22/9/12

El jardín del sauce







Buscar paisajes, esa era su misión. La productora cinematográfica estaba embarcada en la filmación de una trama romántica, una película dulce, de amores tormentosos que se arreglan cuando ya parece imposible que lo hagan, con un elenco de moda, la pizca de erotismo justa para el éxito y una fotografía cuidada. Elías había leído el guion la semana anterior y disponía de pocos días para encontrar los escenarios adecuados antes de que el rodaje comenzara a final de mes. No se lo había pensado dos veces. Recordaba haber visto fotos del lugar en un folleto de viajes y enseguida le vino a la cabeza que allá podía encontrar el lugar idóneo. Tomó un avión e hizo un trato con un barquero para que le condujera río arriba. Lo mejor era ser sistemático, explorar cada recodo y cada remanso hasta dar con el paisaje ideal. Una mochila, loción contra los mosquitos, un sombrero Panamá, unas zapatillas cómodas y la réflex de diez megapíxeles le acompañaban.
 
El entusiasmo inicial le había abandonado tras cuatro días de navegación sin hallar nada interesante. La civilización lo invadía todo. Los mismos bungalows de plástico alineados por millas y millas, las mismas carreteras repletas de automóviles, las barcas con forma de pato llenas de turistas bronceados, columpios deslucidos, papeleras desbordadas y antenas de telefonía móvil repletas de parabólicas. Cada noche había dormido, para su pesar, en cómodos hoteles sin necesidad de abrir la tienda de campaña que llevaba sobre la mochila. Desmoralizado, decidió subir por el afluente del norte, apenas turístico.
 
Aquel día de finales de primavera, muy de mañana, la barcaza viró hacia la ribera al entrar en un meandro enmarcado por una arboleda densa, voluptuosa y vehemente que batallaba para cubrir el río de raíces y ramas amarillentas. No hablaban, pero el rumor monótono del viejo motor, el deslizar del agua bajo la quilla y el cantar políglota de las aves saturaban el aire de una armonía indefinida y sutil. Sonidos de tierra, de campo, de campiña virgen.
 
-No puedo ir más allá, señor- le indicó el barquero- Los rápidos están cerca y esta vieja lancha no tiene potencia para retarlos.
 
Acordó que regresara en tres días. Mientras, exploraría los alrededores a pie, como en sus viejos tiempos de montañero. Llenó un par de bolsas con latas y galletas y saludó con la mano en alto cuando vio alejarse el bote, humeando por encima de la chimenea negra y metálica.
 
A medida que avanzaba por la orilla, las aguas aceleraban su marcha y se arremolinaban alrededor de los peñascos que, cual boyas ancladas, resistían los embates de la corriente. Como para compensar el ímpetu del río, las campas que bordeaban el cauce se iban tornando más suaves y lisas, con pastizales glaucos cuidados por la propia naturaleza y parterres silvestres de dalias y campánulas blancas.
 
Divisó la granja cuando el sol se alzaba sobre las copas de los almendros y el cielo se cubría de nubes rasgadas y lejanas. Sería poco más del mediodía porque las sombras eran breves y el calor apretaba. La casa, de una planta, estaba construida en madera y sus ventanales, amplios, no tenían cortinas. La puerta abierta. En el zaguán, un colgante lleno de flores. A través de la ventana se veían un piano de pared y un reloj de péndulo apoyado contra uno de los muros. El porche estaba delineado con macetas repletas de buganvillas púrpuras, hortensias y alhelís. En él, a un lado del mismo, una mesa rústica y dos sillas de mimbre con cojines de plumas esperaban una plática tranquila. El jardín que rodeaba la vivienda tenía el césped cuidado y, en su centro, había un sauce grande y solitario cuyas ramas más alejadas aspiraban a besar las aguas del río. Tomó su cámara y comenzó a fotografiar los detalles, los rincones recoletos, los destellos el sol jugueteando con la casa. Estaba absorto en la hermosura de la atmósfera, en las imágenes que ya veía en la pantalla del cine, cuando se sobresaltó al escuchar una voz tras de sí.
 
-        Hola, bienvenido.
 
Se volvió y fue cuando la vio. Era hermosa. Pensó que nunca había visto una mujer tan hermosa en su vida. Una de esas sorpresas que la existencia depara cuando uno se asombra de cómo es posible que exista alguien con tanto embrujo, que haya sido posible vivir anteriormente sin el deleite de tanto encanto en una sonrisa. No era una jovencita pero él tampoco lo era. Delgada, su pelo se recogía en una coleta que la hacía interesante. Su rostro, bronceado, matizado por el tiempo y la vida, era cautivador; los hombros que asomaban por la camiseta, atractivos.
 
