No tengo
ni idea de alemán pero, por algún extraño motivo, mi vida amorosa de estos últimos
años ha estado marcada por ese dichoso idioma. Otro capricho de ese misterio entre
neuronal y hormonal que me vuelve lela cada cierto tiempo, que me hace ver un
duende especial en un hombre para percatarme, tiempo después, que es más aburrido que pellizcar cristales.
Fue
hace unos pocos años. Viajé a Stuttgart con él y pasamos juntos el fin de
semana. Qué sé yo, sería la novedad, o el depender de su mejor inglés, o que yo
estaba en horas bajas después de haber dado puerta a la anterior ilusión. El caso
es que fueron unos días preciosos y eso que hacía un frío que te dejaba la piel
como después de una sesión de masaje con
crema y lifting de 200€. Aún guardo fotos de nosotros
paseando por la Windgassen-Weg. El pequeño lago enfrente del
Palacio Nuevo se había helado y los gansos jugaban a hacer cabriolas sobre la
lechosa superficie hasta que, aquí o allá, se quebraba y podían meter la cabeza
para mirar bajo las aguas quién sabe qué. Quizá fuera que tenía el estómago
lleno de lepidópteros de esos que se tienen en estas ocasiones, o que me había
tomado varias cervezas de esas que, en aquel país, sirven con tanta espuma tras
esperar siete minutos, pero la verdad es que me veo guapísima en cada
fotografía, con un sombrero elegante, una bufanda en torno al cuello, abrigo y
guantes negros. Sería, acaso, el deseo y el afecto que veía en los ojos de ese al
que entonces llamaba “cariño” y “mi niño”, pero, ahora, visto en retrospectiva,
me veo radiante.
Caminamos
junto al edificio de la ópera y él me cantaba Ich liebe
dich, ese “te quiero” que tanto repiten las óperas de Mozart. Cuando
me lo susurraba, el alemán me sonaba distinto, suave, nada que ver con la idea
de verborrea brusca y gritona con el que antes siempre lo había escuchado. Así comenzó
mi relación con el hombre que me quería locamente y con el idioma alemán, con
palabras tiernas, con caricias dulces.
Aquel
sábado fue muy divertido. Compartimos uno de esos momentos sólo soportables en
estas primeras fases de las emociones. Se empeñó en entrar al planetario. Hay
que imaginarse la situación. Hora de la siesta, cansada de haber pateado media
ciudad, a oscuras, tumbados en unos sillones que permiten mirar cómodamente
hacia arriba, una musiquilla suave y sideral, estrellas por todos los sitios y
un tipo soltando la chapa en un alemán meloso e incomprensible. Me dormí, al
punto que ronqué y él tuvo que darme un codazo para que no arruinara el mágico espectáculo
a los otros espectadores. Nos reímos de veras mientras volvíamos al hotel, yo
colgada de su brazo, él colgado de mi corazón.
De
aquel viaje es también esa foto en que aparecemos reflejados en un escaparate.
Al vernos, ambos nos percatamos de que éramos más que dos, más que una pareja
habitual.
- - Somos una pareja perfecta, la mejor del mundo – le dije, entonces, sin
saber cómo cambiaría todo con el tiempo.
- - Lo somos para siempre. - me respondió él – Estás hermosa.
- - Por ti, tú me haces sentirme hermosa – le contesté y, ahora, me
pregunto el porqué de aquellas ensoñaciones. ¿O, simplemente, le mentía? ¿O me
engañaba a mí misma?
Dejo de
mirar viejas fotografías. No creo en eso de que el pasado fue mejor. Todo pasó
y no sé bien por qué ocurrió. Él, mucho menos. Ni se lo esperaba cuando dejé de
contestar a sus llamadas, cuando dejé de encontrar tiempo para nosotros, cuando
no deseaba verle, cuando me sentía mal a su lado, cuando llegué a tener
vergüenza de que me vieran con él.
Zugunruhe
Mira
por donde estos teutones tienen palabras para todo. Empecé con los
liebe, liebe, liebe y acabo con un zugunruhe.
Me persigue el alemán.
Miro el
diccionario:
Zugunruhe:
sensación acuciante de desasosiego; un deseo incontenible de cambiar de
situación, de migrar, de encontrar otros lugares, de la búsqueda de otros horizontes.
Joder, ni a posta lo han definido. Voy a tener
que cambiar de idioma. Era tan urgente mi zugunruhe que le
he dejado al pobre en la cuneta del camino sin darle opción alguna, sin que él pueda
entender cómo hemos pasado de ser la mejor pareja del mundo, aquella reflejada
en el escaparate, a molestarme, a sentir la angustia de estar junto a él.
Sí, me
duele verle así pero es lo que hay. He de mirar por mí misma primero.
Encontraré nuevos escaparates en donde reflejarme.
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