Santa Catarina era, a primeros del siglo XX, una pequeña ciudad agrícola apenas visitada por foráneos dado el mal estado de las carreteras que llevaban a ella. La mayor parte de sus casas se situaban sobre la llanura que se abría al norte del río Indoreo, mientras que las tierras de labranza ocupaban la otra orilla. Dos puentes de madera permitían el paso entre ambos lados aunque los pastores vadeaban las aguas un par de leguas al sur, donde el cauce se ensanchaba y la profundidad no alcanzaba los tres palmos. Santa Catarina era un pueblo más, previsible y rutinario, que sólo salía de su sopor cotidiano el día de San Antonio, patrón de la villa y de los festejos que se celebraban en junio. Sus habitantes se alegraban con los nacimientos, asistían compungidos a los entierros de aquellos que marchaban, se preocupaban con las sequías que amenazaban las cosechas y sufrían con los muy comunes dolores de muelas y espalda que el médico, don Arturo, intentaba combatir con ungüentos de toda índole.
En fin, Santa Catarina no merecería aparecer en ningún relato si no fuese porque ninguno de sus hombres y mujeres padecían, ni habían padecido nunca, del mal del desamor. Nadie sufría por amores perdidos.
La causa de tan anormal situación era la Larga Clementina, una mujer de edad indefinida, tan alta que sacaba dos palmos al hombre más fornido del pueblo – de ahí su nombre-, y que vivía en lo más recóndito del bosque de hayas que iba desde la frontera norte de Santa Catarina hasta las altas montañas del Lobo, discernibles apenas en el horizonte.
Larga Clementina había llegado a la ciudad muchos años atrás y, de hecho, nadie recordaba cuándo. Al inicio, había pasado desapercibida, como si se tratara de un eremita huraño que rehúye el contacto con las gentes. En algún momento, que nadie sabía identificar, sus habilidades mágicas – de bruja, a juicio del párroco don Servando- habían comenzado a divulgarse de boca en boca, al principio de manera tímida y precavida, con consciencia de pecado. Más a medida que les iba retornando la felicidad perdida, la Larga Clementina había llegado a ser aceptada como alguien de la comarca de toda la vida, sin cuestionarse de dónde vino ni quién era. Simplemente era la Larga y don Servando sabía bien que si se le ocurría denunciar sus prácticas al obispado como contrarias a la religión, perdería sus dientes y vería quebrados sus huesos.
Como en todo el resto de mundo, los habitantes de Santa Catarina se enamoraban y, también como en el resto del mundo, muchos de estos amores acababan mal. Conocido es que, en tal situación, las personas lloran y se lamentan durante meses o años, pierden peso y duermen mal, lanzan improperios hacia la persona que no corresponde a sus cariños y, en definitiva, se sienten infelices. Más, allá, nada de esto ocurría. Nadie sufría por amores perdidos. Al contrario, todos tenían bellos recuerdos del pasado en lo que respectaba a su vida sentimental.
Fabián estaba triste. Se había enamorado de Lucinda hacía ocho años y, durante todo aquel tiempo, había sido el hombre más feliz del mundo. Ella era hermosa e inteligente. Le encantaban las largas conversaciones tras cenar, junto al fuego bajo, acariciándole las piernas y disfrutando de su sonrisa y su charla siempre imaginativa. Lucinda era una fuente de sorpresas, admiraba su forma de ver el mundo, su modo de mirarle y la confianza que le hacía sentir. Ingenuo, pensando que aquello duraría siempre, mantenía un diario donde iba escribiendo, con la mejor caligrafía que era capaz de hacer, sus anhelos y deseos, los hechos que les sucedían estando juntos y las esperanzas futuras.
El amor, ya se sabe, se ha sabido desde siempre, ciega los ojos y turbia la mente, de modo que cuando, de pronto, ella le dijo que ya no le amaba, que se marchaba, que él se había convertido en una cadena, se le vino el mundo abajo. Ni lo había sospechado, y se sintió el ser más imbécil del planeta. Lo que más le dolió fue la determinación de Lucinda por cortar la relación de tantos años. No sólo no le amaba, es que quería no amarle, estaba decidida a comenzar una vida nueva, distinta, ni la más mínima intención de intentar arreglar cualquier cosa que hubiera ocurrido y que Fabián desconocía.
