Los ventanales de la cuadragésima tercera planta de la Memority Corporation miraban al sur de la megápolis, por donde el río ondulaba bajo puentes que aún se conservaban desde primeros del siglo XX, más como recuerdo histórico que por ser útiles. Dante Lapier, de pie tras la cristalera, aspiró un preparado de perfumes relajantes y se preguntó qué hubiera pensado su tatarabuelo si viera el éxito que la Memority había conseguido en tan sólo ciento ochenta años. O lo que pensaría su madre, recién fallecida. Desde debajo del suelo, muy amortiguado por las capas de aislamiento vítreo, llegaba el ligero rumor de la refrigeración de los enormes servidores que preservaban los recuerdos.
Jonás Lapier había huido de una Europa en guerra en 1914 viajando de polizón en el mercante Santa Ana, que salía de Vigo hacia América justo el mismo día de septiembre en que los alemanes llegaban al Marne. Tras más de un mes de hostilidades, Lapier temía que España entrara en la contienda y no quería ser llamado a filas, algo muy probable dada su edad. Su destino, Cuba. Había cumplido los dieciocho años en enero y, con su alta estatura, buena percha, rostro aniñado y buena plática, pronto obtuvo un empleo en una tienda de fotografía de La Habana. Allá, entre turistas americanas que se hacían retratos y se sentían solas en sus hoteles, aprendió el inglés, así como el oficio de la fotografía y el arte de avezado galán, en una mezcla sin fronteras entre el trabajo y el placer.
Unos diez años después se instaló en Nueva York con su primera mujer, la adinerada Doris Hihworth que, mientras la satisfizo, le regaló una buena vida y le costeó un reputado estudio en la 4ª con la 42. Jonás, que ahora ya se había reconvertido en John, se percató pronto cuál era el negocio. Fotógrafos los había muchos, tanto en sala como en la calle, sobre todo en Central Park o en Battery Park donde las gentes gustaban de posar para la posteridad. Jonás, John, dedicaba algunos días entre semana a pasearse por los parques y, a partir de 1931, frente al Empire State, con su Voigtlander Bessa y su flash de polvo de magnesio que, más tarde, cambiaría por uno de lámpara, pero, a diferencia de casi todos los demás, buscaba un retrato que no reflejara la realidad tal como era sino como le gustaría al fotografiado recordarla. Igualmente, en el estudio, descartaba las poses estáticas sobre fondos planos, que estimaba propias de una detención policial, para obligar al individuo a aparentar algo que no era. El plebeyo tomaba la apariencia de un caballero del Columbus Club; el rico aparecía como explorador en el Nilo; la dama aburrida obtenía un retrato de heroína egipcia. Con semejante parafernalia, sus precios eran más elevados y pronto se granjeó una justa fama, desarrollando un sólido negocio. Tras tres matrimonios, cuatro hijos, una úlcera y dos ataques de corazón, murió en 1987 cuando ya hacía muchos años que había dejado el mando de la empresa a su hijo Steve, bisabuelo de Dante, que mantuvo la misma línea de negocio. No obstante, cuando ya era sexagenario, Steve Lapier, hombre adusto, siempre muy delgado y con poblado mostacho durante gran parte de su vida, supo anticipar las ventajas de la fotografía digital e hizo que la empresa se posicionara en el nuevo nicho de mercado. Al morir, en el año 2015, su hijo Marc, abuelo de Dante, dirigía una gran compañía con ochenta subsidiarias en el mundo, que trabajaba en fotografía artística e industrial, publicidad, efectos visuales avanzados, producciones televisivas y disponía de servidores en tres continentes para dar servicio on-line a sus clientes. Marc no gustaba del trabajo duro y delegó rápidamente en gerentes contratados cada cuatro años mientras él se dedicaba a sus dos grandes pasiones: navegar en velero y beber bourbon con hielo. A pesar de sus excesos alcohólicos, aguantó hasta los 83, cuando en el 2047 no se despertó una mañana.
Stella, la madre de Dante, tomó las riendas y fundó las bases de lo que era hoy la Memority Corporation. Aficionada a la historia y amante de las hemerotecas, amén de amante de un par de cubanos de Florida que le recordaban las historias viejas de la familia, se dedicó a almacenar millones de imágenes en granjas de ordenadores especialmente dedicadas a ello. Algún día, decía, serían útiles para reconstruir la historia del siglo XXI. La dama se casó tres veces, viajó por todo el mundo, con especial predilección por París, Madrid, Venecia y Buenos Aires, tuvo dos hijos y estrenó uno de los primeros autos voladores que se vieron en los Estados Unidos, concretamente, un Starling II, capaz de alcanzar las 300 millas por hora y elevarse hasta 200 m. Tan aficionada a las imágenes de antaño, se colocaba un foulard largo que dejaba ondular al viento mientras sobrevolaba por encima de los barrios de la ciudad. Dante era su pequeño y también su favorito. Su otro retoño, dos años mayor que Dante, pronto manifestó que no quería saber nada de los negocios y se conformaba con gastar alegremente la dotación anual que su madre le otorgaba. Con que no molestara, lo daba por viene empleado.
