Robert Heims hojeó la ficha del detenido. En apenas dos semanas, Mike Romney, - “Hunter” para muchos de sus colegas de profesión -, había recorrido medio país a juzgar por el rastro que había ido dejando en cámaras de carretera, firmas en moteles y testigos que lo habían reconocido en restaurantes o en avenidas. Le había costado prenderlo pero, finalmente, allá lo tenía, sentado al otro lado de la mesa, fumando con desgana un cigarrillo que le había ofrecido para destensar el interrogatorio y esposado entre sus dos tobillos, no fuera a ser que intentara la fuga.
− Dos muertos. ¿Por qué los mataste Mike? ¿Un encargo de alguien? ¿Y, qué coño usaste para la barbacoa? Te conviene colaborar conmigo, sabes que soy razonable. No puedo prometerte que vas a salir limpio de esta, tienes demasiada mierda encima, pero el fiscal puede pedir sólo la perpetua en vez de que te frían en la silla, y podemos lograr que pases tu vida en la Federal de Springfield y no en una de alta seguridad. Ya sabes, cómo se la gastan los muchachos en esas cárceles especiales.
El policía, mientras esperaba respuesta, rememoró en su interior los acontecimientos. Dos cadáveres, ambos carbonizados e irreconocibles, tanto así que los forenses aún no habían podido determinar la identidad de ninguno de ellos. Al decir de uno de los expertos a los que el departamento había acudido, la temperatura a la que debieron estar expuestos sobrepasaba la que cualquier horno, incluso la que las bombas más mortíferas, podían alcanzar. Lo curioso era que se habían fundido solitos, sin que el entorno pareciera haberse chamuscado lo más mínimo, un auténtico misterio dado que a esas temperaturas varias decenas de metros alrededor, cientos incluso, deberían estar quemadas. Según Peter Garrison, de la policía científica, sólo si lograban encontrar algún diente intacto o algún minúsculo trozo de carne del que pudiera extraerse ADN, tendrían una mínima opción de determinar sus identidades. Si no, sólo cabría esperar que alguien denunciara una desaparición y poder cotejar hechos circunstanciales.
− Se suicidaron- replicó Hunter.
− Ya, y yo soy íntimo del Presidente, mejor aún, de su santa esposa, y ceno cada semana en la Casa Blanca. Vamos, dime qué te ha llevado a mandar al otro barrio a gentes de Sixty Six (¿dónde coño está esto?, pensó), Climax Springs y, − miró la hoja – Loa (¿pero dónde demonios están estos lugares?, volvió a decirse a sí mismo); a recorrerte todas las interestatales durante tres semanas.
− Se lo juro. Se suicidaron, o mejor dicho, los mató esa cosa.
− ¿Otro cigarrillo? Creo que lo necesitas – Heims le miró con atención. El tipo parecía sincero pero todos los criminales lo parecen cuando quieren evitar el último corredor. Algo le decía, sin embargo, que Romney pensaba realmente que aquellas muertes no eran cosa suya. No podía descartar que estuviera como una regadera y que ni se acordara de lo que había sucedido.
− La mujer es la culpable, ¿lo entiende?... y la insignia que me entregó…
− ¿La insignia?, ¿la mujer?, oye Hunter, me estoy empezando a hartar de tanta gilipollez. O me cuentas ya mismo todo lo que ha pasado, qué coño has hecho durante estas semanas, qué mierda de keroseno usas para deshacerte de los cuerpos o no ves más mi culo y llamo a Harper, al que ya conoces para tu desgracia. Está deseando tratar contigo otra vez y partirte esa cara de imbécil que estás poniendo.
− No me creería si le dijera la verdad… − el preso agachó la cabeza, abatido.
− Inténtalo, Hunter, inténtalo. Venga, me siento aquí, tenemos tiempo, te puedo traer una Pepsi si lo deseas, hasta una alitas de pollo del Hooters si te portas bien…. Comencemos por el principio, ¿qué pasó en Chicago en junio? O en Sixty Six.... Allí encontramos a la primera de tus víctimas. Seguro que era un mal tipo, lo sé, que se lo merecía y todo eso que soléis decir… pero no se puede ir por ahí friendo gente, Mike, está muy mal hacerlo.
