Jaime Dorián caminaba despacio; alguien podría decir que con sigilo. Sus pies, calzados con zapatos italianos gastados pero elegantes, apenas rozaban el pavimento mientras avanzaba por el boulevard Almirante Oquendo hacia su destino habitual, el Varadero. Porque eso es lo que hacía siempre, andar despacio y observar.
Escritor de mediano éxito, era consciente de su escasa imaginación y, por ello, sus cinco novelas publicadas eran catalogadas como realistas por la crítica. Y tanto que lo eran. No era persona de inventiva natural así que se limitaba a pasear y estar atento a lo que la gente hiciese. De vez en cuando, más tarde que pronto, alguna anécdota, algún suceso momentáneo, disparaba su imaginación para comenzar un relato o una crónica. Lo malo era que eso ocurría muy pocas veces. Para un observador persistente, la vida es repetitiva y anodina. Las cosas se repiten obcecadamente, sin sitio para la fantasía o el asombro. Dorián había llegado a la conclusión de que la vida era, sobre todo, aburrida.
Era un hombre de cincuenta y siete años con una novela de éxito moderado, publicada veinte años atrás, y otras cuatro que habían pasado sin pena ni gloria por las librerías, aunque quizá se debería salvar “La hora última”, que llegó justo, justo, a una segunda edición. Sí, siendo ecuánime, se podría decir que tuvo un éxito, un buen título y tres fracasos. Su sueño hubiera sido poder dedicarse plenamente a la literatura, pero las comisiones por ventas que le daba la Editorial apenas llegaban para pagar algunos gastos. Seguía, pues, en su puesto de administrativo en una empresa de seguros especializada en el automóvil eléctrico que, eso sí, le permitía un horario confortable. A las tres salía y podía disponer de toda la tarde libre. Además, escribía crónicas en el diario local y en un par de revistas, más por el orgullo de sentirse escritor que por la remuneración.
La terraza del Café Varadero ocupaba una esquina privilegiada. Desde allí, con el sol de media tarde bañando la mitad de la mesa y la otra mitad en sombra, podía observar el flujo incesante de la ciudad. Jaime se instaló en su mesa de siempre, asintió al camarero que ya traía su café espresso sin necesidad de pedirlo, y sacó del bolsillo interior de su chaqueta un pequeño cuaderno de tapas negras. Lo abrió por una página en blanco y esperó. A qué, ni él mismo lo sabía. Sentado frente a un cuaderno vacío cada tarde, intentaba convencerse de que todavía tenía algo que decir.
Se había acostumbrado a estas tardes de contemplación después de que Isabel lo abandonara hace dos años. Otra más, pensó. Antes, con Elena, había sido diferente; su matrimonio se había disuelto como un terrón de azúcar en agua caliente, sin drama aparente pero dejando un regusto amargo. Y antes que ella, una sucesión de rostros y nombres que se difuminaban en su memoria como personajes secundarios en una novela que no logró terminar.
El café llegó, humeante. Jaime observó cómo una pareja joven se sentaba en la mesa contigua. Ella reía con una intensidad que le pareció insultante, él la miraba con esa devoción propia de los primeros meses. Dorián esbozó una sonrisa torcida. Escribió en su cuaderno: "La comedia se repite". Luego añadió: "Mientras unos entran, otros salen del teatro".
En otra mesa, un hombre de edad similar a la suya revisaba compulsivamente su teléfono. Cada pocos segundos miraba hacia la calle, consultaba la hora, volvía al teléfono. Jaime reconoció los síntomas: esperaba a alguien que probablemente no llegaría. La ansiedad de la espera, la ilusión que se agrieta minuto a minuto, la humillación que crece. Lo había vivido tantas veces que podría escribir un manual. "El amor nos convierte en estadística", garabateó en el cuaderno. Un pensamiento que le pareció profundo hasta que lo releyó y lo encontró pretencioso. Tachó la frase con vehemencia.
Dos mesas más allá, una mujer de unos cuarenta años leía un libro. Tenía el pelo recogido en un moño despreocupado y unas gafas de lectura que le resbalaban por la nariz. De vez en cuando, marcaba algo en los márgenes con un lápiz. Jaime se preguntó si estaría leyendo uno de sus libros, para inmediatamente reírse de su propia vanidad. Nadie leía sus libros ya. Quizás nunca nadie los había leído realmente. Sin ser guapa, resultaba atractiva.
