En verano, con el calor y las risas de gente que conversaba sentada en las terrazas, era un poco más complicado mantener a raya a los recuerdos. En verano, Lorenzo se sentía fuera de juego como si el mundo le exigiese un estado de ánimo alegre que él no estaba en condiciones de ofrecer. Si se metía en la cama, daba vueltas y revueltas en interminables horas por las que discurrían memorias de amores pasados y esperanzas de quereres futuros. Si quedaba para tomar una copa con los compañeros de la oficina, le decían que era un aburrido o, por el contrario, acababa tan borracho que se pasaba de charlatán. Así que prefería entrar en el bar de la alameda, justo donde acababa el parque y las cuatro farolas de hierro forjado intentaban alumbrar la noche con unas esferas amarillas que apenas iluminaban. Se sentaba en uno de los taburetes y pedía una cerveza. O, un brandy los días en que estaba más melancólico. No era un sitio muy concurrido, pero el barman ponía buena música. Sobre todo jazz. Así, al abrigo acaramelado de un saxo triste, pasaban las horas hasta que el sueño vencía y podía ir a casa sin temor a desvelarse.
Era jueves. Día de brandy. La había visto alguna que otra noche pero nunca la había mirado con atención. Aquella tarde sí lo hizo. No era muy guapa y su cuerpo no destacaba por nada de aquello que hace volver la mirada a un hombre. Tendría unos cuarenta. Leía un libro con atención y en su mesa había un vaso alto que parecía contener un gin tonic. Quizá fuera cosa del brandy porque, en estas cosas, ya se sabe que el alcohol ayuda pero lo cierto es que le pareció una mujer muy interesante. Si le hubiesen preguntado por qué, no hubiera sabido qué decir. Pensó que, sobre todo, era femenina sin saber muy bien qué significaba el ser femenina. La miró hasta que ella se percató de que la miraba. Luego ella le miró a él hasta que se aseguró que él se daba cuenta de que le observaba. Un rato más tarde, pidió permiso para sentarse a su lado y hablaron del libro que ella leía y de que la ciudad estaba bonita en verano y de que seguramente llovería más tarde porque el bochorno del estío siempre trae tormentas. Coincidieron en que les gustaba el jazz lento y que les enamoraba la voz de Dianne Reeves. Supo que se llamaba Maite y, viéndola de cerca, supo que las arruguitas que se le formaban junto a los labios cuando sonreía pedían besos a gritos.
El barman quiso cerrar y él se brindó a acompañarla a dónde hiciera falta porque ya se sabe que, a esas horas, las calles contienen peligros. Ella le dijo que ya era mayorcita pero que, bueno, que de acuerdo, que sería agradable charlar un poco más. Se puso a llover- como habían predicho- a medio camino. Tuvieron suerte porque lograron que un taxi se detuviera.
Se despertó abrazado a ella en un motel de las afueras. Maite le miraba. Él le acarició la nariz con dulzura.
- ¿Qué nos pasó? – susurró Lorenzo.
- Nada. No hay nada malo en que dos cuerpos que están solos se den refugio mutuo por un instante, ¿no? Sin antes y sin después.- contestó Maite, sonriéndole tiernamente al percatarse de su ingenuidad - Es como una noche de embriaguez, sólo que hemos llenado las copas de caricias y esperanzas en vez de alcohol. Pero, por la mañana, llega la resaca.
- Cuánto tardan las cosas buenas en llegar y qué pronto se van- volvió a tocarle la punta de la nariz.
- Siempre es así – buscó el sujetador y se levantó-. Lo horrible sería dejar pasar el momento.
- ¿Te veré esta noche?
- No sé si hoy necesitaré refugiarme de la lluvia.
Era jueves. Día de brandy. La había visto alguna que otra noche pero nunca la había mirado con atención. Aquella tarde sí lo hizo. No era muy guapa y su cuerpo no destacaba por nada de aquello que hace volver la mirada a un hombre. Tendría unos cuarenta. Leía un libro con atención y en su mesa había un vaso alto que parecía contener un gin tonic. Quizá fuera cosa del brandy porque, en estas cosas, ya se sabe que el alcohol ayuda pero lo cierto es que le pareció una mujer muy interesante. Si le hubiesen preguntado por qué, no hubiera sabido qué decir. Pensó que, sobre todo, era femenina sin saber muy bien qué significaba el ser femenina. La miró hasta que ella se percató de que la miraba. Luego ella le miró a él hasta que se aseguró que él se daba cuenta de que le observaba. Un rato más tarde, pidió permiso para sentarse a su lado y hablaron del libro que ella leía y de que la ciudad estaba bonita en verano y de que seguramente llovería más tarde porque el bochorno del estío siempre trae tormentas. Coincidieron en que les gustaba el jazz lento y que les enamoraba la voz de Dianne Reeves. Supo que se llamaba Maite y, viéndola de cerca, supo que las arruguitas que se le formaban junto a los labios cuando sonreía pedían besos a gritos.
El barman quiso cerrar y él se brindó a acompañarla a dónde hiciera falta porque ya se sabe que, a esas horas, las calles contienen peligros. Ella le dijo que ya era mayorcita pero que, bueno, que de acuerdo, que sería agradable charlar un poco más. Se puso a llover- como habían predicho- a medio camino. Tuvieron suerte porque lograron que un taxi se detuviera.
Se despertó abrazado a ella en un motel de las afueras. Maite le miraba. Él le acarició la nariz con dulzura.
- ¿Qué nos pasó? – susurró Lorenzo.
- Nada. No hay nada malo en que dos cuerpos que están solos se den refugio mutuo por un instante, ¿no? Sin antes y sin después.- contestó Maite, sonriéndole tiernamente al percatarse de su ingenuidad - Es como una noche de embriaguez, sólo que hemos llenado las copas de caricias y esperanzas en vez de alcohol. Pero, por la mañana, llega la resaca.
- Cuánto tardan las cosas buenas en llegar y qué pronto se van- volvió a tocarle la punta de la nariz.
- Siempre es así – buscó el sujetador y se levantó-. Lo horrible sería dejar pasar el momento.
- ¿Te veré esta noche?
- No sé si hoy necesitaré refugiarme de la lluvia.
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