4/6/21

La vida teje cariños







 
El día de las exequias, cuando no la dejaron acercarse al nicho donde lo estaban sepultando, Sara tuvo la certeza de que la vida teje cariños para luego deshacerlos caprichosamente.  

Sara era de Cochabamba. De niña podía ver cómo la nieve cubría pronto las crestas de la cordillera andina que, a su paso por la Bolivia central, parecía elevarse tanto alrededor de la ciudad que diríase que yacía entera en el fondo de un cráter. Vivía en las afueras, con sus padres, en una pequeña casa que olía a canela y a cilantro. El trabajo escaseaba y los finales de mes eran siempre una incógnita. Cada tarde, cuando los millones de luces de la quebrada comenzaban a competir con las estrellas del altiplano, tomaba el autobús para dirigirse a su trabajo de limpiadora de supermercado. Se sentía vivir a contracorriente. Durante el día, mientras otros disfrutaban y gozaban de los paseos por las alamedas, ella dormitaba anhelando poder saltar aquellas montañas que se alzaban en el horizonte como paredes que cercaban su vida. Por la noche, olvidaba sus sueños entre la suciedad del súper, el sudor de su rostro y la severidad del encargado. Decidió marchar, huir quizá, el día que cumplió los veinticuatro. No fue fácil. Primero, convencer a su madre a la que casi mata del disgusto y que no cedió a sus deseos hasta bien entrada la primavera. Luego, encontrar un pasaje para España que, por fin, pudo costear en una de esas aerolíneas de muy bajo coste que le suspendió el vuelo siete veces antes de que, por fin, cruzara el océano. Su coartada migratoria, un viaje de turista para visitar a su prima Teresa que vivía en Madrid y que sólo sirvió como pretexto para cruzar una vejatoria aduana ya que, una vez en Europa, nunca la vio ni intentó buscarla.

Los primeros días fueron frenéticos. Encontró una pequeña pensión en la que ya había algunas chicas bolivianas lo que le facilitó el conocer lo indispensable. Sabía que su visado caducaría a los tres meses si no encontraba un trabajo, así que su primera prioridad fue hallar un empleo pero la ilusión se apagó pronto. En cada lugar donde solicitaba ocupación, le pedían los papeles. Su habitación, casi vacía, no ayudaba a ahuyentar la melancolía y cada vez que veía a una patrulla de la policía su agitación era tal que presentía que, con tan sólo mirarla, aquellos uniformados sabrían que no tenía sus documentos en regla. Pronto supo que sus compañeras de pensión habían dejado sus esperanzas- las mismas con las que Sara había llegado a la península- en el umbral del Gato’s, un club de medio pelo en la carretera de Andalucía, donde un chulo les atracaba el 50% a cambio de una protección que, las más de las veces, no existía. 

Afortunadamente para ella, la vida le sirvió un buen naipe unas semanas después. Sus vecinas de pensión comentaron que alguien importante estaba buscando con urgencia una chica para cuidar de un hombre enfermo. Un caso feo, por lo que decían. En la mitad de su vida y con la cabeza clara, el cuerpo del tipo se deterioraba a tal ritmo que su familia sólo esperaba un desenlace rápido y poco doloroso. Al parecer había poco que hacer y sólo buscaban una persona que cuidara del casi finado, cobrando poco y sin hacer muchas preguntas. 

- Cuidar a un baboso así, yo no lo haría por nada del mundo. Prefiero ser cogida cien veces que estar todo el día con un muerto andante. Que me da yuyu, chica –había dicho una de las muchachas-. Todo el día lavando la mierda a uno que está más allá que acá. Quita, quita, ni loca.
- Y además pagarán una miseria, como si lo viera. Para eso, prefiero el club - aseveró su interlocutora, antes de que ambas hicieran unas cuantas bromas de mal gusto sobre todo aquello.

Sara consiguió la dirección. A la mañana siguiente, vistiendo la mejor falda que tenía y aquella blusa azul que tanto le gustaba a su madre, se presentó en la casa. No debía faltarles el dinero. Situada en medio de la avenida, era una casa grande y para uso de una única familia. Un murete, coronado de campánulas, la separaba a derecha e izquierda de los vecinos. Tenía tres plantas y la puerta estaba cerrada. Presionó el timbre y supo que aquel redondel de cristal sobre la pared la enfocaba.