Ella le miraba sin miedo, sin preguntarle por qué estaba invadiendo su propiedad, sonriéndole.
 
-        Lo siento- balbuceó- no quería importunar. Lamento haberla asustado- dijo Elías.
 
-        No me ha asustado. Le he estado observando hasta comprobar que era inofensivo- sonrió-, no crea que estoy tan loca. Tengo teléfono para avisar y una escopeta en la alcoba. Aunque lo parezca, no vivo en la selva. Tenemos luz eléctrica y los guardas forestales se mueven rápido en el todoterreno- hizo un guiño cómplice.
 
-        Le aseguro que no deseo molestar. Sólo quiero fotografiar su casa si me lo permite. Es una preciosidad. ¿La cuida usted?
 
-        Trátame de tú si te parece. Soy Ana.
 
-        Encantado de conocerte, Ana. Soy Elías y trabajo en el cine- le brindó su mano.
 
-        Encantada- ella le devolvió el gesto y demoró el saludo más de lo debido al contacto con su piel- ¿Cine? Tienes que contarme eso. Siempre me ha gustado el cine. Es una de las pocas cosas que echo en falta, viviendo aquí. ¿Te apetece una limonada?
 
-        Será estupendo.
 
Sentados en el porche, como si se conocieran de toda la vida, alternaron el refresco con el té a medida que las horas pasaban, tan de incógnito que ninguno se dio cuenta que el sol descendía poco a poco y los tarines bajaban a tierra para picotear junto al ribazo de la colina. Él le contaba de su trabajo, anécdotas de rodajes que a ella le encantaron, las manías locas de las estrellas, de cómo estaba buscando paisajes y de cuánto le encantaba ser explorador de mundos e imágenes. Consiguió que se dejara fotografiar y la grabó en decenas de poses mientras ella reía divertida de sentirse una diva del celuloide. La tarde calurosa fue tornándose templada a medida que la oscuridad caía con parsimonia sobre el sauce y este, acunado por la brisa del atardecer, ondeaba sus brazos curvados en una danza llena de embrujo. Ella le contó de cómo había heredado la finca y de cómo se enamoró del lugar cuando fue a visitarlo por primera vez. Le había costado años decidirse y dejar la ciudad, abandonar la rutina y el desamor hasta que, un día, se armó de coraje y se traslado a Villa Cafetal, que así se llamaba la propiedad, para ser ella misma, para sentir el mundo como deseaba. Aún a riesgo de perderlo todo- le relató- necesitaba asegurarse que podía ser feliz cambiando el navegar de su vida de norte a sur. Sentía que lo había conseguido, que aquella nueva vida llena de trabajo en el huerto, música y lecturas merecía la pena.
 
-        Espera un momento.- dijo Ana mientras se levantaba y entraba en la casa.
 
De pronto, unos farolillos de papel colgados se iluminaron en el exterior, desde el tejado hasta por entre las ramas del sauce. La noche caía y aquel mundo de candiles y rumores de hojas, de aguas cantarinas y frufrús de alas de insectos, de pequeñas luminarias titilantes y estrellas que aparecían en el cielo, parecía pintado por algún dios juguetón que conspiraba para enlazar vidas, almas y deseo.
 
-        Voy en un momento- gritó ella desde dentro, mientras una luz amarilla y suave iluminaba la estancia y escapaba por la ventana.
 
Elías se levantó y, en un repentino gesto que le sugirió el instinto, se descalzó y caminó por el jardín hacia el gran árbol, sintiendo la caricia de la hierba y el tacto del húmedo suelo. Necesitaba el contacto con la tierra. Se detuvo bajo los farolillos de luz inquieta y supo que nunca diría a la productora que Villa Cafetal existía. Los paraísos no deben ser hollados. Le dolía tener que marcharse. Le dolía esa sensación que uno reconoce pocas veces en la vida de haber encontrado el lugar buscado y nunca antes hallado, ese que siempre se encuentra por azar y que se reconoce en un instante, sin pensarlo, sin razón, sin necesidad, sin vuelta atrás, como un destino inexorable que nos hechiza sin remedio.
 
Estaba absorto en sus pensamientos, cuando de pronto sintió que ella le abrazaba la cintura por detrás.
 
         - ¿Te quedarás a cenar?- le preguntó, mientras le besaba en el cuello con ternura.




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