Había sido Dante el que había hecho dar un salto cuántico a la Memority Corporation. A sus cuarenta y cinco años, en la plenitud de su vida, soltero aún pero poco dado a dormir solo, llevaba ya una década desarrollando su plan con un éxito tal que el semanario Bests le había nombrado empresario del año 2080. Conservaba la vieja Starling II de su madre pero él prefería la nueva Constellation X-10, capaz de elevarse eventualmente hasta la estratosfera. Dante había combinado su saber hacer en el mundo de la imaginería virtual con la mayor Red Social, conocida, la CaraNote, en la que más de cuatro mil millones de seres guardaban sus fotografías, sus conversaciones, sus vídeos, sus impresiones (con un sistema de registro cuántico recientemente creado que permitía memorizar las señales reactivas de los cinco sentidos en un instante dado) e incluso sus cartas de amor.
Un arpegio de arpa digital le sacó de su ensimismamiento. Giró la cabeza y dijo:
− ¿Sí, Alice?
− Sr. Lapier, está aquí el Sr. Benton. Usted le había citado a las once.
− Sí, sí, hágale pasar, por favor.
Chris Benton era un tipo menudo, de tez algo morena para haber nacido en North Carolina, ojos negros y cabello peinado con esmero. Vestía a la usanza de primeros de siglo, con unos lazos largos al cuello que llamaban corbatas y que hacía décadas que habían dejado de estar de moda. Nunca se ponía uno de los buzos biónicos que eran tan populares. A pesar de sus ventajas de todo tipo, Benton los consideraba trajes de astronauta, una frase que pronunciaba con intencionado desprecio. A su lado, Dante Lapier, con su cabeza rasurada al más moderno estilismo, gafas con visión asistida, su mono biotécnico de última generación y sensores tatuados en su piel, parecía un ser de otro mundo.
Benton era propietario de la principal farmacéutica del planeta. Viendo a Benton, nadie podría pensar que su mente era una de las más privilegiadas en la comprensión molecular de los medicamentos, especialmente en los que regulaban las funciones cerebrales, algo que había enriquecido sin límites a él y a los demás accionistas de su CervroBrainer Inc. Una personalidad tan chapada a la antigua en el vestir tenía también algunos otros corolarios. Nunca aceptaba una tele reunión y gustaba de entrevistarse siempre cara a cara. Dante hubiera preferido conectarse a distancia, pero sabía que nunca hubiera podido hablar en profundidad con aquel hombre de no haber cedido a la reunión presencial.
− Siéntese, Benton. Le estaba esperando. Gracias por venir tan pronto.
− Un placer, Sr. Lapier.
− Ya veo que su estética no mejora – sonrío como si se tratara de una broma amistosa pero, en realidad, lo pensaba así.
− Confío que el mundo de la moda vuelva a su cauce natural – respondió Benton, que tampoco bromeaba, estimando que los tipos como Lapier eran idiotas vestidos de alien. No obstante, reconocía el valor intelectual de su interlocutor. Un buen cerebro muy mal empaquetado, pensó para sí. Como un buen perfume en un botellón plástico de litro y medio.
Se abrió una trampilla en la mesa y un elegante brazo mecánico les sirvió dos refrescos.
− Le he hecho llamar – prosiguió Dante −, porque he de tratar un negocio con usted.
− Soy todo oídos aunque no sé qué puntos en común podemos tener una empresa médica con una dedicada a la imagen y las redes sociales.
− Tenía una presentación preparada pero creo que la podemos evitar y ahorrar tiempo. Al fin y al cabo, estoy seguro que usted conoce bien a qué nos dedicamos y yo conozco bien a qué se dedica la CervroBrainer. – se sentó en el sillón refrigerado de la esquina.
− Sin duda.
− Antes de nada, debo hacerle una pregunta, si no le parece mal. Es importante para poder continuar.
− Hágala. Veré si puedo o debo contestarla.
− ¿Es su empresa capaz de borrar los recuerdos selectivamente?
La pregunta sorprendió a Benton. Esperaba alguna cuestión económica, de negocios de baja monta, quizá una propuesta de hacer publicidad con la Memority Corporation, o un rol preponderante en la Red Social. Esta pregunta, sin embargo, era técnica y, había de reconocerlo, en la frontera de la técnica.