En la terraza de enfrente, la del Austral, una cafetería a la que no iba nunca porque esto de elegir terraza es como ser del Madrid o del Barça y no puede uno traicionar a su bando, reparó en un hombre sentado cerca de la cristalera, un poco apartado del bullicio. Era algo más joven que él, tal vez unos cuarenta y cinco años, vestido con sobriedad —camisa blanca, chaqueta de lino— y con un cuaderno grande sobre la mesa. Escribía con intensidad, alzando de vez en cuando la mirada para escudriñar a su alrededor. Jaime siguió su mirada casi por instinto. Durante un instante, sintió una incomodidad vaga, como si hubiera sido sorprendido en su propia rutina privada. Cree el ladrón que todos son de su condición, pensó. Probablemente, estaría escribiendo un informe para su empresa pero su cerebro, por unos segundos, fabuló que creaba una novela de amores maduros, de silencios cargados de sentido, una historia en la que Jaime no era el protagonista, sino apenas un destello en la periferia de otra vida. No pudo pensar en él mucho más porque el hombre recibió una llamada en su móvil, recogió sus papeles y se marchó apresuradamente. Definitivamente, corría hacia el trabajo. La realidad no se acomoda a nuestros sueños, escribió y, esta vez, no lo borró.
La tarde avanzaba y con ella las sombras. Jaime pidió un segundo café y luego un whisky con mucho hielo, aguado. El alcohol le proporcionaba esa falsa sensación de claridad que tanto necesitaba para soportar sus propios pensamientos. Observó cómo la ciudad cambiaba de ritmo, cómo las prisas de la tarde daban paso al paseo relajado del anochecer.
En su cuaderno había escrito apenas tres frases inconexas en toda la tarde. Su editor llevaba meses esperando el manuscrito prometido. "Una novela sobre la madurez, sobre cómo enfrentamos el paso del tiempo", le había dicho con entusiasmo fingido. Lo que no le dijo es que llevaba dos años intentando escribir esa novela, y que las páginas seguían tan vacías como su apartamento.
El hombre que esperaba seguía solo, pero ya no miraba el teléfono. Ahora, simplemente contemplaba el vacío con una expresión que Jaime conocía bien: la resignación. La pareja joven se había marchado entre risas y promesas susurradas. La mujer que leía había cerrado su libro y ahora observaba a la gente pasar, igual que él.
Dorián se sorprendió cuando ella lo miró directamente y le sonrió. Un gesto pequeño, casi imperceptible, pero que contenía algo que no supo identificar. ¿Reconocimiento? ¿Complicidad? Desvió la mirada, incómodo, y fingió escribir algo importante en su cuaderno.
Cuando volvió a mirar, la mujer se había levantado y caminaba hacia la salida. Dejó un libro sobre la mesa al pasar junto a él. Jaime lo recogió, confundido. Era una edición desgastada de su primera novela, "Las habitaciones vacías". Dentro, una nota en la primera página: También yo observo a los observadores. Todos somos figurantes en la historia de otro. Mañana, misma hora.
Contempló el libro como si fuera un objeto extraño. Lo abrió y leyó al azar un párrafo que había escrito hace más de veinte años: "La mediocridad no está en lo que hacemos, sino en creer que alguna vez fuimos excepcionales. Todos somos mediocres en el gran teatro del mundo; la diferencia está en quién acepta su papel secundario y quién insiste en ser protagonista de una obra que ya terminó".
Una sonrisa amarga se le escapó entre los labios. Se había pasado dos años observando a desconocidos, creyéndose un entomólogo de emociones ajenas, cuando en realidad era tan solo otro espécimen bajo el microscopio de la vida cotidiana, otro hombre maduro decepcionado con el amor, otro escritor frustrado sentado en una terraza, otro cliché ambulante.
El camarero le trajo la cuenta sin que la pidiera. Era hora de cerrar. Jaime pagó, guardó el libro y su cuaderno, y se levantó. Caviló que, tal vez, ser consciente de la propia mediocridad era el primer paso para escapar de ella. O tal vez era simplemente otro pensamiento pretencioso que tacharía mañana.
Fuera como fuera, mañana volvería. Misma hora, misma mesa. Y quizás, solo quizás, tendría algo nuevo que escribir en su cuaderno.