- ¿Sí? ¿Qué desea? – contestó una voz metálica a través del altavoz escondido entre la hiedra
- Buenos días – intentó entonar amigablemente- he sabido que precisan de una persona para cuidar un enfermo y estaría interesada en ello. Me han dicho que es aquí y…

A través del interfono se escucharon algunos ruidos y pasaron unos segundos en los que Sara se sintió espiada sin saber cómo.

- Pase y espere en la entrada, por favor. Enseguida bajo – le dijeron por fin, al tiempo que un click desbloqueaba la cancela para que pudiera entrar.

El jardín era bello. La hierba estaba bien cortada y, en el centro, había un templete con una pequeña fuente de la que manaba un hilillo de agua. Lirios y begonias formaban dibujos que encauzaban un sendero que iba a parar a la puerta principal. La casa, pintada de un siena pálido, tenía ventanas con alfeizares llenos de tiestos y cortinas blancas tras los cristales.  

En el soportal apareció una señora de unos cincuenta años, bien vestida y mejor peinada. Sus muñecas adornadas con aretes de oro, sus dedos ensortijados y, alrededor del cuello, un exuberante collar de perlas. Sara se sintió desnuda ante aquel alarde de pedrería hasta el punto de que se llevo su mano al cuello en un instintivo movimiento para cubrir su desnudez. Aquella mujer debía verla como a una mendiga.

- Entre, por favor – le dijo sin tenderle la mano y con el tono autoritario que da el tener mucho dinero.

Sara entró pero no fue invitada a sentarse.

- ¿Sabe de qué se trata? – le preguntó la mujer- ¿cómo ha sabido de nosotros?
- Unas compatriotas me dijeron ayer que ustedes necesitan una persona para cuidar a un enfermo que precisa de ayuda. Sé poco más.
- Así es. La anterior cuidadora se despide mañana y nos corre prisa encontrar una sustituta. ¿Usted es extranjera, verdad?
- Sí, señora, lo soy. De Bolivia. No hace mucho que estoy en España y…
- Otra sin papeles, seguro –espetó con desdén la dueña de la casa y Sara temió que, una vez más, su esperanza de encontrar un trabajo se esfumaba.
- Bueno, yo he venido legalmente, … en tres meses,…. – balbuceó.
- No importa chica. Mejor así, siempre que no haga preguntas y sea trabajadora y discreta.
- Lo soy, lo soy. Nunca nadie ha tenido queja de mí – se le iluminaron los ojos al ver que la puerta se le volvía a entreabrir.
- Estábamos pensando en unos trescientos euros por mes. Aunque usted crea que es poco es, en realidad, un buen salario porque no tendrá gastos. Deberá vivir en esta casa al cuidado de Manuel, el señor. Lamentablemente, no podrá tener tiempo libre. Quizá, una mañana cada mes para que pueda encargarse de asuntos urgentes. La comida la tendrá gratis aquí. La cocinera le preparará algo cada día. Dormirá en la buhardilla y podrá utilizar los electrodomésticos para lavar su ropa. Tiene que entender que no será un empleo oficial. Quiero decir, que no estamos en condiciones de darle de alta en la Seguridad Social y todo eso. Pero estoy segura que a una chica saludable como usted, eso no ha de importarle mucho. Ya tendrá años, en el futuro, para preocuparse de esas pequeñeces. 

Sara dudó un instante pero sabía que necesitaba el empleo y aceptó aquel evidente abuso. La necesidad es compañera de la humillación. La señora de la casa la tuteó de pronto: 

- Pero, ven. Ante todo, tienes que conocer a Manuel, al señor. Será a él a quien te tengas que dedicar noche y día. Está arriba, en el piso más alto.
- ¿Qué mal tiene, señora? – se atrevió a preguntar.
- Una enfermedad paralizante que le ha dejado inválido y que le consume la vida. Lleva seis años así, cada vez peor. Y, no te lo oculto, nos hace sufrir a todos como si tuviésemos la culpa de la tragedia que le afecta. Los enfermos se vuelven egoístas. Verás que tiene un carácter difícil. Eso no significa, claro está, que puedas contrariarle. Él es el que te paga, recuérdalo.
- Le cuidaré lo mejor que pueda, señora Marta.