− Fue ella. No sé por qué me eligió a mí pero el caso es que una tarde, en que hacía un calor asfixiante y el puñetero ventilador no giraba, tocaron a mi puerta en el apartamento en que vivía en la 122.
− Bien, bien, sigue, así, poco a poco. Abriste, ¿no? – el policía le hizo un ademán para que continuara.
− Sí, abrí y me inquieté. Se había pasado con el maquillaje, parecía una geisha, ya sabe esas mujeres japonesas con la cara blanca. – repuso Mike.
− ¿Geishas? – Robert miró al techo, con cierta desgana. Iba a ser una larga tarde y él tenía billetes para el partido de los Cubs.
− Me dijo que se llamaba Adelaide. Llevaba un traje vaporoso, con la cintura ceñida… debo decir que era hermosa, rubia, aparentaba unos treinta años, piel muy blanca, delicada…. Pero lo que más me impresionó fueron sus ojos tristes, abatidos…
− ¿Y si te saltas esta parte? – Heims pensó en llamar a un psiquiatra, Mike no estaba bien de la perola a todas luces.
− Déjeme seguir, es importante para que entienda el resto.
− Venga, adelante – el policía se encendió otro cigarrillo. Decididamente, iba a ser una tarde para olvidar.
− La invité a entrar y le serví un refresco que no bebió. Fue directamente al grano. Me explicó que necesitaba mi ayuda, necesitaba hallar el paradero de un tal Donald Rommechy y otros dos hombres más y quería contratar mis servicios, ya me entiende usted qué tipo de servicios, ya que, según me dijo pero no me explicó el porqué, ella misma no podía desplazarse por el país. Le habían hablado bien de mi trabajo, limpio, eficaz, rápido y discreto,…. creo que esos fueron los adjetivos que utilizó, ya ve, uno, al cabo, tiene su prestigio. Me indicó que una vez que hallara a Rommechy y a los otros dos, debía matarlos – Mike no miraba al inspector, sino al fondo de la pared, como ido mientras contaba su historia −. Al parecer, se trataba de un asunto feo de traición, tiempo atrás, en el que no quiso entrar en detalles. Afirmó que lo hubiera hecho ella misma en caso de poder viajar.
− Donald Rommechy…. No es un nombre habitual. Lo investigaré… espera un momento. Dame los nombres de los otros tipos si es que te acuerdas.
− Me dio sólo el primero. Dijo que Rommechy me diría cómo se llamaba otro y este, a su vez, otro más.
− Perfecto, perfecto… igual hasta puedo librarte de la horca… ¿o prefieres la inyección? – Heims se levantó y se dirigió a la puerta.
Cuando se abrió el ventanuco, entregó una nota al agente que la guardaba por el otro lado, instruyéndole para que buscaran en la computadora todo lo que hubiera sobre ese nombre.
− Me dijo que no podía pagarme en aquel momento, pero me entregó una insignia que debía ponerme visible en la solapa. Una insignia en oro con seis equis formando una estrella. El caso es que no quise prestar más atención a aquella loca – prosiguió Hunter −, porque si no podía pagarme no había trabajo. Además, parecía todo realmente extraño, quizá fuera una trampa que ustedes me estuviesen montando, o alguna vieja venganza de alguien al que le hubiera asustado en el pasado, qué se yo.
