19/7/13

Una tarde al borde del mar





Un día, le había dado un consejo.  

-        No dejes de mirar la vida porque estés solo. Hay tantas cosas hermosas que disfrutar. El caer de la tarde con nubes altas y amarillentas, las farolas que combinan reflejos en la noche, la luna recostada sobre el horizonte, las olas que descansan rítmicamente en la orilla, el trino de los petirrojos al amanecer. Estate atento a ellas y te encantará el mundo. No dejes de mirar, aunque nadie te acompañe – le dijo, ante el escepticismo del hombre.

Lo creía de veras. El deleite por el aire fresco, el perfume de la tierra mojada o el pálpito de la vida necesitaban sólo dos ojos, un corazón, un rostro. No había por qué duplicarlos.

Era verano y el calor de los días anteriores había saturado el cielo de humedad y deseo de tronada. Se tumbó sobre la toalla, abrió el libro recién empezado y dejó que la brisa, cargada de salitre y aroma de algas, acariciara su cuerpo. Luego, se sentó con la mirada fija en el horizonte, por donde alguna galerna lejana traía un telón de nubes plomizas. Dejó que el aire inquieto peinará su cabello. Decidió darse un baño. La mar estaba calma e invitaba a disfrutarla. A media tarde, el cielo estaba gris, con algún claro, dando al mar ese tono entre azul y plata que tanto le gustaba. Mientras nadaba, un velero con una enorme vela roja se aproximaba desde la barra, como si el azar fuese un artista que hubiera decidido poner una nota de color al lienzo.

Pensó en él y en lo bonito que sería compartir el instante. Al cabo, quizá sí fuera necesario duplicar las almas y enlazar las manos frente a un escenario. No pudo ver que, sobre el cuadro que el mundo estaba pintando, lo más hermoso era su rostro salpicado de gotitas de mar.

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