Hugo tuvo conciencia de que no quería parecerse a sus padres cuando le empezó a salir un bigotillo rubio, al poco de cumplir los doce. Es decir, supo que no tenía intención alguna de morirse pobre. Y mucho menos de vivir siempre apurado como sus progenitores lo habían hecho toda su vida. Borró pronto la cantinela que siempre oía en casa, aquello de más vale honra sin barcos que barcos sin honra. Porque, cuando llegó a los veinte, vio los yates del puerto deportivo y lo de la honra le pareció un atontamiento del espíritu en el que él no caería nunca. Marchó de casa con veintidós y se plantó, con dos maletas y un hambre enorme de éxito, en la capital.
Pero una cosa son los anhelos y otra la realidad. Le habían colocado de pasante en un banco y con el sueldo le llegaba para comprarse trajes de moda – y es que había que empezar por ser elegante si pensaba llegar a algo en la vida- y pagar la buhardilla pero para poco más. Las cartas de su madre le decían que debía sentirse orgulloso. Tener un trabajo fijo y un salario seguro, siendo tan joven, colmaba las aspiraciones de la anciana. Le decía que buscara una chica, que el hombre no debe estar solo. Siempre finalizaba diciéndole que rezaba mucho por él.
Las plegarias de la madre debieron surtir su efecto porque un año después le surgió su oportunidad. Un negocio del Banco en Sudamérica. Buscaban a alguien que fuera para allá un par de años y nadie quería ir. Decían que era peligroso. Ya se sabe. Que si los cárteles, que si la inseguridad ciudadana. Tonterías, pensó él, y se apuntó. Sin muchas esperanzas de que fuese el elegido. Pero, por esas chiripas de la vida, le cogieron. Su salario aumentó sustancialmente y además, como tenía los gastos pagados, su nivel de vida escaló muchos enteros. Pronto aprendió a manejar las cuentas apropiadamente. Das un diez por ciento de propina al taxista y este escribe un cincuenta por ciento más en el recibo; una buena propina al camarero y la nota de la cena se duplica. Vamos que, al final de mes, se sacaba un buen pellizco limpio de impuestos. El trabajo era sencillo y tenía tiempo libre. Hugo era trabajador, de modo que aprovechó las horas muertas para buscarse más oportunidades. Que si representante de una empresa aquí, de otra allá, comisionista de esto o aquello. Para cuando pasaron los dos años, vivía más que holgadamente y su posición profesional se había consolidado. Tenía un deportivo rojo – porque un deportivo que no sea rojo no es digno de tal nombre-, era dueño de una bonita casa que se revalorizaba cada año, socio del club de tenis, tenía el atractivo de los veinticuatro años y, como siempre lo había hecho, seguía vistiendo las mejores marcas. Su cuenta corriente tenía más recursos que todo lo que sus padres habían ganado en toda su vida.
Le ofrecieron quedarse otros tres años – para lo cual volvieron a aumentarle la retribución- y aceptó encantado. En Navidad habló con sus padres. Le preguntaron si estaba contento de lo bien que le iba y le dijeron lo orgullosos que estaban de él. Les contestó que sí, que tenía todo lo que siempre había deseado pero, cuando colgó el auricular, una sombra de pesar pasó por su mente. Porque no era cierto que se sintiera satisfecho. Ciertamente, a poco que las cosas le fueran medianamente bien, tenía la vida más que resuelta pero él quería más. Para empezar le faltaba el barco. Quería uno como aquellos del puerto deportivo. Y, sobre todo, quería la fama, el reconocimiento.
Conoció a María Eugenia una mañana de verano en el club de tenis. Ella hacía esfuerzos por golpear la pelota con la raqueta pero, todo hay que decirlo, sin ningún éxito. Hugo se ofreció a enseñarle, continuaron cenando en el restaurante del malecón entre farolillos de colores y las canciones de una pianista negra y acabaron el día acostándose en el mejor hotel de la ciudad, en la suite de la novena planta, con un bouquet de rosas y champán frío.
El verano fue magnífico. Su cuenta bancaria seguía creciendo, sus expectativas en el Banco eran cada vez mejores y el cálido abrazo de María Eugenia le envolvía cada noche. Se habían mudado cerca del puerto, a una de las mejores urbanizaciones y se había hecho construir una piscina en su casa. A final de año pidió un aumento de sueldo pero se lo negaron. Dijeron que ya estaba muy bien pagado y que su ascenso había sido meteórico. Quizá era el momento de estabilizar su carrera y perfeccionar su trabajo. Tenía un brillante porvenir pero habría de aguantar unos años.
Los yates del puerto le atraían tanto que muchas noches se desembarazaba de los brazos de ella y se sentaba en la terraza mirando cómo se mecían. El que el Banco deseara que se estabilizara en su posición actual era un contratiempo y aquello le inquietaba.