El caso es que le dije que no me interesaba, que seguramente se habría equivocado porque yo era vendedor de ferretería, y le invité a que se fuera. Entonces ella me miró muy fijamente con unos ojos que ya no parecían tristes sino furiosos y me dijo que yo no tenía elección, que o la ayudaba a encontrar a aquellos hombres o sufriría terribles e indecibles dolores. Es más, quería que matará toda su descendencia si es que la tenían. Me reí de aquella loca y la tomé por un brazo para llevarla a la puerta y largarla. Pero, entonces, no lo va a creer, una punzada en el costado, como si el hígado me hubiera reventado, igual que cuando te atizan con un bate de baseball, me dobló en un instante. Solté a la mujer y me apoyé como pude en el chifonier. El dolor marchó como había venido. Miré a la loca y ella me miraba sonriente, lo que me encolerizó. Me repuse y fui a por ella para abofetearla y sacarla a patadas pero, en ese instante, me pareció que eran los pulmones los que se me corroían, con un espasmo que me hizo gritar de angustia. Cuatro veces más se repitió aquello hasta que caí agotado sobre el sofá y entendí que, para mi desgracia, estaba atrapado. Si era una alucinación o fruto de algún gas que me había lanzado sin que me diera cuenta, no lo sé. Quizá fuera una bruja si es que usted cree en ellas. El caso es que me dolía jodidamente. Ella me miraba otra vez con tristeza y fue cuando volvió a decirme que no tenía otra opción, que todo acabaría cuando encontrara a Donald Rommechy y sus amigos, que era importante que llevara la insignia puesta y visible para, y lo repitió muy lentamente, mi propia seguridad.
El caso es que le dije que no me interesaba, que seguramente se habría equivocado porque yo era vendedor de ferretería, y le invité a que se fuera. Entonces ella me miró muy fijamente con unos ojos que ya no parecían tristes sino furiosos y me dijo que yo no tenía elección, que o la ayudaba a encontrar a aquellos hombres o sufriría terribles e indecibles dolores. Es más, quería que matará toda su descendencia si es que la tenían. Me reí de aquella loca y la tomé por un brazo para llevarla a la puerta y largarla. Pero, entonces, no lo va a creer, una punzada en el costado, como si el hígado me hubiera reventado, igual que cuando te atizan con un bate de baseball, me dobló en un instante. Solté a la mujer y me apoyé como pude en el chifonier. El dolor marchó como había venido. Miré a la loca y ella me miraba sonriente, lo que me encolerizó. Me repuse y fui a por ella para abofetearla y sacarla a patadas pero, en ese instante, me pareció que eran los pulmones los que se me corroían, con un espasmo que me hizo gritar de angustia. Cuatro veces más se repitió aquello hasta que caí agotado sobre el sofá y entendí que, para mi desgracia, estaba atrapado. Si era una alucinación o fruto de algún gas que me había lanzado sin que me diera cuenta, no lo sé. Quizá fuera una bruja si es que usted cree en ellas. El caso es que me dolía jodidamente. Ella me miraba otra vez con tristeza y fue cuando volvió a decirme que no tenía otra opción, que todo acabaría cuando encontrara a Donald Rommechy y sus amigos, que era importante que llevara la insignia puesta y visible para, y lo repitió muy lentamente, mi propia seguridad.
− Oye, Mike, en serio, ¿es necesario que me cuentes esta mierda? Yo lo que quiero saber es por qué te cargaste a esos tipos. Si sigues con estos cuentos, llamo a Harper y a ver si tienes huevos para seguir con esta fantochada delante de él. – Robert se inclinó hacia delante, amenazante.
− No le miento. Cada vez que pensaba en dejar el trabajo, un dolor insoportable me horadaba el cuerpo, así que no tuve más remedio que dedicarme al asunto. No entendía nada, parecía una locura, no creo en la magia, pero aquella furcia me había hechizado o drogado, o lo que fuese, para joderme; sólo podía encontrar a los tipos y cuanto antes lo hiciera antes acabaría aquella pesadilla. – realmente, pensó Heims, el detenido parecía convencido de lo que decía.
− ¿Y entonces?
