1/4/13

El fluir de la vida





La madre de Nick se llevó un disgusto cuando le dijo que se iba a trabajar a Londres, sin Olga.
-        Es tan buena chica, yo me había hecho muchas ilusiones- le había dicho la mujer con cierta pesadumbre en la voz. - ¿Y qué vas a hacer tú en el extranjero? Si ni siquiera hablan como nosotros, por el amor de Cristo.
Nick no trató de explicárselo. Seguramente, todas las madres confían en ver a sus hijos casados con la formalidad que una familia conservadora espera e intentar convencerla de que ambos anhelaban muchos más sueños que los que les podía brindar aquella ciudad de provincias era inútil. Él deseaba salir de aquella granja a las afueras en que su padre tenía un pequeño negocio de cereales que marchaba lo suficientemente bien como para que él hubiera podido terminar la carrera de ingeniero técnico y tener un Seat 131 de segunda mano que le bastaba para llegarse cada día hasta el centro a divertirse con la cuadrilla o a recoger a su amiga en el piso de la calle Martínez Soler.
Olga y él habían sido buenos amigos durante varios años, de esa clase de camaradas íntimos que permanecen en la frontera entre la amistad y el amor, con esporádicas incursiones en el sexo, una situación que siendo inestable en sí misma, habían sabido sostener con increíble sosiego. A ello había contribuido sin duda la nula ambición de comprometerse en una familia por parte de cualquiera de los dos.
-        ¿Tú quisieras tener niños?- le preguntó una noche Nick mientras cenaban en el pequeño restaurante que habían abierto junto a los cines Miramar- Dicen que todas las mujeres queréis hacerlo más tarde o más temprano.
-        Tonterías- había replicado Olga con decisión-, yo lo que quiero es ver el mundo, aprender idiomas, estudiar económicas, ver todos los museos de Europa y vivir en una comuna de esas que dicen que hay en Francia.
-        Ya veo- río él- lo que quieres es acostarte con un tío cada noche y fumar hierba.
-        ¿Y si así fuera?- contestó ella muy seria, hasta el punto que Nick se quedó cortado preguntándose si realmente conocía a aquella mujer.
-        Nada, era una broma. ¿Entonces, no te apetece casarte?
-        ¿Es que quieres proponérmelo?- preguntó ella con una sincera mueca de preocupación en su rostro que se disipó en cuanto él contestó que ni loco, que él también deseaba marchar a otro país, salir de aquel pueblo- el siempre llamaba pueblo a su ciudad- y de dejar atrás la agobiante disciplina que sus padres le imponían.
-        El matrimonio lo jode todo- había aseverado la chica muy trascendente-, el amor pudre la amistad y si siendo amigos te llevas de muerte, siendo esposos te llevas a matar- hizo un juego fácil de palabras.
-        Brindemos por no casarnos nunca- Nick alzó la copa de rosado con la que acompañaban el lenguado al limón que ambos habían elegido.
-        Pero seamos amigos siempre, ¿vale? – las  copas campanillearon al chocar entre sí.
-        Eso siempre.
Se había apuntado a una beca de trabajo para primerizos cuyo anuncio habían colgado en el tablón de la facultad poco antes de finalizar el curso. Un trabajo sencillo en una fábrica de tractores en Bent Cross, al norte de Londres. Un año, con posibilidad de renovar contrato si las cosas iban bien. No es que pagaran mucho pero la expectativa de conocer otra vida y la vitalidad que da la juventud le hicieron firmar sin leer el contrato. Tuvo suerte y en junio le confirmaron que había sido admitido. Le pagaban el viaje en autobús hasta la capital inglesa, una paliza de casi treinta horas a través de toda Francia y cruzando el canal en un ferry.
La noche anterior a su partida durmió con Olga aprovechando que los padres de ella habían marchado a Madrid e hicieron el amor con fiereza, como si quisieran asegurarse de su juventud, de su fuerza, de sus ganas de comerse el mundo y la vida completa, o quizá sólo para garantizar que se recordarían. Apenas hablaron, de hecho casi nunca se hablaban cuando el sexo les llamaba.
