Abrió la cajita que guardaba en el cajón inferior de la mesilla e introdujo el billete de cinco pesetas que había conseguido aquella tarde, no sin antes comprobar su número de serie. No era, tampoco, el S-3453783. Había sentido el pálpito de que el niño iba a llegar con un pan bajo el brazo. Bien sabía Dios que lo necesitaban, pero el billete tenía otra numeración. No era cosa de caer en el desánimo porque mañana habría otra oportunidad. Tendría que mantener la esperanza. Cerró la caja y se dispuso a salir. Su esposa y el hijo recién nacido esperaban en la Maternidad a que regresara con algo de ropa limpia.
Mientras caminaba por la cuesta de Ategorrieta, en un anochecer que comenzaba a ser algo frío, intentó calcular sus probabilidades. Tendría ya quince o dieciséis billetes escondidos, unas ochenta pesetas, que no era poco. ¿Pero cuántos billetes habría en circulación? Supuso que muchos millones, así que no había que ser muy ducho en aritmética para prever que lo más normal sería tener otra decepción al día siguiente.
Intentó pensar en otra cosa mientras observaba las luces de colores que habían colgado en algunos árboles y se detuvo a mirar el Nacimiento que habían montado en la parroquia. Desde fuera, llegaba atenuado el sonido del Noche de Paz que algún coro aficionado estaba interpretando. No era acólito de la iglesia, aunque, quizá, a su manera, creyera en Dios siempre que los curas no se le acercaran. Lo que sí le gustaban eran los belenes, con sus figuritas de barro y sus ríos de papel de chocolate, y le encantaba el ambiente navideño. Quién iba a pensar que iría a pasar las fiestas en la Maternidad. Pronto, las calles se vaciarían porque en Nochebuena la gente se retiraba pronto para estar con los suyos. Él volvería tarde a dormir. Los suyos estaban ahora en aquel hospital.
Tocó dos veces en la puerta de la habitación y entró. María, apenas veintitrés años, estaba dándole el pecho al bebé mientras lo miraba con adoración. Feliu, nueve años mayor, dejó la bolsa con la ropa en la silla y se sentó al lado. Era un niño guapísimo. Sí, ya sabía que todos los padres ven a sus hijos como los más preciosos; que todos los bebés del universo son maravillosos; pero este era su hijo, su primogénito, así que era el más bonito de todos, sin duda alguna.
− Has tardado mucho. ¿No encontrabas la ropa?
− Sí, sí, pero regresé andando. Ya sabes, no estamos como para coger taxis en cada viaje.
− ¿Hace frío?
− Sí, un poco ahora que se ha puesto el sol, pero el día ha sido casi primaveral. ¿Qué tal te encuentras? ¿Y el chiquitín?
− Bien, bien. La matrona me ha revisado y estoy bien. Me ha dicho que, dado que mañana es Navidad, no me mandarán para casa hasta el viernes cuando pronto. Y, ya ves, el niño duerme y come como un bendito.
− ¿Ya te han dicho si hemos tenido suerte con el cochecito?
− No hay nada oficial aún. La enfermera me ha dicho que tienen que revisar las actas de nacimiento. Pero, no me ha dado esperanzas. Ya sabe que hoy han nacido al menos un par de niñas. Así, que estos están más cerca porque el plazo es la medianoche de hoy, de Nochebuena.
− Vaya – repuso Feliu con un tono de frustración. Habría que esperar a ver si con los billetes de cinco pesetas sonaba la flauta. Pero no le contó nada de ello a su mujer. Se reiría.
María y Feliu se habían casado, tras un noviazgo de casi dos años, a principios de aquel mismo año, 1957, que había resultado lleno de escaseces, trabajo y esfuerzos. Ella debió quedar encinta muy pronto, no más tarde de marzo, porque el niño había venido al mundo ayer por la noche. Apenas tenía un día de vida y no sabían decir a quién se parecía, aunque la madre de María aseguró que era clavado a un primo cuarentón que había viajado a Argentina y al que la iba muy bien en Buenos Aires. Dijo que aquello era una buena señal del cielo y nadie se atrevió a negárselo.
El país, atrapado en una autarquía sin libertad, no era fácil de vivir para los descendientes de los perdedores, aún ya casi veinte años después. Era impensable encontrar un puesto de funcionario, incluso de conserje o celador, si el pedigrí familiar no mostraba suficiente adherencia al régimen durante décadas. Feliu trabajaba en un taller de bolsos de cuero y, dentro de lo que había, su sueldo, de unas mil pesetas mensuales, les había bastado para ir tirando, pagar el alquiler de la buhardilla donde vivían, comer de puchero y muchas sardinas, permitirse ir algún fin de semana al cine y preparar algo de ropita y una cuna de madera, para el bebé. Habían hablado de ir a ver “David Crockett, rey de la frontera” al cine Miramar el día de Navidad, pero era evidente que El Álamo debería esperar otra ocasión.
