Los libros y los relatos más mágicos están llenos de islas remotas donde se cumplen los sueños; de atolones de arena dorada en donde la vida es más intensa y más digna de vivir; de ínsulas donde florece la pasión del amor arrebatado. Las islas, con sus nombres quiméricos - la de Eolo, la isla de la Utopía, la Atlántida, la de los Elfos, Tortuga, la de las nereidas, la de la Juventud eterna- nos llaman a desear, a imaginar, a soñar, a vivir.
Aquella noche naufragamos juntos a propósito. Las olas se quebraban ruidosas y potentes a pocos metros de la ventana y el sonido de su llegada era rítmico y poderoso. La bruma era espesa y la luz de un faro solitario encuadraba la espuma rompiente, de modo que no podía verse nada más allá, como si el mar ocupara el infinito, como si la orilla, llena del hervor de la marea, fuese el último horizonte.
La cama era inmensa, una isla que nos separaba del mar que resonaba afuera, del aire que inquieto bordaba círculos en la arena, del resto de la habitación. Era nuestra isla, mullida, alta y acogedora. Dejemos la ventana abierta, escuchemos el mar - dijiste, y nos acostamos sobre las sábanas blancas y finas, oyendo la llegada monótona del océano a la playa. Nos sobró terreno en nuestro recién descubierto territorio. Montamos nuestro campamento al sureste, en una esquina, entre dos almohadas grandes de plumas, y pasó la noche sin que tuviésemos tiempo de explorar el resto, entrelazados nuestras piernas y nuestros brazos, escribiendo con besos y palabras tiernas cada minuto de nuestra aventura. Me convertí en cartógrafo de tu cuerpo mientras el mar y tu mirada de embrujo seducían mi alma, mientras me susurrabas palabras dulces que yo correspondía, mientras me sentía pirata en las islas de coral, explorador del mundo, conquistador de la ninfa más amada, mientras conquistaba tus entrañas.
La mañana nos rescató de nuestro naufragio. Nos esperaban el trabajo, la responsabilidad y la rutina. Abandonamos la isla, revuelta su arena, tiznada de pasión y besos olvidados.
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