El desfiladero, tan profundo que el río que discurre por el fondo apenas se distingue, es lo primero que llamó la atención al jefe Han Huanan. Sabía que las tierras que su pueblo necesitaba eran difíciles de tomar. Los prófugos chinos le habían hablado de una gran muralla de piedra que se extendía a lo largo de innumerables leguas, tantas que ningún explorador había logrado nunca recorrer. Cada poco, en torres que se iluminaban con hogueras al atardecer, guardias imperiales vigilaban los movimientos de todo lo que ellos denominaban, con la soberbia del que se siente invulnerable, el país del medio. Pero Han Huanan no tenía alternativa. Los mogoles avanzaban por el norte y sus gentes morían de hambre en el verano y de frío en el invierno. Debían migrar al sur y buscar una tierra fértil, con caballos que capturar y ovejas que cuidar. Imposible traspasar la muralla; imposible enfrentarse al ejército más poderoso del mundo que se extendía por toda la tierra conocida hasta donde las aguas caen en tumultuosas cataratas por las barrancas del fin del mundo.
Han Huanan había ideado, no obstante, una solución. Acercarse justo hasta donde la muralla terminaba. Allá donde sus hombres habían visto que se alzaba la torre primera de la China. Circunvalarla y encontrar más allá de la frontera una tierra en la que pudieran plantar sus tiendas y vivir sin guerrear. Pero no había contado con aquella cicatriz enorme en la tierra. Ahora sabía porque el emperador chino no había extendido sus dominios más allá de la primera torre. No se podía cruzar aquel barranco. Quizá algunos guerreros jóvenes y ágiles pudieran descender por las paredes escarpadas, vadear las aguas y volver a subir por la ladera opuesta. Pero resultaba imposible siquiera pensar hacerlo con los ancianos, los niños, las mujeres y los ganados. Estaban encerrados entre una horda que se les venía encima por detrás, una muralla aguerridamente defendida y un obstáculo que la madre tierra les imponía.
Han Huanan meditó durante tres días completos. No comió, no bebió y no durmió. Sus más cercanos vasallos creyeron que moriría en su trance, que había sido llamado a las moradas de los enloquecidos. Pero cuando Han finalizó su ayuno, mandó a su pueblo ponerse en marcha hacia el oeste. Un mar de piedras y peñascos se abría ante sus ojos. Ninguna vegetación. Nada de agua. Ningún animal. Y siempre el barranco al filo de su camino.
Tras treinta días de caminar, cuando el agua ya escaseaba y los pies de los niños y ancianos se cubrían de ampollas, mandó parar. El desfiladero se había estrechado. Cinco guerreros tomaron todas las cuerdas que la tribu poseía. Bajaron por la pendiente vertiginosa arrastrándolas atadas a sus cinturas y volvieron a ascender por la pared de enfrente. Repitieron la operación hasta que lograron tender un puente de lado a lado. Frágil y tembloroso ante el viento y el peso pero suficiente para que todos cruzaran. Recorrieron entonces el camino inverso pero por la otra orilla del río enterrado. Treinta días después los centinelas que vigilaban la primera torre les vieron acercarse como salidos de la nada. Nadie había cruzado el río. Era imposible hacerlo. Aquellos seres que llegaban del oeste, allá donde la tierra era un desierto de piedras que anunciaba el fin del mundo, debían ser sin duda mensajeros de los dioses. No tardaron en llegar las noticias a la corte de Xi’an. El emperador pensó que si llegaban del fin del mundo bien le servirían. Les concedió una fértil región al sur de la muralla con la condición de que defendieran el barranco de hordas hostiles. Así lo hicieron y nunca más, hasta tiempos muy recientes, el paso de Jiayuguan fue mancillado.
Han Huanan había ideado, no obstante, una solución. Acercarse justo hasta donde la muralla terminaba. Allá donde sus hombres habían visto que se alzaba la torre primera de la China. Circunvalarla y encontrar más allá de la frontera una tierra en la que pudieran plantar sus tiendas y vivir sin guerrear. Pero no había contado con aquella cicatriz enorme en la tierra. Ahora sabía porque el emperador chino no había extendido sus dominios más allá de la primera torre. No se podía cruzar aquel barranco. Quizá algunos guerreros jóvenes y ágiles pudieran descender por las paredes escarpadas, vadear las aguas y volver a subir por la ladera opuesta. Pero resultaba imposible siquiera pensar hacerlo con los ancianos, los niños, las mujeres y los ganados. Estaban encerrados entre una horda que se les venía encima por detrás, una muralla aguerridamente defendida y un obstáculo que la madre tierra les imponía.
Han Huanan meditó durante tres días completos. No comió, no bebió y no durmió. Sus más cercanos vasallos creyeron que moriría en su trance, que había sido llamado a las moradas de los enloquecidos. Pero cuando Han finalizó su ayuno, mandó a su pueblo ponerse en marcha hacia el oeste. Un mar de piedras y peñascos se abría ante sus ojos. Ninguna vegetación. Nada de agua. Ningún animal. Y siempre el barranco al filo de su camino.
Tras treinta días de caminar, cuando el agua ya escaseaba y los pies de los niños y ancianos se cubrían de ampollas, mandó parar. El desfiladero se había estrechado. Cinco guerreros tomaron todas las cuerdas que la tribu poseía. Bajaron por la pendiente vertiginosa arrastrándolas atadas a sus cinturas y volvieron a ascender por la pared de enfrente. Repitieron la operación hasta que lograron tender un puente de lado a lado. Frágil y tembloroso ante el viento y el peso pero suficiente para que todos cruzaran. Recorrieron entonces el camino inverso pero por la otra orilla del río enterrado. Treinta días después los centinelas que vigilaban la primera torre les vieron acercarse como salidos de la nada. Nadie había cruzado el río. Era imposible hacerlo. Aquellos seres que llegaban del oeste, allá donde la tierra era un desierto de piedras que anunciaba el fin del mundo, debían ser sin duda mensajeros de los dioses. No tardaron en llegar las noticias a la corte de Xi’an. El emperador pensó que si llegaban del fin del mundo bien le servirían. Les concedió una fértil región al sur de la muralla con la condición de que defendieran el barranco de hordas hostiles. Así lo hicieron y nunca más, hasta tiempos muy recientes, el paso de Jiayuguan fue mancillado.
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