La casa, en el número noventa y uno de la avenida justo detrás del tilo centenario, tiene una cancela que ya no encaja bien y cuyo gozne chirria las más de las veces. Al cruzar la puerta, a la izquierda, más allá de los buzones alineados en filas y columnas hay una escalera empinada de esas en que los escalones son todos distintos como si los años y los movimientos de los muros les hubieran dotado de personalidad. Al fondo, siempre sumido en la oscuridad a la que obliga la bombilla que el jefe del portal nunca cambia, hay un cuartucho donde se guardan las escobas y unos cuantos cachivaches que sirven para limpiar el corredor. En la primera planta hay un descansillo amplio, repleto de la luz que penetra a raudales por un ventanal dieciochesco que el arquitecto, caprichoso, plantó justo donde no debería estar. No hay ascensor y el inquilino debe forzosamente pasar junto a él. A veces, sobre todo por las mañanas, hay gorriones que se persiguen hasta que, agotados del juego, se detienen en el alfeizar y miran curiosos al que sube o al que baja. La vecina del quinto, que está bastante rara desde que – se cuenta- un novio alemán la abandonó sin darle explicaciones, riega unos tiestos de petunias a los que parece entregar todo el amor que el tudesco no quiso aceptar. El color siena de las paredes es como una pantalla de cine y refleja las nubes caprichosas en los días claros o el cielo encapotado en las jornadas de tormenta triste. A veces, la escalera parece llenarse de las almas de todos los inquilinos que habitaron la casa. Unos, como el anciano que vivió en el cuarto durante décadas, parecen no querer marchar definitivamente y se aferran a los recuerdos del edificio; otros, como la pareja joven que apenas duró un año en el segundo, siguen discutiendo entre las sombras; alguno, como yo mismo, sigo buscando dónde se quedó el amor perdido que me besaba junto al ventanal del rellano cuando nadie más subía o bajaba.
4/5/09
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