− Llamé a un amigo que es bueno con los ordenadores, un hacker de esos, y le pedí que me encontrara los datos de todos los Rommechy del país. Me costó treinta pavos pero en unas horas me llamó para decirme que no había nadie llamado así en Chicago pero que había localizado a uno en Carolina del Sur, de nombre de pila, Donald, pero que estaba ya muerto hace mucho tiempo. No le miento que me extrañó el que sólo hubiera habido un tipo llamado así en todos los Estados Unidos… usted se ha dado cuenta, hace dos minutos, de lo extraño del nombre pero yo, en mi angustia y desconcierto, sólo veía tres encargos a los que dar pasaporte.
− A ver, no te entiendo bien… si estaba muerto, no pudiste matarle…. – respondió el policía.
− Déjeme continuar… no tenía más pistas y lo que más me asustaba en este mundo es que volvieran los dolores, de modo que decidí coger el auto y dirigirme a Carolina del Sur, a ver si podía encontrar más datos sobre Rommechy, aunque sólo fuera su tumba o el registro de enterramiento para, a partir de eso, tirar del hilo y ver si tenía un hijo, un nieto o un jodido sobrino con nombre igual o parecido. Porque, además, si creía a Adelaide, debía dar pasaporte a todos ellos. Debo admitir que, con cada punzada, me daba igual si era el auténtico Donald u otro…. Esperaba que cargándome a un Donald Rommechy fuera suficiente para satisfacer a la loca Adelaide.
− ¿Y fuiste a Carolina?
− Catorce horas, sí. Sólo paré para comerme un sándwich, mear y rellenar el depósito. Encima, me llovió el diluvio de Noé cuando crucé Kentucky. Llegué exhausto, de modo que decidí alojarme en un pequeño motel de las afueras, el Jason Inn, 32 dólares la noche. Me tiré sobre la cama sin siquiera quitarme las botas y me dormí al instante.
− ¿Otro cigarrillo? – Robert quería asegurarse de que el tipo siguiera hablando aun cuando sabía que todo aquello era un cuento chino. Pero, en algún momento soltaría alguna verdad y lo pillaría.
− Gracias, sí – dio una calada sonora, profunda −, por la mañana me sentía mejor, desayuné dos huevos con bacón y me dirigí al ayuntamiento. Cuando quiero, puedo ser encantador y no me costó mucho que la empleada del padrón buscara a Rommechy. Tardó en encontrarlo y, cuando lo hizo, se volvió hacia mí con cara compungida… “lo siento, señor,… pero Donald Rommechy lleva muerto más de cien años…. ¿Fue algún antepasado de usted?”, me preguntó y le contesté que, sí, que había sido el esposo de una bisabuela, lo primero que se me ocurrió. “sólo puedo indicarle dónde está su tumba… veamos… sí, cementerio de Ivry Hill, en Sisty Six, …un pueblo al norte”. Le agradecí sus esfuerzos y me despedí prometiéndole que volvería para despedirme cuando dejara la ciudad, cosa que evidentemente no tenía la más mínima intención de hacer.
− Lo que ya te he dicho. Si encuentras un muerto en un cementerio, no creo que puedas matarlo… ¿Mike? ¿No es hora ya de que te dejes de estas monsergas? Yo tengo todo el tiempo del mundo – mintió, al acordarse de los Cubs.
− Sabía que no me creería… pero déjeme seguir…. Llegué a la dirección que me había dado la señora como dos horas después y quedé muy desconcertado. Allí no había ningún cementerio. Por el contrario, en lontananza, se hallaba una pequeña granja, construida en madera, pintada de azul cielo. Debía ser bastante antigua porque me recordaba a las que había visto en las pelis, cómo le diría, como las de Lo que el viento se llevó, ya me entiende, esos edificios de época. En la radio había escuchado que descargaría la tormenta por la tarde pero, a aquella hora de la mañana, el día era espléndido, agradable, sin que se sintiera mucho el calor del verano. No sé por qué, o sí que lo sé, fue por miedo, el caso es que me coloqué la insignia. Dejé el auto allí mismo y preferí acercarme caminando.
− Deja las descripciones bucólicas para otro día, ¿quieres Hunter? – le apremió el policía.
