Testigo de uno mismo (Visor Libros, 2008) de Mario Benedetti es una obra sabia, de madurez, de esas que no contienen versos que se recuerdan en la primera lectura, donde no hay versos brillantes pero que contiene poemas profundos que necesitan ser digeridos con lentitud para que perduren. No es su poemario más hechizante, no será la colección poética más popular de Benedetti en el recuerdo general, pero es un placer leerla.
Testigo de uno mismo se estructura en tres secciones. Una primera compuesta de 80 poemas con profusión de verso libre, una segunda sección que alberga sus veinte Sonetos de un testigo, mientras que los últimos treinta poemas - Siembras y cosechas- presentan una gran libertad de composición. Benedetti, sin embargo, utiliza un recurso estilístico que seguramente no aporta casi nada, cual es sustituir las comas por barras inclinadas.
Se trata una obra que mira a la vida después de haber acumulado muchas experiencias, pero sin darla nunca por terminada. Por el contrario, se permanece siempre esperando nuevas sensaciones. Hay añoranza, sin duda, pero no por un tiempo pasado que siempre fuera mejor sino por las cosas buenas e importantes que a uno le suceden con los años, que por buenas deben ser repetidas y cuyo recuerdo nos da fuerzas para afrontar el futuro.
Con la vida, uno aprende a mirarse a sí mismo y no sólo a lo que sucede fuera de nosotros (En un Café, Soliloquio). Con los años se reconoce la superioridad vital de la bondad, de la sencillez, de la honradez ( A un hombre humilde).
Testigo de uno mismo se estructura en tres secciones. Una primera compuesta de 80 poemas con profusión de verso libre, una segunda sección que alberga sus veinte Sonetos de un testigo, mientras que los últimos treinta poemas - Siembras y cosechas- presentan una gran libertad de composición. Benedetti, sin embargo, utiliza un recurso estilístico que seguramente no aporta casi nada, cual es sustituir las comas por barras inclinadas.
Se trata una obra que mira a la vida después de haber acumulado muchas experiencias, pero sin darla nunca por terminada. Por el contrario, se permanece siempre esperando nuevas sensaciones. Hay añoranza, sin duda, pero no por un tiempo pasado que siempre fuera mejor sino por las cosas buenas e importantes que a uno le suceden con los años, que por buenas deben ser repetidas y cuyo recuerdo nos da fuerzas para afrontar el futuro.
Con la vida, uno aprende a mirarse a sí mismo y no sólo a lo que sucede fuera de nosotros (En un Café, Soliloquio). Con los años se reconoce la superioridad vital de la bondad, de la sencillez, de la honradez ( A un hombre humilde).
Con la edad se aprecian la paz y la cordura pero siempre se echa de menos la pasión, el tumulto de un amor (Cosas del Viento o El ocio) y se es consciente de que conviene alejarse de la quietud, incluso cuando llega la vejez:
Llega un instante en que nos abandona
y allí nos deja quietos como estatuas
Entonces añoramos los ciclones
las turbulencias y los vendavales
Seguimos buscando la fascinación de lo prohibido (Prohibido):
Lo permitido nos aburre un poco
y lo prohibido es lo que más se quiere
Lo permitido enciende sus velitas
y lo prohibido viene con su duende.
Ya uno conoce que la vida es apuro, es lucha, es esfuerzo (A salvo); que se ha aprendido de todos y de todo, que todo ha sido útil, incluso los traidores o las propias traiciones (Un enemigo). Y siempre desea uno seguir aprendiendo (Aprendizaje) y conseguir que, con suerte, nuestro legado merezca el recuerdo de alguien querido cuando ya nos hayamos marchado (Lejanías, Soneto con los míos). Se es consciente de que la vida es breve pero es mucho mejor que la nada posterior (Pasajeros).
Y, a pesar de todo, por encima de todo, importa el amor vivido (Amor y adiós)
Ignoro si me espera un Más Allá
y lo callo a sabiendas/ como un rito
Importa lo que tuve entre las manos
y para mi congoja se deshizo.
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