-        Nunca hables cuando follemos- le había pedido al inicio Olga- . Si hablas mientras te acuestas con alguien, seguro que te sale decir cariño, o cielo, o bien mío, o te quiero...eso sale porque es lo natural en ese escenario. Y, si lo dices, todo está perdido, ¿lo entiendes?
No, Nick no la entendía pero tampoco le preocupaba lo más mínimo lo que habría o no de hablar mientras ella le satisficiera y le dejara experimentar lo que sus hormonas le demandaban. Se limitaba a disfrutar y a hacerla gozar como buenamente podía.
La noche estaba aún cerrada cuando ella, desnuda, le rodeó con sus brazos por la cintura.
-        ¿Qué haces? ¿no duermes?- le preguntó. Él fumaba un cigarrillo apoyado en la barandilla de la terraza, el pecho desnudo, con el pantalón del pijama de ella y una luna gibosa asomando por encima de los tejados del centro de la ciudad.
-        Insomnio. La emoción, me parece. Se me hace raro dejar el pueblo, quizá hasta me da un poco de miedo pero, por otro lado, estoy deseando que llegue mañana.
-        Yo también me iré pronto- musitó Olga, apoyándose junto a él.
-        ¿Qué nos espera en la vida? ¿Bueno o malo?
-        Si lo supieras no tendría emoción marcharte a Londres. Imagina que supieras que llegas y te atracan el primer día y te dan una somanta de palos. Perderías las ganas de marchar- le quitó el cigarro de sus manos y dio una calada larga que terminó con una estela de humo azulado recortada contra la noche.
-        Bueno, también puedo llegar y que me toque la lotería- sonrío él-, no seas cuervo de mal agüero, joder.
-        Sé que te irá bien.
-        ¿Tú qué harás?
-        Primero, terminar la carrera el año que viene. Luego, ya se verá pero lo que sea habrá de ser lejos de aquí. Sin ataduras, libre.
-        Prometamos encontrarnos en París, dentro de diez años, tú una ejecutiva acaudalada y yo un ingeniero famoso- ahora fue él el que fumó del común Chester.
-        Hecho. Venga, ven a la cama. Hagámoslo otra vez. No sé cuándo tendré un tipo de confianza que me alivie las ganas- le dio una palmada en el trasero a la vez que le sonreía con picardía. Él no se hizo de rogar. La levantó en sus brazos y en dos zancadas cayeron sobre el lecho.
 
Nick encajó bien en el empleo. Su nivel de inglés mejoró en muy poco tiempo y, ayudado por un par de jóvenes españoles que trabajaban en la misma empresa, alquiló un apartamento coqueto, un estudio pequeño pero más que suficiente para él, en un barrio tranquilo y en una calle que tenía un pub en la esquina, el Mellows, donde pronto hizo amigos. Quizá porque resultaba exótico, porque el sueldo le daba para pagarse caprichos o porque, sin duda, era apuesto, lo cierto es que tuvo éxito con las mujeres. De tanto en cuánto enviaba alguna carta a sus padres y, cada dos o tres semanas, procuraba llamarles. Al principio se acordaba de Olga y le enviaba algunas fotos de la casa, del parque y de su oficina en la fábrica pero, a medida que Patt y Melissa fueron entrando en su vida, olvidó casi por completo la piel de Olga y las confidencias que ambos se contaban cuando aún estaba en España. Además, ella estaba bien y en su última carta le decía que se había apuntado a la bolsa de trabajo de una empresa francesa que buscaba estudiantes en prácticas. Si todo iba bien, marcharía a Lyon en mayo, con su licenciatura recién estrenada y deseando comerse el mundo. Él le había contestado deseándole toda la suerte del mundo y recordándole que debían verse en París en nueve años.
Cuatro años después, Nick se casó con Melissa. Sus padres vinieron desde España pero se sintieron perdidos en Londres, sin hablar el idioma y con unos consuegros que les recordaban a Spencer Tracy y Katharine Hepburn. Su madre había disfrutado de las compras en Oxford Street pero poco más y su padre ansiaba ya regresar para encargarse de su negocio porque, como siempre decía, los cereales no crecen solos. En verano, Melissa y él viajaron a España pero ella no se adaptó bien. Decía que se aburría, que le faltaban la vida y el bullicio de Londres, que las comidas eran pesadas y los desayunos escasos. Apenas aguantaron quince días antes de volver a Inglaterra. En realidad, ella no se aburría sólo de la vida española y Nick se percató de ello unos meses después. El matrimonio duró poco y el divorcio fue de mutuo acuerdo, sin aspavientos, civilizado como deben ser estas cosas.