Tras un mínimo de formalidades, subieron. En la penumbra del cuarto, el hombre estaba sentado en una silla de ruedas y uno de sus brazos caía desvalido e inerte a un lado. Estaba delgado, muy delgado. Sara pensó que así sería mejor porque ella era menuda y no podría mover a un hombre corpulento. Las piernas del enfermo estaban tapadas con una manta a cuadros. Su mirada perdida en la terraza, en el paisaje de edificios de la ciudad. Pareció no percatarse de que entraban.

- Manuel. Escucha Manuel, te presento a tu nueva cuidadora.

El hombre giró su cabeza al oír su nombre y miró a las dos mujeres. Sara se sorprendió porque no era el casi difunto al que esperaba ver. Por el contrario, era un hombre atractivo, con el pelo castaño y bien peinado, unos ojos grisáceos que parecían los de un romántico  melancólico y unos labios que le parecieron sensuales. Estaba bien rasurado y se notaba a las claras que mantenía su autoestima y su orgullo en medio de aquella parálisis que le encarcelaba.

Las presentaciones fueron breves porque la señora Marta tenía prisa por marcharse. De hecho, parecía que no le agradaba en absoluto estar en aquella habitación con su marido. En ningún momento ni él ni ella se hablaron con afecto y, a Sara, aquello le llamó la atención y le hico recordar, con triste nostalgia, cuando su padre entraba en casa y preguntaba por su viejita de los amores.

- Y bien, ¿cómo te llamas? – preguntó el enfermo, con una medio sonrisa- si me vas a dar órdenes, mover de aquí para allá y tocar mis partes más nobles, al menos tendré que saber cómo llamarte.
- Sara, señor. Me llamo Sara.

A la mañana siguiente ya se había ya acomodado en su cuartito del ático que, si bien era pequeño, era mucho mejor y más confortable que la pensión. Eso le animó. Nadie le dijo qué hacer con el señor Manuel. No hubo instrucciones ni consejos y tuvo la sensación de que, en realidad, no podían dárselos porque dejaban su cuidado en manos de las asistentas. O las esclavas, que también podía llamárselas así.

Él fue guiándola en las tareas. Poco a poco, con brusquedad al principio y habilidad a las pocas semanas, aprendió a moverlo entre la cama y la silla, supo cómo ayudarle a ir al baño, cómo afeitar su rostro, cómo limpiarle y cómo darle de comer. Lo vio dormir y agitarse en pesadillas que le hacían sudar y parecían mover incluso sus miembros paralizados. Lo vio enfadarse cuando, presa de su minusvalía e incapacidad, parecía volverse loco. Lo vio alegrarse como si se tratara de un niño cuando, a veces, más por casualidad que por mejoría, podía sentir uno de sus pies.

Las horas dan para mucho cuando no se tiene nada más que hacer que estar sentado al lado de otra persona. Ella le contaba de Bolivia, de la cordillera, de las nieves que la envolvían en invierno. Le habló de su padre que trabajaba en la construcción y de su madre que cosía y remendaba ropa con tal habilidad que tenía una merecida fama en el barrio.  A Manuel le gustaba que le hablara de sus primeros días en Madrid, cuando ella estaba casi tan desamparada como él mismo. Y mostraba una curiosidad, largamente reprimida, sobre las aventuras que sus compañeras contaban de Gato’s, a tal punto que si no fuera porque Sara ya le conocía bastante bien, hubiera pensado que se trataba de un pervertido.

- ¡”Eso” no me funciona pero la imaginación mucho!- le decía Manuel mientras ella se sonrojaba como un tomate maduro.

Por las confidencias de Margarita, la cocinera, supo que la señora Marta y Manuel tenían problemas matrimoniales ya antes de que éste cayera enfermo. Pero, avariciosa como era y dada la, al parecer, importante fortuna del señor, lo último que hubiera hecho en la vida sería divorciarse. El hijo de ambos, un viva la vida, fullero, apenas aparecía por casa y cuando lo hacía, siempre en compañía de alguna mujer, era sólo para fornicar sonoramente por un rato antes de volver a salir. 

Sara se preguntaba, cada vez que veía a Manuel, si él sabría algo de todo aquello. Nunca se atrevió a contarle nada. Si ya lo sabía, no era necesario. Y si no era consciente de lo que ocurría en los pisos de abajo, no era preciso hacer que su vida fuese aún más miserable. Pero desde que la cocinera le embarullara con aquellos chismes, Sara se mostraba más cariñosa con Manuel al que empezaba a ver más como a un hombre que merecía un mejor destino que como a un individuo a la espera de su fin. La compasión inicial dio paso a la rabia por la injusticia de una vida que, las más de las veces, es injusta.