La primera semana apenas comió, y bebió en demasía. Cada tarde, tras el trabajo en el campo, abría el diario y comenzaba a leer. Con ello se le abrían también las carnes y le sangraba el alma y él, un pobre desdichado, se consumía en su propio dolor.
- Ya está bien – le dijo Anselmo, su amigo de toda la vida- . Eres el único bobo que sufre por desamor, el hazmerreír de todo el pueblo. Haz el favor de ir mañana mismo a visitar a la Larga. Ya.
Fabián supo que Anselmo tenía toda la razón, que no tenía sentido sufrir por Lucinda cuando una simple visita al bosque de hayas lo resolvería todo.
Se perdió varias veces. Aunque le habían dado indicaciones precisas de cómo localizar a la Larga, el bosque era demasiado intrincado y todas las direcciones se parecían, los árboles crecían como si fuesen gemelos y la luz que se filtraba por las copas era escasa, ya al atardecer.
- Te esperaba – dijo una voz que provenía de la casa-. Has tardado.
- Me perdí – contestó Fabián-. Supongo que eres la Larga. ¿Sabías que vendría?
- Claro que lo sabía. Tus gimoteos son conocidos ya por todos. Te llaman bobo, ¿lo sabes? Y yo me entero de todo lo que ocurre en Santa Catarina.
- ¿Sabes a qué vengo, entonces?
- Vienes a lo que vienen todos. A que te quite ese mal de desamor que te está matando. No eres el primero ni serás el último.
Larga Clementina estaba de pie junto al fuego, casi a contraluz. Era alta, definitivamente la persona más alta que Fabián había visto nunca, incluso más que Mauricio, el leñador. A pesar de su estatura, no era desgarbada, tenía una silueta elegante y, siendo ya muy mayor, mantenía una belleza innata acrecentada por el brillo de sus ojos azules. Sin duda, de joven, hubo de ser una mujer excepcional y Fabián se preguntó si no habría aprendido los secretos del desamor tras haberlo sufrido ella misma. La cabaña estaba bien ordenada pero todos los anaqueles estaban llenos de instrumentos y productos desconocidos a los ojos del hombre. Quizá en aquel matraz había alas de mariposa pero no podía jurarlo. Más allá, aquel polvo dorado pudiera ser pirita triturada pero tampoco podía asegurarlo. Sí reconoció un alambique y un crisol donde hervía mercurio. Percibió enseguida un aroma agrio, indefinido, en toda la estancia.
- ¿Me dolerá?
- Te dejará de doler. – respondió ella al tiempo que removía el contenido de un perol que calentaba sobre el fuego.
- ¿Tendré que tomar ese mejunje que estás preparando? – preguntó Fabián con cierto temor en su voz.
- Si quieres…. Es mi cena – y la Larga se echó a reír con decidida sorna.
Cenaron y Fabián hubo de aceptar que, además de maga, aquella mujer era buena cocinera. Lo que él había pensado que era un bebedizo milagroso había resultado ser una sopa de carne deliciosa, lo mismo que el asado de ave posterior y los dulces de miel que compartieron de postre.
- Bien, ahora ya tienes la barriga llena. Es hora de que liberes tu alma- dijo la Larga.
- ¿Y cómo se hace eso?
- Déjamelo a mí. Pero para poder ayudarte has de contarme primero algo de esa novia tuya, ¿Lucinda dijiste?, y de qué sientes tú mismo.
Era una noche clara. Una luna afilada, recién nacida, nacarada, estaba tumbada sobre el horizonte cuando Fabián comenzó a contarle. Al principio, con mesura, con timidez. Luego, a medida que sentía el dolor de los recuerdos en su corazón, con fluidez, como quien deja salir la bilis y siente que la inflamación desciende y que el dolor afloja.