− Como usted sabrá, atontar a una persona base de psicóticos lleva siendo posible desde hace siglos, drogarla se hacía ya en la Prehistoria, condicionarla por el miedo o el dolor se ha hecho siempre. Pero son, llamémoslo así, terapias de choque que afectan brutalmente al cerebro, a todo lo que el ser es. Digamos que el sujeto deja de ser él mismo. No creo que usted ser refiera a esto.
− Efectivamente. Veo que me ha comprendido bien. Mi pregunta es si, sin alterar sustancialmente al individuo, se pueden borrar ciertos recuerdos poco agradables, ciertos momentos, cierta conversación o cierto instante. Un trabajo quirúrgico, por así decirlo. ¿Es posible, en su experta opinión, hacerlo con el uso de medicamentos o drogas?
− Diría que sí. Afirmativo. Está en la frontera de la técnica pero mi Compañía tiene ya diversas sustancias que permiten hacer este tipo de cosas. La memoria es una función enigmática que elude su total comprensión, pero, al cabo, es un conjunto de cambios químicos y biológicos que suceden en el cerebro para sustentar el almacenamiento de información. Una mera activación de genes y concatenación de proteínas. Y esa química puede ser alterada inteligentemente.
− ¿Puedo preguntar, cómo? – Dante se inclinó hacia su interlocutor, atento.
− Puede, pero no voy a responderle. Entienda que estos son secretos científicos que deben quedar dentro de la CervroBrainer. Miento, dentro de un muy restringido núcleo de expertos de mucha confianza en nuestra empresa.
− Lo entiendo. Discúlpeme por la osadía. En cualquier caso, era más curiosidad que necesidad de saberlo porque para la colaboración que voy a proponerle no preciso saber cómo se hace, sólo que puede hacerse.
− Puede hacerse.
− Y que la CervroBrainer, desea hacerlo.
− Eso aún no lo sé, Sr. Lapier. Le rogaría que dejara este lenguaje enigmático y fuésemos al grano. La vista desde lo alto de este edificio es fabulosa, pero me temo que tengo otros muchos trabajos a los que atender. Discúlpeme si soy tan directo….
− No, no. Comprendo. Nuestros imperios necesitan a sus emperadores al frente de la batalla – sonrió y se levantó.
− Le escucho, entonces.
− Verá. La idea es sencilla. Bien sabe usted que lo que de verdad recordamos es sólo una pequeña porción de lo que nos ha sucedido. Nuestros recuerdos de cuando éramos niños son siempre escasos, tendemos a modificar lo realmente sucedido en función de nuestra personal experiencia, amplificando la reacción. Fíjese en un ejemplo personal. Recuerdo que, con apenas doce años, mi madre me llevó a ver una exposición de realidad virtual sobre el Sistema Solar. Algo casi infantil. De hecho, todos los chicos quedaron encantados con la visita. Pero a mí, aquel día, me dolía mucho la cadera, fruto de una caída unos días antes. Mi experiencia fue de dolor, al punto de que hoy, cuando pienso en los planetas, siento aún una desazón. No me atraen para nada los viajes al espacio.
− Un reflejo condicionado. Algo habitual.
− Y esto es sólo una anécdota anodina.
− Siga, por favor.
− Como sabe, en nuestros servidores almacenamos billones de imágenes, sonidos y textos. Le sorprendería saber cuántos de ellos sólo importan al que los guardó. Son, discúlpeme por ser tan brusco y directo, banalidades que no sirven para nada aparentemente. Y, si se las mostráramos a otras personas, pensarían que es una manera estúpida de consumir recursos en la Red. Fotos de una patata frita, de una chaqueta termorregulada descatalogada hace dos décadas, de un perrito de compañía o de un abalorio sin valor artístico alguno. Hay decenas de millones de fotos como esas que podrían borrarse sin consecuencia alguna. O, por el contrario, fotos que, vistas en retrospectiva, muchos desearían hacer desaparecer porque ya no representan lo que son, incluso se preguntan cómo pudieron ser tan cretinos en el pasado. Pero no las borramos, ¿sabe usted por qué?
− ¿Porque violarían las condiciones de uso o las leyes de protección de datos?
− También. Pero, sobre todo, porque esas fotos significan algo para el que las puso ahí. Esa patata frita quizá dispare en la memoria del sujeto una cena con su ser amado en una taberna de mala muerte en la que, sin embargo, fue feliz. Esa chaqueta puede traer a la memoria un viaje al Polo, el anillo sin valor puede recordar su compra en un mercadillo de Praga. ¿Me comprende usted? La memoria en sí misma es baladí. Lo que importa es lo que despierta en el cerebro. Los recuerdos más vívidos no son los que acaban de suceder, sino los vividos con mayor intensidad emocional.
− Le entiendo perfectamente y podría explicarle los mecanismos electro proteínicos que producen tales eventos.
− No será necesario. El caso es que nuestra Red Social es una memoria mucho más precisa que la que nuestro cerebro contiene. Para nosotros mismos y para los demás. Más amplia, más verídica y más rápida de recuperar. Y, por qué no, más adaptable a nuestros deseos.