Mientras progresaba profesionalmente- había logrado un puesto de ingeniero jefe en una empresa que fabricaba componentes para vehículos, bien pagado, cercano a la alta dirección y estaba muy bien considerado- pasaron por su vida Rachel y Mona, rubia la primera, morena la segunda, de pechos amplios ambas y poco dadas a compromisos. Mejor para él, pensaba siempre, un matrimonio era más que suficiente y ni loco repetiría la experiencia. A veces, cuando estaba solo, en alguno de los muchos viajes que debía realizar, se acordaba de lo que Olga le decía.
-        El matrimonio lo jode todo, el amor pudre la amistad y si siendo amigos te llevas de muerte, siendo esposos te llevas a matar.
Quizá por estos recuerdos esporádicos o quién sabe por qué, el hecho es que Nick sintió la tentación de saber más de ella. No tenía su teléfono y su última carta databa de hacía casi un año. La vida les había hecho saber el uno del otro anualmente, como si escribir más fuera inoportuno. Estaba contenta o, al menos, lo aparentaba. Le contaba que había progresado y ahora era directora de una sucursal de Amélie, una agencia de publicidad bien posicionada en el mercado, con expectativas de desarrollarse aún más en su trabajo y con buenos amigos en la capital francesa. Había sido una carta larga, de seis o siete páginas. Nick no solía guardar las cartas, las quemaba- algo que había visto hacer en una película y que le parecía limpio tanto para el ambiente como para el corazón porque no hay nada peor que atesorar recuerdos que algún día puedan doler- pero recordaba una de las frases que Olga había escrito:
Vivo mi vida como quiero, con la libertad que siempre ansié, sin tener que mirar a cada lado por si alguien me ve, sin atender a los chismes y la gente, sin preocuparme por el qué dirán, con la amistad cercana de buenos y leales amigos, como tú lo eras, satisfecho lo que tú sabes de vez en cuando, sin compromisos que me aten y, sin embargo, no me siento feliz, sigo sintiendo el hondo pozo que siempre sentí y que no se llena, que sigue anhelando no sé qué secreto que probablemente nunca llegaré a conocer.
Escribió un par de cartas que ella contestó pero, al igual que había ocurrido en el pasado, la distancia se encargó de que el hilo que les unía se quebrara pronto. Londres continuó absorbiéndole su tiempo y su esfuerzo. Paris, los de ella.
Un día, tiempo después, mientras Nick tomaba un té con leche en una terraza de Waterlow Park se dio cuenta que habían pasado más de nueve años desde que se vieran por última vez. La última comunicación databa de hacía más de dos años. Se le ocurrió que sería buena idea cumplir la promesa que se habían hecho, bromeando, aquella noche en la casa de sus padres justo antes de haberle hecho el amor. En diez años en París, habían acordado, ambos con sus sueños cumplidos. Se preguntó cómo se vería ahora ella, tendría treinta y dos, todavía joven y de buen ver a todas luces. Sí, le escribiría y le propondría verse. Él podía tomarse una semana en Septiembre. Pidió allí mismo papel al camarero y ordenó otro té. Escribió dos páginas de corrido, con la ilusión que la idea del reencuentro le proporcionaba. Sólo cuando cerró el sobre se dio cuenta de que no sabía a dónde dirigir la carta. No tenía dirección alguna y su manía de quemar las de ella hacía imposible saber cómo localizarla. Dobló y metió el sobre en blanco en el bolsillo del pantalón, desilusionado. Habría de esperar hasta recibir alguna carta de Olga y que esta tuviese un remite. La decepción le acompañó todo el día y durmió inquieto pero a la mañana siguiente se llamó imbécil a sí mismo. Lo tenía. Llamaría a sus padres y estos podrían contactar con los de Olga que a buen seguro conocerían de su paradero. Mientras untaba mermelada de naranja en las tostadas sintió una cierta felicidad, una bobada sin duda, pero el pensar en el encuentro con una amiga de la infancia le hacía sentirse bien.