Le contó cuánto la había amado y cuánto la amaba, lo que la admiraba – porque no hay amor sin admiración, afirmó muy orgulloso de su reflexión- , le contó muchos momentos felices que habían compartido, como cuando fueron a caminar por el valle y ella se contorneaba juguetona delante de él no pudiendo sino perseguirla y darle un azote cariñoso en el trasero; o cuando, envueltos sólo en un albornoz, charlaron en la balconada, escuchando los insectos de la noche y viendo los luceros en el cielo; le contó de aquel día en que fueron a visitar el castillo y él pensó que era la princesa perfecta y hubiera deseado poder vencer a un dragón para demostrarle cuánto la amaba; o cuando él le escribía ripios, o cuando escucharon a la orquestina que llegó al pueblo con aquella violinista que interpretaba una música tan romántica; también de cómo la cuidó cuando estuvo enferma y de cómo compraron zapatos juntos. De cuando se bañaron en la laguna de agua caliente o de lo que le gustaban las alcachofas con jamón que ella preparaba; de lo que disfrutaba cuando ella le contaba cómo debería ser el mundo, de lo lista que le parecía- sin duda, mucho más lista que él mismo-, de lo que aprendía de ella cada día.
- Tantos instantes hermosos – dijo él, al tiempo que bajaba la vista hacia el suelo- , los tengo todos escritos en mi diario.
Se escuchó un búho fuera, repetidamente.
- Bien, es hora de comenzar. ¿Sabes lo que deseas, verdad?
- Quiero dejar de sufrir por el amor perdido.
- Empecemos, pues.
Le llevó media hora a la Larga Clementina preparar el jarabe, si es que podía llamársele de aquella manera. Fabián la vio mezclar los productos con la destreza que da la repetición de los actos, calentarlos y enfriarlos en un proceso desconocido para él.
Finalmente, le sirvió un tazón.
- Bebe – le ordenó y, como viera que el joven dudaba, añadió – No seas cobarde. Sabe bien.
Fabián bebió y, efectivamente, el sabor se asemejaba al del almíbar. Era agradable y apenas se percató de que el sueño le invadía y que se tumbaba sobre el camastro. Despertó cuando amanecía.
- ¿Qué tal te encuentras? – escuchó decir a la Larga
- Estupendamente. Nunca me había sentido mejor – respondió Fabián.
- ¿Feliz?
- ¡Claro! ¿Por qué no habría de estarlo? – preguntó el hombre con extrañeza.
- ¿Recuerdas por qué viniste a verme?
En ese momento recordó. Y recordó los días anteriores pero, ahora, sorpresivamente, inexplicablemente, no sentía ninguna amargura. Sí, se acordaba de que Lucinda había sido su novia pero casi de nada más. No se le atragantaba la saliva al pensarlo, ni sentía retortijones en su estómago ni sentía nada distinto a recordar un día de caza o la tormenta de una tarde.
- Realmente, me siento bien – confirmó.
- Me alegro. Puedes marcharte cuando quieras. – dijo la Larga- yo, ya he hecho mi trabajo.
- ¿He de pagarte?
- No. Claro que no.
Fue entonces cuando Fabián vio el diario que había dejado sobre la mesa. Lo tomó, lo abrió por la mitad y comenzó a leer. Allí estaba todo lo que había disfrutado y sentido, vivido y amado, con Lucinda. Aquellos instantes rememorados que, antes le dolían en el alma, no le trajeron sentimiento alguno. Como si estuviese leyendo una barata novela de las que vendía el señor Genaro en la librería. Como si no fuera con él.
- ¿Entonces, esa pócima hace que ya no sienta nada? – preguntó.
- No exactamente, pero si te vale esa explicación, tómala. Da lo mismo. – repuso ella.
- Es una pena – dijo él, por lo bajo.
- ¿Qué es una pena?
- Que ya no sienta nada por todos esos instantes maravillosos que están escritos aquí. Podíamos haber guardado los momentos hermosos, los sentimientos agradables y borrado sólo el dolor. Pero supongo que es necesario para evitarme sufrir.
- No, no he anulado tus sentimientos dulces para que no sufras. Puedo cercenar sólo el dolor sin afectar al gozo– ella le miró fijamente-, la pócima te evitará sufrir tanto si te acuerdas de ellos como si no, si sientes como si no. No elimino tus sentimientos por eso.
- Eran instantes muy bellos. – dijo él, sin comprender- ¿Por qué eliminar su deleite si no me van a hacer sufrir? ¿Por qué no recordar esos momentos sólo por su hermosura, con agrado, conservar lo tierno y lo hermoso?
- Porque ella los ha menospreciado. Mientras dormías leí tu diario. No es que tú no debas recordarlos, es que ella no merece que nadie los recuerde o sienta por ellos.
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