Con un tirón brusco de la cuerda arrancó el motor de su barquita. Jirones rosáceos de cirros caían hacia el horizonte en el oeste y una brisa fresca pintaba caracolas rizadas sobre el mar.
Camilo, como cada tarde, como cada día de toda su vida, salió a pescar. Así se ganaba la vida, al igual que lo había hecho su padre y su abuelo. Empujado por el traqueteo de la hélice, pronto alcanzó el pequeño caladero a unas dos millas de la costa. Era ya noche cerrada. Camilo encendió los dos grandes faroles que, como si se tratara de pechos de mujer, se alzaban a ambos lados de la barca. Los círculos de luz rivalizaron con el que, más allá, formaba la luna. Apagó la motora y cogió los remos que siempre llevaba para mantener la posición en contra de las corrientes. Durante años había comprobado que el ruido ahuyentaba a los peces, de modo que con los remos se las arreglaba mejor.
El pescador, con una rutina tranquila y exacta, lanzó los aparejos a estribor del bote. Los peces, atraídos por la luz, empezaron a amontonarse en torno a los anzuelos. Y, poco a poco, Camilo fue logrando su botín diario. Mientras, las manos y los músculos centrados en la pesca, sus pensamientos en sus cosas, sus cuitas y sus ilusiones. Llampugas y serviolas fueron llenando su cesto, bien cubierto de hielo para que el pescado se mantuviera fresco. Pasaron cuatro horas y sintió que ya tenía bastante por ese día. Suficiente para que, de su venta, sacara para vivir unos días más.
Cuando llegó al dique, la subasta en la lonja comenzaba con su letanía de precios que sólo gentes como Camilo podían entender.
1 comentarios :
yo he pasado largas temporadas viviendo en un pueblo pesquero y añoro su ambiente. Este relato me lo ha recordado mucho. Gracias.
Abel
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