− En el porche había un hombre. Parecía tranquilo. Poco pelo, pronto quedaría calvo, pero diría que no tendría más de 60 o 65 años. Vestía un buzo de trabajo que sería de su abuelo o es que el tipo no seguía la moda desde hace mucho. Tenía un rastrillo en su mano y al parecer regresaba del jardín. Al verme, se quedó parado y me saludó con la mano. “Buenos días, ¿en qué puedo ayudarle?”, me preguntó y yo contesté que lo sentía, que seguramente me habría equivocado pero que buscaba a un tal Donald Rommechy. Él sonrió y contestó, “Yo soy Donald pero no creo que le conozca, ¿quién es usted? Yo quedé sorprendido. Me habían asegurado que Rommechy estaba muerto por doble partida y, ahora, estaba frente a un tipo que afirmaba ser él. No es que yo sea pusilánime, ya lo sabe usted, inspector, pero me daba no sé qué sacar la CZ y descerrajarle el cerebro. Así que volví a preguntarle por su nombre y si estaba seguro. Él comenzó a molestarse. “¿Oiga, amigo, qué diablos quiere usted?”, me preguntó, “no tengo toda la mañana, esto es propiedad privada”…. Dudé, e iba a alejarme cuando sentí el jodido dolor en el costado y supe que era él, que la bruja me estaba hablando, diciéndome que era el Donald que ella quería ver muerto. Iba a sacar ya la pistola, porque mejor cargarme a un inocente que seguir padeciendo aquello, cuando recordé que la mujer me había dicho que este debía darme el nombre su cómplice. Así que, sí, la saqué y me abalancé sobre Rommechy, poniéndole el cañón en la sien. “Me vas a decir el nombre de los que te ayudaron”, le grité y él contestó, “¿quiénes? ¿Me ayudaron a qué?" Yo no tenía muchas opciones, no tenía ni zorra idea sobre lo que estaba buscando, de qué hablaba la mujer que me encargó el asunto, si este Donald era mi Donald o un pobre desgraciado. Así que no tuve más remedio que suponer que él sabría qué decirme aunque yo no supiera nada de nada. Apreté el arma contra su cabeza y amartillé el percutor, asegurándome que él escuchaba el click metálico. “Voy a contar hasta tres”, dije. Y, sabe, inspector, funcionó. Se puso a gritar, “Ian, Ian Hutguion”, “¿Dónde vive?”, la grité… “se mudó a Climax Springs… se marchó allá tras aquello”, tartamudeó. “Una dirección, quiero una dirección”, volví a apretar el cañón contra su cabeza pero, entonces, él se giró ligeramente, como pidiendo piedad y vio la insignia en mi solapa… no lo creerá, inspector, pero en un instante su rostro se transfiguró como si hubiese visto al mismo diablo en persona que venía a por él… y quizá vino en realidad, porque lo cierto es que, de pronto, en un segundo perdió el miedo que le atenazaba e intentó quitármela… “no, dame eso, dame eso, dame eso…” grito como poseído. Alargó la mano y con un dedo tocó la insignia. Al instante su cuerpo ardió en llamas y, ¿no me cree, verdad?, se volatilizó sólo sin que yo, que estaba aferrado a él, sintiera el más mínimo calor. Yo creo que tocó la placa a propósito, que sabía lo que le ocurriría al hacerlo, lo vi en sus ojos…”. Además, por algún motivo indescifrable, comprendí que no quedaba nadie vivo de su familia, que con él había cumplido con Adelaide, al menos en lo que a Donald se refería.
− Bueno, Mike, ya es suficiente. Una de dos, o estás como un cencerro o mientes como un bellaco. Y, fíjate, yo creo que es lo segundo, así que voy ahora mismo a llamar a Harper que seguro que ha traído esos hierritos tan simpáticos que se pone en los nudillos cuando habla con una escoria como tú. – Heims se levantó de la silla con ademán de marcharse.