Lo que más había afligido a la pareja en los últimos meses era el cómo poder comprar el cochecito. María quería un inglés, de los que se habían puesto de moda por aquel entonces. Tenían ruedas grandes, barquilla azul y blanca, suspensiones de barras curvas con ballestas que recordaban a las de las berlinas londinenses, y una capota robusta y fácil de mover. No, no aspiraba a uno de la marca Arrue, todo cromado y plegable, la que compraban los adinerados que paseaban frente al Náutico o comían en el Gran Kursaal. Le bastaba cualquier otro modelo similar, pero deseaba para el pequeñín un capazo confortable que le protegiera del frío y el agua. Con las medidas que les dieron en una tienda habían comprobado que entraba en el ascensor del edificio porque, viviendo en un ático del sexto piso, resultaba imposible subir y bajar el coche a pulso.
Al principio, sólo pensaron en ahorrar las cuatrocientas pesetas que costaba pero, a medida que avanzaba el embarazo, se dieron cuenta de que era mucho dinero y que, quizá, la suerte les favorecería y acotaría el esfuerzo necesario. Las fechas daban para ello. Y esto era así porque, cada Navidad, una firma local, la casa Villar, regalaba un coche, un inglés, a los padres del niño que hubiera nacido más cerca de las doce de la noche de la Nochebuena. Realmente, llegaron a ilusionarse con que el premio sería para ellos. El domingo 22, María no tenía aún contracciones ni nada auguraba que el parto sería ya mismo. Estaba salida de cuentas y la cosa debía estar al caer, pero aún no notaba que la hora había llegado. Debía aguantar un par de días más, sólo un par, y con suerte, el bebé nacería justo el día de Nochebuena y, quizá, quizá, muy cerca de las doce de la noche.
Sus sueños se truncaron justo al amanecer del lunes 23 cuando los dolores se presentaron y y María rompió aguas. Aún así, primeriza, podía tardar muchas horas en alumbrar a la criatura pero esta, ajena a las cuitas de sus padres, asomó la cabecita hacia las diez de la noche del 23. Un día de adelanto, algo que habrían de recordarle reiteradamente al nuevo habitante del mundo, cuando este llegó a adulto. Mucha carambola sería que no naciera ningún otro niño durante todo el día de Nochebuena. Sí, aún no había nada oficial, pero lo dieron por perdido. El coche de la casa Villar sería disfrutado por otra familia, alguna madre de las que estaban en alguna de las camas de la planta segunda.
Así pues, deberían ingeniárselas para conseguir el dinero o pagarlo a plazos, ahorrando algo cada mes del, ya de por sí, escaso salario.
− Saldremos adelante – dijo ella al ver a Feliu un tanto cabizbajo.
− Más nos vale.
− Seguro que sí. No somos los únicos y si, en vez de un inglés, tiene que ser un capazo más sencillo, pues el niño irá en él. Lo vamos a querer igual, ¿no?
− Eso, seguro – respondió él con una certeza infinita.
Feliu no le contó nada a María sobre su idea alternativa, la que andaba madurando desde inicio del mes. Era una locura y no quería que le tomara por tonto.
El caso era que, por casualidad, hacia la mitad de noviembre, escuchó por la radio uno de esos concursos que pululaban por todas las emisoras. Era los miércoles por la noche y lo emitía la Cadena Ser. Se llamaba “Duro con el duro”. Su patrocinador era Gallina Blanca, una conocida empresa de sopas enlatadas y caldo concentrado, y su presentador era Juan Carlos Thorry, un cantante y actor argentino de elles lánguidas y arrastradas, eses con trémolo, voz de barítono, exquisita musicalidad al hablar, vida bohemia, ya cincuentón, que en realidad se apellidaba Torrontegui pero que había acortado su largo apellido vasco para tener mejor entrada en el cine y la escena teatral. Se había casado, en terceras nupcias, con la muy célebre actriz Analía Gadé y ambos aparecían en las revistas de moda que dejaban en las peluquerías para que los parroquianos entretuvieran la espera mientras les tocaba turno.
El concurso era de mecánica simple. Cada semana, se elegía por sorteo un número de serie de billete de cinco pesetas. Por ejemplo, el F-2535585 o el C-8926598. El que lo tuviera y lo presentara en las oficinas de la cadena radiofónica, en cualquier ciudad, ganaba diez mil pesetas. O sea, por un duro se podían ganar dos mil, tan sólo por tener la suerte de que aquel billete estuviera momentáneamente en su bolsillo. Si nadie lo presentaba, la cantidad del premio se acumulaba como bote para la siguiente semana. Claro, la cadena sabía lo que hacía y no era nada fácil. Primero, porque había aún millones de billetes en circulación. Segundo, porque muchos otros millones estaban siendo eliminados, ya que el gobierno los estaba sustituyendo por monedas.