Pronto dejó de llamarle de usted y, con la confianza del tuteo, se hacían bromas que paulatinamente fueron siendo, por parte de Manuel, más pícaras. Ella se asombraba de que un ser tan postrado, tan cercado por la muerte, pudiese tener aquella alegría vivaracha de los muchachos jóvenes. Muchas noches se sorprendió a sí misma pensando en la sonrisa de aquel hombre que se le antojaba más tierna y más cercana que cualquier otra que antes le hubiesen regalado. Es desconcertante cómo se urden los cariños, siempre con hilvanes inesperados. Se preguntó cómo sería el abrazo de aquel cuerpo, qué sabor tendrían los besos de aquellos labios. Algunos días, cuando él estaba ensimismado observando por la ventana un horizonte que no podía ya alcanzar, Sara se le quedaba mirando y se lo imaginaba antes de su enfermedad. Sin duda debió ser cautivador. Bien parecido, con dinero y culto, no debieron faltarle oportunidades. Nunca llegó a comprender cómo había podido casarse con la señora. Cierto que ella debió ser también muy sensual, pero no los veía juntos. Simplemente, no encajaban. Ella era altiva, orgullosa, clasista. Y él era cercano, cariñoso, afable. Eran un telar de quereres imposibles y afectos deshilados.

Algunas mañanas, empujaba la silla de ruedas hasta la pérgola del jardín y se solazaban observando las caracolas de colores que el sol pintaba en las azucenas y lirios que colgaban de la celosía. Le vio reírse cuando ella le contaba historias de su adolescencia y le vio soñar cuando le leía aquellos libros de poesía que ella nunca antes había conocido y que, ahora, guiada por Manuel, iba descubriendo como si se tratara de un palmeral en medio de su desierto de mujer de poca escuela. Supo así de Franz Tamayo, poeta compatriota del que nunca antes oyó hablar. Una tarde de otoño, especialmente ventosa, se encontraban en la habitación y el ulular del aire que arrastraba hojas desprendidas de los álamos les hizo mirarse uno al otro. Fue entonces cuando le hizo coger aquel libro de la biblioteca y leérselo mientras le tomaba de la mano. 

Ni lloro trágico ni heroica risa.
No soy alud. ¿Por qué vivir deprisa?
La vida, alegre o desdichada, tiene
un refugio supremo, ¡la sonrisa!


Y ella, que nunca había leído poesía, que no la entendía aunque le gustaban las palabras a menudo desconocidas y el ritmo de su música, sonrío. Le sonrío a él. Y Manuel le devolvió la sonrisa. Y ella repitió en voz alta los versos como, si de pronto, hubiese comprendido todo el universo. 

Los meses pasaban y a Manuel le era ya difícil sentarse en la silla porque su cuerpo no lograba mantenerse erguido. De modo que permanecía en la cama, con Sara siempre alrededor. Ella le repetía que resistiese, que no se dejara vencer por la enfermedad, que nunca se rindiera. Que, alegre o desdichado, sonriese. Por las noches, él se asustaba, se inquietaba, quizá porque sabía que la vida se lleva a sus hijos en las madrugadas. Porque es la vida, no la muerte, la que nos lleva a la meta siempre trágica. La muerte sólo nos recibe el último día, pero es la vida la que nos condena. Y ella, adormilada sobre un diván, le asía fuerte la mano para que él supiese que no estaba solo y que, si llegaba el momento, Sara ahuyentaría a los espectros y volverían a leer poesía y a sonreírse un día más. Durante aquellos días se contaron todo. Ya no había más anécdotas ni historias ni chismes. Sólo susurros de afecto y complicidad. Sólo confidencias de dos perdedores que, juntos, se convertían en ganadores. Se decían lo bellos que se veían el uno al otro y él la llamaba mentirosa y le pedía que no se burlara de un hombre inválido y arruinado. Y Sara le alisaba el cabello, le acariciaba las mejillas y le preguntaba por qué no había ido a buscarla cuando él era más joven y ella una niña. Nunca se besaron pero sus bocas estuvieron cercanas en muchas ocasiones, explorándose, con sólo un aliento de por medio. Encontraron que sus miradas lo contenían todo y lo redimían todo. 