− Prosiga, por favor – Benton sorbió un poco de refresco del vaso que mantenía en su mano.
− Está demostrado que el cuarenta por ciento de nuestros recuerdos son poco precisos por no decir claramente falsos. Son imágenes que nuestra mente ha ido conformando sin que nosotros nos demos cuenta de que no son reales. Y, muchas de ellas, además, nos producen desasosiego. Hechos que nos son desagradables, discusiones, acciones de las que nos arrepentimos que, en realidad, para nuestro interlocutor, el presunto ofendido, pasaron desapercibidas. Un mal presentimiento puede grabarse en el cerebro con la misma intensidad que un recuerdo real. Otras veces, son recuerdos correctos que bien representan la realidad pero que quisiéramos que no hubiesen existido.
− Nuestros políticos no parecen preocuparse mucho por ello – se le avivó la mirada con una pizca de sorna −, se muestran impertérritos ante la hemeroteca.
− Son profesionales entrenados para fingir o mantener la compostura aunque hayan sido pillados in fraganti en la mayor de las mentiras. Pero la mayoría de la población no es así.
− ¿A dónde quiere usted ir a parar?
− Estoy convencido de que, si los seres humanos olvidaran sus recuerdos biológicos y se guiaran sólo por los recuerdos memorizados en soporte, fotos, vídeos, grabaciones, registros sensoriales, lo que usted quiera, la humanidad sería mucho más feliz.
− ¿De veras lo cree?
− Absolutamente. La segunda parte, la de registrar y conservar la realidad ya sabemos hacerla en Memority Corporation. Pero debemos asegurarnos que esta realidad real, permítame la redundancia, no entra en conflicto con la realidad aparente de nuestra memoria. Para ello, es necesario que quede borrada. Y, es aquí, donde necesitamos su colaboración, el saber hacer de la CervroBrainer.
− Algo que, por otro, lado también ocurre en nuestros propios cerebros. Cuando nos encontramos con dos recuerdos contradictorios, por proceso natural, eliminamos uno de ellos. Primero, la mente inhibe los que no encajan con el resto, nos cuesta recordar esos versos sueltos, hasta que al fin desaparecen.
− ¿Ve usted? Sólo nos inspiramos la propia naturaleza.
− Voy entendiendo su plan.
− ¿Puede imaginarlo? Alguien que desea deshacerse de malos recuerdos y potenciar los buenos. Ustedes le hacen olvidar tanto unos como otros. Nosotros, buscamos toda la información sobre lo que se desea evitar, pertenezca a ese individuo o a otro cualquiera que haya estado en contacto con él, y la eliminamos. A su vez, tomamos lo agradable y, de igual modo, lo potenciamos, pasamos información de un perfil a otro, la duplicamos, la manipulamos si es necesario. ¿El resultado? Que hemos creado un pasado a la medida del deseo de nuestro cliente. Si alguno de sus enemigos le quiere echar algo en cara, bastará que diga que miente y le muestre la información guardada tan objetivamente por nosotros. El otro jamás podrá encontrar nada en contradicción, todo habrá sido bien ajustado y si no se ha sometido al borrado de su propia mente, hasta podrá tachársele de demente, una persona que fabula como lo demuestran las imágenes y grabaciones reales.
− Diría que es usted un malvado si no fuera porque comprendo que el negocio potencial es enorme. – intentó sonar amigable a pesar de la dureza de la frase.
− Efectivamente. Casi todos los seres humanos, por una razón u otra, acabarán utilizando nuestros servicios. Unos porque no estarán de acuerdo con su pasado y tendrán la oportunidad de conformarlo a sus deseos; otros porque se liberarán de traumas que los acompañaban desde siempre; otros se harán un currículum que no hubieran soñado, permitiéndoles tener oportunidades antes imposibles. En la política, las opciones son infinitas.
Se hizo el silencio durante un par de minutos mientras Lapier dejaba que Benton pensara en la idea. Sería chapado a la antigua en el vestir pero sabía detectar una oportunidad de negocio.
− Creo que podríamos trabajar juntos – dijo Benton, finalmente.
− ¡Cuánto me alegro! – repuso Lapier −. El dinero es importante, pero juntos lograremos que la Humanidad sea más feliz.
− No exageremos.
− Así lo creo. El ser humano es más feliz cuanto más se parecen sus recuerdos a sus ideales de vida. − Recordó a su tatarabuelo Jonás, John. Con esa misma idea había creado los cimientos de la empresa. Fotografías manipuladas que, con el tiempo, eran los recuerdos que el cliente deseaba.
− Si nuestras empresas recuerdan por ellos, ¿para qué recordar? – afirmó Benton.
− Excelente frase.
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