Has de reconocer que el hacer pronósticos de futuro no se te da bien. Tras cenar juntos, hace muy poco, asegurabas que era prácticamente imposible que tuviésemos una velada mejor, con más magia, con más complicidad. Que el listón había quedado tan alto que sería imposible recrear el hechizo. Ahora, tú misma sabes que no sólo es posible superarlo sino dejarlo tan atrás que apenas ya se recuerda el anterior y, encima, sin siquiera proponérnoslo.
He de reconocer que yo he padecido una miopía de la que no era consciente. ¿Cómo ha sido posible que no percibiera antes todo el deleite de tu ser, la fascinante riqueza de tu vida? Es como si hubiese visitado un museo por décadas sin haberme percatado de la gloria de sus pinturas. Y de pronto, casi por azar, te miro con ojos nuevos y veo que tu interior alberga una esplendorosa y deslumbrante Capilla Sixtina -porque así es tu capacidad de amar, tu forma de ser, tu intelecto, tu expresión - que yo, ciego, nunca antes había observado. Pero ahora te veo y te disfruto, súbitamente, felizmente, aceleradamente, en las últimas semanas. Eres rica, barroca, encantadora, seductora, exuberante de pasión, admirable, llena de matices, objeto de poesía. Y quedo confundido, sin entender cómo no he sido consciente antes de toda esa maravilla. Quiero descubrirlo todo, deleitarme con cada rinconcito de tu ser, recuperar el tiempo de ceguera, embriagarme de las cosas que me cuentas y dejas que te cuente. Ahora, siento urgencia en conocerte. He sentido la caricia de tu piel y no sé por qué escribí una vez que me gustaban pocas e importantes cosas de ti. Importantes, siguen siendo. Pero son infinitud . Y además, sin buscarlo ni saber cómo, eres la persona que, literalmente, más conoce de mí en este mundo.
He de confesarte que te engañé el otro día. No me atreveré a reconocerlo ante tus ojos y, si alguna vez surge este asunto, negaré que lo he dicho o que lo he escrito. Afirmaré que todo es fruto de tu imaginación, que has debido entenderlo mal, que han boicoteado el blog.
Cuando regresábamos y miré al cielo, en la montaña, te dije que no había estrellas. Te mentí. Sí que las había, y muchas. Brillaban en lo alto y esperaban que yo detuviera el coche y bajáramos para verlas. Incluso, Saturno flotaba radiante para que lo disfrutáramos. Pero yo sabía que si paraba y las mirábamos, acabaría abrazándote y besándote, sin refreno posible. La noche confabulaba para que ocurriera. Así que mentí y dije que el cielo estaba cubierto de nubes. Tuve miedo. De mí. De ti. De que soplara el viento nuevo.
He de reconocer que yo he padecido una miopía de la que no era consciente. ¿Cómo ha sido posible que no percibiera antes todo el deleite de tu ser, la fascinante riqueza de tu vida? Es como si hubiese visitado un museo por décadas sin haberme percatado de la gloria de sus pinturas. Y de pronto, casi por azar, te miro con ojos nuevos y veo que tu interior alberga una esplendorosa y deslumbrante Capilla Sixtina -porque así es tu capacidad de amar, tu forma de ser, tu intelecto, tu expresión - que yo, ciego, nunca antes había observado. Pero ahora te veo y te disfruto, súbitamente, felizmente, aceleradamente, en las últimas semanas. Eres rica, barroca, encantadora, seductora, exuberante de pasión, admirable, llena de matices, objeto de poesía. Y quedo confundido, sin entender cómo no he sido consciente antes de toda esa maravilla. Quiero descubrirlo todo, deleitarme con cada rinconcito de tu ser, recuperar el tiempo de ceguera, embriagarme de las cosas que me cuentas y dejas que te cuente. Ahora, siento urgencia en conocerte. He sentido la caricia de tu piel y no sé por qué escribí una vez que me gustaban pocas e importantes cosas de ti. Importantes, siguen siendo. Pero son infinitud . Y además, sin buscarlo ni saber cómo, eres la persona que, literalmente, más conoce de mí en este mundo.
He de confesarte que te engañé el otro día. No me atreveré a reconocerlo ante tus ojos y, si alguna vez surge este asunto, negaré que lo he dicho o que lo he escrito. Afirmaré que todo es fruto de tu imaginación, que has debido entenderlo mal, que han boicoteado el blog.
Cuando regresábamos y miré al cielo, en la montaña, te dije que no había estrellas. Te mentí. Sí que las había, y muchas. Brillaban en lo alto y esperaban que yo detuviera el coche y bajáramos para verlas. Incluso, Saturno flotaba radiante para que lo disfrutáramos. Pero yo sabía que si paraba y las mirábamos, acabaría abrazándote y besándote, sin refreno posible. La noche confabulaba para que ocurriera. Así que mentí y dije que el cielo estaba cubierto de nubes. Tuve miedo. De mí. De ti. De que soplara el viento nuevo.
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