la
producción no parara. Trató de buscarla pero, por una razón u otra, siempre
estuvo demasiado ocupado. Lo cierto es que sabía que le había quedado una
nostalgia perenne en el rostro y en el alma que sólo se aliviaba enfrascándose
en el trabajo.
Escuchó pasos. Eran varias personas, sin duda. Debían estar
en el horno número tres, al fondo de la nave a juzgar por dónde provenía el
sonido. Imaginó que era una repetición más de lo acaecido las noches
anteriores, una pesadez que interrumpía el buen funcionamiento de la acería.
-
¿Señor Dicastro?- alguien gritó aún a lo lejos-
¿Está usted ahí?
¿Le buscaban? Él era Juan Dicastro, jefe de mantenimiento de
aquellos altos hornos, empleado modélico de la empresa durante tantos años. El
rodamiento dichoso no quería salir y tuvo que concentrarse en observar la
posición del extractor, golpeó un par de veces el vástago y realineó el
mecanismo pero todavía no se movía.
-
¿Está usted ahí señor Dicastro?- volvió a
escuchar, esta vez a menos distancia.
No se volvió porque, en ese preciso instante, el rodamiento
pareció despegarse del eje. Ahora entendía lo que estaba pasando. La calamina
se había comprimido y actuaba como soldadura entre los dispositivos. Traería un
disolvente para facilitar el desmontaje. Cuando se giró para dirigirse al
almacén y traer el pote de ácido, se topó de bruces con tres personas.
-
¿Señor Dicastro?- preguntó uno que iba vestido
de policía.
Así pues, pensó, debía ocurrir algo grave si la policía
estaba involucrada. El segundo individuo vestía un traje oscuro con corbata
amarilla y el tercero llevaba una bata que le pareció de médico aunque estando
en una acería quizá se tratara de un empleado del laboratorio.
-
Debe acompañarnos, señor Dicastro. No se
preocupe, todo va a ir bien.
-
¿Acompañarles a dónde? ¿De qué me hablan? ¿Ha
sucedido algo en la planta?
-
Su familia está preocupada, lo sabe bien.
Acompáñenos y aclararemos todo esto.
-
¿Aclarar, qué?- contestó Juan, que comenzaba a
molestarse- ¿De qué me hablan?
-
Las instalaciones son peligrosas, señor
Dicastro. Usted corre riesgo aquí, cualquier viga se puede desprender, esto
está muy oxidado y abandonado.
Aquello le calentó el cerebro y la sangre. ¿Abandonado,
siendo él jefe de mantenimiento?
-
¿Quién es usted?- vociferó al tiempo que veía
que el tipo de la bata tomaba una jeringuilla en su mano derecha.
-
Tranquilícese, señor Dicastro. Todo va a ir
bien. Ahora, debemos salir de aquí. El señor notario, aquí presente, le puede
mostrar la orden judicial si lo desea. Es hora de volver a casa antes de que
suceda algún accidente.
Intentó caminar hacia atrás pero el policía le agarró
fuertemente. Era un tipo rudo y alto y Dicastro no puedo zafarse. Sin mediar
palabra, el de la bata le clavó la aguja en el antebrazo derecho y le infiltró
alguna sustancia. Trató de liberarse pero los ojos se le cerraron y la voluntad
le abandonó. Lo último que llegó a percibir ligeramente fue el destello rojo e
intermitente de lo que parecía ser una ambulancia que entraba por los pasillos.
-
Bueno, nos lo llevamos al hospital.- dijo el
médico- Ya veremos qué padece pero tiene toda la pinta de que está como una
regadera. A saber qué ha estado haciendo aquí tanto tiempo.
-
¿Le llevo al despacho?- preguntó el policía al
hombre del traje.
-
Sí, se lo agradecería. Me da no sé qué estar
tanto rato en estas instalaciones a punto de derrumbarse.
-
Lo que no me explico es por qué no lo habíamos encontrado
antes- el médico hizo un gesto a la ambulancia para que se acercara.
-
Se escondería al escucharnos. Algunos vecinos
llevaban años denunciando que entraba gente por la noche, que se encendían algunos focos, pero siempre pensamos
que eran yonquis o furcias- replicó el agente- nada que mereciera la pena investigarse.
-
Hasta que la hija que vivía en Alemania regresó
la semana pasada y dio el aviso, ¿no?- contestó el médico.
-
Eso es, se llevó un susto de muerte al saber que
la factoría había cerrado hacía diez
años. Su padre le escribía, en cada carta, acerca de lo contento que estaba en
su puesto de jefe de mantenimiento y le contaba detalles de cada máquina que
reparaba.
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