En enero, Manuel empeoró mucho. Quizá fuese el frío que aquel año fue inusitadamente intenso o quizá es que el destino, cansado de aquel juego había hecho ya su apuesta final. Murió hacia la una de la noche del cuatro de febrero. Ella le despidió sin palabras y no lloró hasta que la dejó para siempre. Entonces, se desmoronó y gritó que Dios no existía, que todo era una farsa, que la vida no merecía la pena ser vivida, que todo era una mierda y que, en el juicio final, si es que existía, no sería Dios quién nos juzgase sino nosotros a Él por todo el mal que permitía cuando podía evitarlo con tan sólo un gesto.

No llamó a nadie hasta que hubo amanecido. Le lavó y le peinó. Cerró sus ojos y le miró con lo que ella sabía que era amor aunque nunca se lo hubiera dicho. Y pensó que debería haberlo hecho. 

Después, se adecentó, se lavó la cara hasta que desaparecieron las huellas de las lágrimas y avisó a la señora Marta. Le dijo que, al despertar, lo había encontrado muerto y que debió ser un final tranquilo porque ella ni lo sintió. La única reacción que pudo ver en la otra mujer fue un extraño brillo en los ojos que parecía brotar de cualquier sentimiento menos del pesar.

Le indicaron que sus servicios no eran ya precisos y, poniéndole en la mano un sobre que contenía cuatrocientos euros, fue invitada a que recogiera sus pertenencias y no volviera ya al día siguiente. 

Llamó a la pensión para volver a alquilar la habitación. Por la mañana leyó la esquela en un periódico que le dejaron en el bar de la esquina. Allá estaban los nombres de todos ellos, el de su “apenada” esposa y el de su “amantísimo” hijo. No estaba el suyo. No podía estarlo.

El funeral era a las seis y el entierro a las siete. Escuchó la misa sentada en el último banco entre ese grupo, siempre numeroso, de ancianas que asisten a todas las misas de difuntos esperando que al suyo acuda mucha gente cuando llegue el momento. Unas gafas negras cubrían sus lágrimas. Delante, ostentosos, la esposa y el hijo, un  cuñado y otro montón de gentes a los que nunca vio por la casa pero que ahora parecían muy afligidos, todos alrededor de su ataúd.

Salió a mitad de la misa porque necesitaba coger un autobús para estar a tiempo en el cementerio. Quería verle una última vez. Llegó unos diez minutos antes que la comitiva y preguntó al guarda en qué nicho iban a enterrarle. Le dijo que en uno del panteón blanco, en el jardín del norte. Anduvo hasta aquel lugar y esperó.

Pronto llegaron los Mercedes con los amigos y familiares del finado. Todos de negro, tanto los coches como los hombres y las mujeres. Casi todos con gafas oscuras  que Sara sabía que no escondían lágrima alguna.

El cortejo se dirigía directamente hacia ella, que permanecía en pie frente a la tumba. Al verla allá, la señora Marta dijo algo a los porteadores que ralentizaron el paso mientras ella se adelantaba.

- ¿Qué haces aquí? ¿no te pagamos para que desaparecieras de nuestra vista? No procede que estés aquí. No eres de la familia.
- Sólo quiero despedirme de un gran hombre – respondió Sara- Sólo eso. No hago daño a nadie.
- No digas tonterías, chica. Respeta este momento de duelo. Lárgate y déjanos en paz.

Como que Sara no diera muestras de moverse, Marta se impacientó y le medio gritó.

- He dicho que te largues. Igual esperas que te haya dejado algo. Ni lo sueñes, atontada. Tú sólo has sido una empleada, y bien pagada. Largo, antes de que llame a la policía y te deporten al agujero de donde has venido. Sé que buscas dinero pero, te lo aseguro, nunca tendrás nada de él.
- Se equivoca. Lo tengo todo. – y Sara se alejó del allí.  






2 comentarios :

jai reli gu dijo...

Un relato muy real. Tremendo como son los burgueses. No todo se compra con dinero en la vida, el cariño va primero. Me ha encantado. Siempre me encante leerte y desde que descubrí tu blog la lectura me la has reactivado. Cuidar a quien quieres al final de tu vida debería ser lo más importante. Contratarlo a precio de saldo es una aberración. En fin....muchas gracias por despertar mis emociones.

Félix Remírez dijo...

Muchas gracias por el comentario