-        Hola, mamá. ¿qué tal estáis?- llamó desde la oficina para que la llamada le saldría gratis.
-        ¡Nick!, ¡qué alegría, hijo!, llamas tan poco...
Hablaron diez o quince minutos del trabajo, de cómo la crisis estaba comenzando a hacer mella en el negocio pero tranquilizó a su madre diciéndole que a él le iba bien, que en su fábrica no faltaban contratos. Por supuesto, hubo de darle un reporte completo sobre su vida sentimental. Mintió como siempre lo hacía al hablar con su madre y se inventó una novia, buena chica, con propiedades en el campo, con la que quizá algún día pensara en algo más serio.
-        Eres un cabeza loca- le espetó su madre- se te va pasar la hora de tener hijos o cuando los tengas vas a parecer su abuelo.
-        Es que eres muy joven todavía para hacerte abuela- bromeó.
-        Encima, no te burles. Lo digo en serio. Ta ha llegado la hora de asentar la cabeza. Tienes un buen empleo, un buen sueldo, eres buen mozo y hasta donde yo sé te gustan las faldas- rio entre dientes-, así que ya es tiempo de que hagas caso a tu madre. Y tu padre también lo desea.
-        Por cierto, mamá- Nick vio la oportunidad de preguntar por lo que realmente estaba llamando-, hablando de novias, el otro día me acordé de Olga. ¿Te acuerdas de ella?
-        Claro, cómo no me voy a acordar.
-        Me gustaría saber qué fue de ella pero no sé dónde vive. Creo que en Francia, ¿no?
-        ¡Qué va a vivir en Francia si lleva aquí más de un año!
-        ¿Cómo dices?- Nick se quedó cortado, perplejo. Él sabía que ella estaba en París o al menos lo estaba hacía dos años y medio. Y, hasta donde conocía, le iba bien.
-        Regresó hace unos meses. Ya te contaré. No conozco los detalles pero se casó con un tipo y parece que no acertó. Divorciada, por lo que me han contado.
-        ¿Se casó?
-        Ahora vive en la granja que fue de Jacinto, seguro que la recuerdas. La alquiló y creo que lleva algunas cuentas para ganar algo de dinero aunque según dicen sus padres, tiene ciertos ahorros de cuando vivía en Francia.
Nick mantuvo la conversación durante algunos minutos más, aun confuso por las noticias que recibía. Luego, colgó y durante un cuarto de hora se quedó sentado en su silla, sin atender a los clings de cada correo entrante en el Outlook. Aquel día, las nubes cubrieron Londres y llovió persistentemente durante toda la tarde.
No tenía ganas de cenar. Colgó el traje en el armario y sacó una cerveza del refrigerador mientras se fumaba un cigarrillo y en la televisión las noticias hablaban de cierta ley controvertida y de disturbios en Northampton. No atendió y en cuanto terminó el vaso se tumbó en la cama, en camiseta y calzoncillos, mirando al techo, dando una calada al cigarro cada cierto tiempo. Intentó pensar en las tareas del día siguiente, en el contrato que había que discutir con la Emmerald Components, pero muy a su pesar sus pensamientos se centraban en Olga. No la había visto en diez años pero, por alguna causa desconocida, sentía una emoción no exenta de angustia que se le aferraba a la garganta, que le daba sed, que le resecaba la boca. Alguna vez ocurren cosas así, que de pronto uno se da cuenta de que debe hacer algo inexorablemente, ineludiblemente, por encima de todo y cueste lo que cueste. Y él, sin siquiera visualizar ese pensamiento en su cerebro, sabía que debía hacerlo. Aguantó unas horas en vela buscando excusas para esquivar aquel anhelo, que si el contrato, que si el trabajo, que si pedir ahora unos días libres era inapropiado. La cajetilla de tabaco fue terminándose sobre la mesilla al tiempo que el cenicero se llenaba de colillas y las agujas del despertador se acercaban a las seis que era cuando sonaba la alarma. Para cuando el ring ring se oyó había ya vencido el pánico no reconocido que le atenazaba y decidido lo que iba a hacer.
