Tras la tarde calurosa, el cielo se cubrió poquito a poco de azules profundos e hilos dorados, llamándonos a cenar bajo las estrellas que ya empezaban a asomar. Un atardecer acunado por la languidez de los días buenos, como lo son todos los que me acompañas. Una bandada de estorninos ejecutó su ballet sobre nosotros antes de ir a posarse en las ramas de los chopos entre una algarabía de gorjeos y aleteos.
Estabas hermosa.
- Hoy son las lágrimas de San Lorenzo – te dije, y señalé hacia el noreste por donde debían volar las estrellas.
El deseo nos arrastró a la cama sin que, aún, las estrellas fugaces hubieran aparecido. Fue hermoso y pasional, como siempre. Ansioso y relajante, lento y rápido, dulce y rudo, ávido y tierno, todo al mismo tiempo. De pronto, te levantaste:
- ¡Quiero ver las estrellas! – dijiste mientras la silueta de tu cuerpo desnudo se alejaba de las sábanas
- Ven, ven aquí – protesté.
- Sí, quiero verlas, contigo o sin ti – ... y te seguí.
Una ligera brisa ondulaba tu cabello. Nos quedamos de pie, mirando a lo alto, apenas cubiertos por un mínimo decoro. Yo abrazaba tu ser por encima del albornoz y tú te dejabas mimar. Fumabas un cigarrillo y la ceniza incandescente parecía una bombillita lejana en la noche cálida.
- ¡Mira, una! – gritamos casi al unísono.
- ¡Otra!
- ¡Y allí!
Olías a lavanda y a jazmín. No sé cuánto estuvimos así, de pie, ensimismados, con el cielo cuajado de luceros arriba y nuestros cuerpos abrazados abajo. Permanecimos frente al firmamento lo suficiente para observar una docena de perseidas dibujando trazos que cruzaban la Vía Láctea, todas efímeras pero bellas.
- Es un momento mágico – dijiste - ¿Has pedido un deseo?
No, no los había pedido. Sólo estreché tu cintura contra mi cuerpo. No necesitaba deseos. Ya los tenía todos cumplidos.
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