Me gusta vagar por las callejas de la ciudad vieja. Con sus muros de ladrillos de adobe entrelazados que los albañiles medievales tejieron con una destreza que resiste el tiempo. Huele a carne asada y a sopa hirviendo. Huele al laurel y al hinojo que las comadres cuelgan en los balcones, bien sea como despensa improvisada o como amuleto contra las malas presencias.
Me gusta vagar por las callejas de la ciudad vieja cuando llega el crepúsculo. Entonces, los candiles se encienden con una luz tenue que más parece de gas que eléctrica. Algunos niños ríen al fondo y dejan caer la pelota por la calle para que yo la devuelva con un puntapié tan desgarbado y mal dirigido que les hago reírse aún más.
Me gusta vagar por las callejas de la ciudad vieja cuando llega el crepúsculo. Entonces, los candiles se encienden con una luz tenue que más parece de gas que eléctrica. Algunos niños ríen al fondo y dejan caer la pelota por la calle para que yo la devuelva con un puntapié tan desgarbado y mal dirigido que les hago reírse aún más.
Me gusta vagar por las callejas de la ciudad vieja y sentir las historias que cada una de las piedras cuentan. Relatos viejos de amores y reyertas. Se cuenta que en la esquina de la calle Almansa, un día ya muy lejano, un príncipe fue atacado por tres secuaces a los que rechazó con su espada. Y, un poco más lejos, en el patio lleno de flores del mesón, se prometieron la condesa y el conde que gobernaron estas tierras hace cinco siglos. Ya no hay señores ni secuaces pero sus sombras siguen presentes.
Me gusta vagar por las callejas de la ciudad vieja recordando cuando caminábamos de la mano al salir del trabajo, buscando ese instante en que, súbitamente, todos doblaban las esquinas y, solos, nos besábamos.
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