Así, cada miércoles, a las nueve de la noche, buena parte del país comenzó a escuchar el programa. En la primera emisión apareció el agraciado que fue entrevistado, mostró su alegría desmedida, y juró que la mejor sopa enlatada era la del patrocinador. Pero, durante las semanas siguientes nadie presentó el billete que se buscaba. Semana tras semana, el número elegido no aparecía. Y, así, esta semana el bote llegaba ya a las sesenta mil pesetas, doce mil duros, una fortuna. Con tal cantidad, no sólo podrían comprar un Arrue, sino que dejarían atrás la pobreza.
Aunque Feliu era un hombre dado a la razón y poco amigo de loterías y apuestas, la necesidad de comprar el cochecito hizo que se apuntara a la fiebre del “duro con el duro”, un remedo de andar por casa de la mismísima fiebre del oro californiana. Aquellos vaqueros del siglo XIX querían hacerse ricos rápidamente encontrando pepitas brillantes en los ríos de las Rocosas o del norte de Oregón. Los más prosaicos españolitos del 1957, buscaban la fortuna entre billetes de a duro. Tanto era así, que se había hecho famoso el “duro avecrémico”, deseado y buscado con ahínco cada semana.
Así fue que Feliu comenzó a guardar todo billete de cinco pesetas que caía en sus manos y desarrolló una extraña habilidad para pagar de tal manera que, en los cambios, hubiera siempre un billete de aquellos. Sin decir nada a María, los guardaba en la caja de la mesilla y, cada miércoles, una vez que la voz de Thorry anunciaba el número de serie a encontrar, se hacía el loco para despistarse un par de minutos y, sin que su mujer lo viera, revisaba los números de serie de los que tenía guardados. Nada, cada semana nada. Pero tampoco nadie los encontraba en toda España, así que todo podía ocurrir. Al cabo, tenía todavía las mismas probabilidades que el resto de habitantes.
El último número a buscar había sido el S-3453783 y él no lo tenía. Pero si nadie más lo hallaba antes de las doce de la noche de hoy martes 24, mañana, miércoles 25 y día de Navidad, la sintonía melodiosa y pegadiza volvería a sonar por las ondas y otro número sería cantado y, quién sabe, si sería uno de los que guardaba en la caja.
Sí, mañana, estaría atento a la radio y se pondría nervioso, como cada semana, cuando el locutor cantase, más que decir, “Sopas GALLINA BLANCA: crema de champiñones · crema de espárragos · crema de guisantes con jamón · crema a la Reina · sopa de ave”.
Era la última oportunidad. Si no salía, habría que comprar el capazo de todas las maneras para el viernes, el día que darían de alta a María.
El niño mamó y se durmió. Una enfermera lo puso en la cunita e insistió en que María debería dormir hasta la siguiente toma.
− Y usted a dormir a su casa – le dijo, con tono autoritario pero afectuoso−. La leche la tiene María y usted ya vendrá mañana por la mañana a ver al chiquillo. No sé de prisa, que es festivo y tenemos que servir el desayuno y hacer la limpieza sin molestias. Está todo muy bien, no se preocupé.
Besó a María y bajó a la calle. Tenía más de media hora andando hasta casa. La ciudad se había apagado. Eran más de las once y, aunque el gobernador civil había dado instrucciones para que se pudieran mantener encendidos los escaparates un poco más de tiempo en estos días, las restricciones en el suministro eléctrico que padecía el país dejaban la ciudad en negro desde las diez hasta por la mañana. Hacía frío y avivó el paso para entrar en calor. Qué guapo era el niño. Qué feliz estaba de que María estuviese bien tras el parto. Pero qué preocupado se sentía sobre cómo darles una vida mejor en el futuro. ¡Y por cómo comprar el inglés!
−¡Thorry, por tu madre, saca un número de mis billetes. No me seás boludo! – habló en voz alta, imitando el acento argentino. A tan altas horas de la Nochebuena, nadie lo escuchó.
Al llegar a casa, echó algo de carbón en la cocina económica y le vino a la cabeza que, a partir de ahora, deberían consumir más brasa para mantener calentito al niño. Los gastos se alargaban pero el sueldo no lo hacía. Antes de meterse en la cama, como para darse ánimos, acarició el aparato de radio que presidía la cocina sobre un anaquel a media altura. Uno de aquellos chismes de válvulas, con dos grandes botones al frente, uno para el volumen, otro para sintonizar las emisoras, y una tela de rejilla que tapaba el altavoz.
El día de Nochebuena, miércoles 25, amaneció soleado y templado. Tal como le había advertido la enfermera, se demoró en acudir a la Maternidad pero para las once ya estaba allá. Niño y madre habían pasado buena noche, dos tomas sin más contratiempos que algún que otro hipo en la segunda, y evolución favorable de la paciente.