Fue en una recepción de la embajada – nunca supo muy bien por qué le invitaron- cuando conoció a aquel fulano que luego resultó ser de la competencia. Dudó mucho antes de aceptar el encargo pero la recompensa era buena. Sí, cierto que había un riesgo de que le pillaran. Al fin y al cabo, pasar informaciones de balances de compañías con las que trabajaba su propio Banco, no era lo que esperaban de él. Pero podía manejarlo. Tomó alguna precaución pero finalmente se decidió. Tres meses más tarde sentía la brisa de la mañana en su rostro cuando a bordo del “Renacimiento”- así llamó al dos palos de quince metros- cruzó frente al faro de poniente. Se había comprado una gorra de esas de marino dieciochesco, azul con un ancla dorada.
Se casó en otoño. Una tarde, poco después de la cena, María Eugenia le había preguntado si era feliz. Le sonrió y le dijo que claro, que cómo no iba a serlo si tenía todo lo que siempre deseó. Ella dijo que estaba cansada y que iba a acostarse. Él se sentó en la butaca del salón, encendió un pitillo y tomó aquella revista de aviones. Allá aparecía retratado un jeque de impronunciable nombre con su nuevo jet privado, decorado con toda clase de detalles en su interior. La grifería de oro le pareció un detalle estupendo. Cuando llegó la primavera lo tenía decidido. No quería esperar años para tenerlo y aunque el contacto de la competencia le seguía dando algunos encargos, aquello no era suficiente.
Conoció a María Eugenia una mañana de verano en el club de tenis. Ella hacía esfuerzos por golpear la pelota con la raqueta pero, todo hay que decirlo, sin ningún éxito. Hugo se ofreció a enseñarle, continuaron cenando en el restaurante del malecón entre farolillos de colores y las canciones de una pianista negra y acabaron el día acostándose en el mejor hotel de la ciudad, en la suite de la novena planta, con un bouquet de rosas y champán frío.
El verano fue magnífico. Su cuenta bancaria seguía creciendo, sus expectativas en el Banco eran cada vez mejores y el cálido abrazo de María Eugenia le envolvía cada noche. Se habían mudado cerca del puerto, a una de las mejores urbanizaciones y se había hecho construir una piscina en su casa. A final de año pidió un aumento de sueldo pero se lo negaron. Dijeron que ya estaba muy bien pagado y que su ascenso había sido meteórico. Quizá era el momento de estabilizar su carrera y perfeccionar su trabajo. Tenía un brillante porvenir pero habría de aguantar unos años.
Los yates del puerto le atraían tanto que muchas noches se desembarazaba de los brazos de ella y se sentaba en la terraza mirando cómo se mecían. El que el Banco deseara que se estabilizara en su posición actual era un contratiempo y aquello le inquietaba.
Fue en una recepción de la embajada – nunca supo muy bien por qué le invitaron- cuando conoció a aquel fulano que luego resultó ser de la competencia. Dudó mucho antes de aceptar el encargo pero la recompensa era buena. Sí, cierto que había un riesgo de que le pillaran. Al fin y al cabo, pasar informaciones de balances de compañías con las que trabajaba su propio Banco, no era lo que esperaban de él. Pero podía manejarlo. Tomó alguna precaución pero finalmente se decidió. Tres meses más tarde sentía la brisa de la mañana en su rostro cuando a bordo del “Renacimiento”- así llamó al dos palos de quince metros- cruzó frente al faro de poniente. Se había comprado una gorra de esas de marino dieciochesco, azul con un ancla dorada.
Se casó en otoño. Una tarde, poco después de la cena, María Eugenia le había preguntado si era feliz. Le sonrió y le dijo que claro, que cómo no iba a serlo si tenía todo lo que siempre deseó. Ella dijo que estaba cansada y que iba a acostarse. Él se sentó en la butaca del salón, encendió un pitillo y tomó aquella revista de aviones. Allá aparecía retratado un jeque de impronunciable nombre con su nuevo jet privado, decorado con toda clase de detalles en su interior. La grifería de oro le pareció un detalle estupendo. Cuando llegó la primavera lo tenía decidido. No quería esperar años para tenerlo y aunque el contacto de la competencia le seguía dando algunos encargos, aquello no era suficiente.
María Eugenia supo que Hugo estaba caminando por terrenos de fango cuando descubrió una nota sobre un cargamento que debía descargarse en una rada remota. Primero lloró, luego golpeó los muebles con rabia y finalmente se decidió a preguntárselo. Discutieron agriamente y él prometió dejarlo.
- Tenemos todo lo que podemos desear en dos vidas, Hugo – le había dicho, sollozando- No nos lleves al infierno.
- Tenemos todo lo que podemos desear en dos vidas, Hugo – le había dicho, sollozando- No nos lleves al infierno.
Unas semanas más tarde, una llamada que ella contestó le puso en aviso de que Hugo seguía en aquellos negocios.
- ¡O lo dejas o me marcho, Hugo! – le espetó altiva, firme, con los ojos rojos de llorar pero decididos.
Él mismo le pidió el taxi y le dijo que volviera si lo pensaba mejor. No miró por la ventana cuando ella marchó. Abrió la computadora y comprobó que el fabricante de los aviones le confirmaba el plazo de entrega de su nueva aeronave. Había un fichero adjunto con los nuevos modelos de turbojets, más avanzados y cómodos. Le gustaron.
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