Aterrizó en Madrid un poco antes de las tres de la tarde. Hacía calor y se quitó la chaqueta. La tarjeta oro de Hertz le permitió saltarse la cola y poco después estaba conduciendo por la autopista recién construida y con poco tráfico por el alto precio del peaje. Primero, condujo rápido, saltándose las señales y haciendo caso omiso de las indicaciones pero a medida que se iba acercando a su ciudad, a la de sus padres, a la de Olga, fue aflojando instintivamente el pie del acelerador. Se daba cuenta de que no sabía nada, que se había dejado llevar por un instinto, que en realidad su madre no le había dado detalles. Divorciada no significa estar sola. La recordaba hermosa y podía estar con alguien, era atractiva a los hombres. Se había precipitado pero sólo ahora se percataba de ello.
A pesar de los temores que le invadían, pasó de largo por la avenida Campos y dejó a la izquierda la casa de sus padres para adentrarse por la comarcal seis hacia la granja de Jacinto. La recordaba bien, había jugado muchas veces en ella de niño, junto al molino de viento que por aquel entonces era el único que quedaba en la zona. Probablemente ya estaría derruido pero eso ya no importaba porque la niñez había quedado muy atrás.
El sol comenzaba a caer sobre unas nubes anaranjadas cuando vio la casa. Las ruedas del coche alquilado creaban una polvareda sobre la camino árido que estaba convencido que se vería desde kilómetros. Si Olga estaba en casa ya habría observado su llegada. Condujo con cuidado, en realidad con miedo a llegar.

La vio cuando se encontraba a unos doscientos metros. Estaba en el porche y parecía estar plantando flores en los tiestos que lo adornaban. Dos magnolios en flor enmarcaban la entrada y, en el pequeño jardín, un niño pequeño jugaba con una pelota. Le calculó no más de dos años. Así que ella lo había hecho finalmente, pensó, a pesar de negarse a ello, a pesar de todas sus convicciones y de todas sus cartas.
Aparcó al borde del camino, salió sin cerrar el coche y caminó los pocos metros del jardín directamente hacia la mujer. El niño corrió inseguro hacia Olga y esta le alzó en sus brazos y le dio un beso en la mejilla. Aparentemente, no había nadie más en la casa. Se escuchaba música que provenía de algún estéreo y que se filtraba al jardín a través de la ventana abierta. Reconoció el piano de Bill Evans. Se detuvo frente a ella, sin decir palabra porque no sabía qué decir.
Si durante estos años la recordaba hermosa tuvo que aceptar que el tiempo es mal consejero en cuestiones de belleza. Esperaba encontrarla como la había dejado hacía diez años y la hallaba con una belleza madura, sensual, plena de personalidad y modelada por la vida, las esperanzas y los desconsuelos, una belleza que era mucho más completa que la anterior, una hermosura que le hablaba sin palabras, uno de esos rostros que se desea encontrar al despertar cada mañana y que se necesita explorar con ansia por muchos años. Tenía el pelo recogido en una coleta, vestía una blusa azul pálido y unos pantalones ceñidos que demostraban que Olga seguía siendo una mujer sensual. Ella le miraba y sonreía.
-        Hola Nick- dijo, sin aparentar sorpresa.
-        Había venido para ver a mis padres- mintió- y al saber que estabas por aquí....
-        Este es Maurice- dijo, mientras le besaba nuevamente con fuerza. El chiquitín acarició con su manita la cara de Olga- está aprendiendo a hablar ahora...
-        Hola, Maurice- Nick hizo una mueca graciosa que hizo sonreír al pequeño.
-        ¿Te apetece un café?
-        Bueno,...
-        ¡Ah! Lo olvidaba, el señor se habrá acostumbrado al té en Londres- Olga sonrió y Nick sintió que la vida aún no le había preparado para entender por qué una sonrisa puede volverle a uno del revés sin que se sea capaz de evitarlo.
Nick se quedó inmóvil, las manos en los bolsillos, mientras se esforzaba en recomponer todas sus convicciones en la vida.


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