Pasaron un día agradable, asustados a ratos, entusiastas más tarde, anhelantes, tristes o alegres según pasaban las horas.
A mediodía bajó a la calle y comió un bocadillo de tortilla francesa en el Caspio, una taberna que caía cerca. Lo hizo de pie, en la barra, ya que las dos únicas mesas que tenía el establecimiento estaban llenas. Aprovechó para hojear el periódico que el patrón había dejado para sus clientes. Eisenhower afirmaba que no querían la guerra con la URSS y el Sputnik había dado ya casi mil vueltas al planeta ante el asombro del mundo. No hubiera tomado café para ahorrar, pero lo hizo con el único propósito de pagar con un billete más grande para que le devolvieran uno de cinco y algunas monedas. Otro más para tentar la suerte a las nueve de la noche.
Pasó toda la tarde en la Maternidad, admirando al chiquillo, aprendiendo a tocarlo, a moverlo, a manejarlo, tan chiquitín era que pareciera que iba a romperse con el más mínimo requiebro. María, más decidida, reía con la inseguridad de su marido y le besaba de tanto en cuanto.
A Feliu, se le venía a la mente, todo el rato, el cochecito y los muchos duros en juego en el concurso. Estaba inquieto, nervioso, tanto que al final María se apercibió de ello y le preguntó qué le ocurría
− ¿Qué ocurre? ¿Por qué estás que no paras en ti? – preguntó ella, preocupada por si hubiera pillado algún frío.
− Nada, nada, la emoción. Y que mañana trabajo y no os veré hasta la tarde
− A mí no me engañas… ¿dime qué pasa?
− El coche.
− ¿Qué coche?
− El del niño, cuál va a ser.
− Ya nos arreglaremos. Por cierto, la matrona me dijo antes que el Villar lo ha ganado un niño que nació muy cerca de la medianoche de ayer. Modelo Silver Cross, además, me han dicho. Una monada.
− Pues eso, yo tenía esperanza, pero, como siempre, nada de nada. Nunca hay suerte para el pobre. Aunque, quién sabe.
− ¿Quién sabe qué? – preguntó María.
− Nada, una tontería.
− Venga, suéltalo ya
Entonces, él le contó toda la historia, el “Duro con el duro”, la cajita en la mesilla, imitó a Thorry, habló del caldo de pollo y se sintió avergonzado.
María rio con ganas. Con muchas ganas. No podía creer la ingenuidad de su marido.
− ¿Pero tú sabes cuántos millones de billetes de cinco pesetas hay?
− Sí, pero, mira, tengo otro – y le enseñó con ilusión el que había conseguido al tomar el café. Ella volvió a reírse.
− Mira, vamos a andar un poquito. Me han dicho que debo hacerlo. En la sala común hay una radio y son casi las nueve. Venga, vamos a oírlo juntos.
− ¿De veras?
− ¡Claro!, el niño dormirá aún un buen rato. Igual tienes razón.
Se sentaron en dos de las sillas y Feliu pidió permiso a los otros para mover el dial y escuchar el concurso. El resto de los presentes asistieron al ver a la madre recién parida.
“Repase con atención sus billetes de cinco pesetas. Pregunte a sus amigos. Observe con mirada perspicaz las vueltas que recibe al cambiar sus otros billetes. Si llega a sus manos el duro avecrémico, ganará sesenta mil pesetas en la noche de hoy” – afirmó el presentador.
Realizaron el sorteo y él anotó el número en un papelito. No correspondía al que tenía en el bolsillo, pero quizá sí a los que aún estaban en la caja de la mesilla.
Regresaron a la cama. Él sintiéndose tonto, ella muy divertida.
− Miraré en cuanto llegue a casa. Si nos ha tocado, me regreso aunque tenga que hacerlo corriendo.
María río con ganas, tan fuerte que a punto estuvo de despertar a su niño y al de la compañera de habitación.
− Deja de soñar. Parece mentira. Mañana, cuando salgas de trabajar, pásate por la tienda y lo compras a plazos. Te pedirán un anticipo como señal, y ese ya lo tienes ahorrado en esa caja que yo no conozco. Para algo habrá servido el concurso ¿Dieciséis billetes, dijiste? Eso, son ochenta pesetas. Servirán como primer pago.
− De acuerdo.
− Feliz navidad, cariño. – dijo ella.
− Feliz Navidad.
Miraron al bebé que dormía, sin saber aún que, con los años, acabarían dando a aquel niño la mejor de las vidas, sin concursos pero con trabajo, trabajo, más trabajo, amor y más amor.
Le dio un beso largo y lo mandó para casa. Aún estuvo sonriéndose un buen rato antes de caer profundamente dormida.