− Le estoy diciendo la verdad. ¿No quiere la verdad? – ahora, Hunter parecía que gemía.
− ¿Ian Hutguion has dicho? – el policía tocó con los nudillos en la puerta.
− Sí, ese es el nombre.
− Tome, otro a quién buscar. Diga a los chicos que se apresuren. Quiero saber si Hunter se está inventando todo esto o estas personas existen de verdad – dijo al gendarme cuando se abrió el ventanuco. Volvió a sentarse. – media hora, Harris, te doy media hora y eso porque estoy de buenas. Luego, me largo y que te zurzan.
− Aún sin creer lo que acababa de ver, me levanté y miré alrededor intentando ver alguna señal del fuego, del grito que el desgraciado dio al tocar la insignia. Nada de nada. Sin mirar atrás, regresé corriendo hasta el coche y arranqué. No lo va a creer. Cuando giré el volante para tomar la Interestatal, vi otra vez el lugar… y la casa, no estaba. En su lugar, había un cementerio… ¿Me escucha usted, Heims? El puto cementerio al que me habían mandado y que yo no había encontrado. Ni casa, ni hombre, ni incendio, ni nada. Había un cementerio, como me habían anunciado. Había alucinado, pensé. Sin embargo, era todo tan real. Acumulé todo el valor que pude y me acerqué, esta vez conduciendo por si tenía que salir a toda velocidad. Bajé cerca de la colina donde todo había sucedido unos segundos antes y, allá, inexplicablemente, había una lápida… se imagina el nombre… Rommechy… nacido en el 1816, muerto en 1881… Salté al coche y, derrapando, salí de allá hasta que, tres o cuatro horas después, me detuve sediento y muerto de miedo todavía.
− Ya has consumido dos minutos, Mike.
− Tomé el mapa de la guantera y miré dónde estaba Climax Spring… me costó encontrarlo, era en Missouri. No me tenía en pie, de modo que alquilé una habitación y me tomé tres pastillas y una botella de bourbon. Desperté veinticuatro horas después.
− ¿Y te largaste a casa?
− Noté un pequeño dolor en el pecho. Sabía lo que eso significaba, era un aviso de Adelaide, debía ir a Climax Spring. Otras catorce horas en el que los más negros augurios no dejaron de rondarme la cabeza.
− Nunca he estado allá.
− Yo tampoco había estado. Y no es una ciudad, créame, acaso una pequeña villa. No sé, allí no había más de cien o doscientos habitantes. Y no había ni coches, apenas unos carromatos y unos aperos de labranza que me parecieron del siglo pasado. Así que, como imaginará, no me fue nada complicado encontrar al tal Ian. Estaba sentado en su jardín, limpiando su arma, una escopeta que era tan vieja como los arados y los carros que se veían. Pero una escopeta mata, inspector, así que fui a lo seguro. Me hice el despistado, y cuando estaba cerca me lancé sobre él con la pistola en la mano y una patada en el estómago por saludo. Él se torció de dolor, soltó el arma y yo aproveché para empujarla lejos. Luego, con el tipo en el suelo, me senté sobre su pecho y, como siempre, apreté mi CZ sobre su mejilla. Él, sorprendido, preguntó “¿Quién es usted?”, y al ver que yo no contestaba, añadió, “tengo dinero en el salón, puede llevárselo, yo mismo le digo dónde lo tengo”…. El muy desgraciado suplicaba como un niño. No tengo que explicarle que no tenía ni idea sí era mi hombre o no, así que probé de la única manera que podía probar. Retiré ligeramente el arma sin dejar de estar precavido y, al instante, sentí un ardor a la altura del hígado. No hacía falta más. Repetí el guion, y gritando para amedrentarle más, le indiqué que me dijese quién era su cómplice. Aunque yo no entendía nada, él sí debió saber de quién o qué estaba yo hablando y balbuceó… “Reginald Hertey Johan”….” "¿qué?, ¿me estás tomando el pelo, cabrón? No hay nadie que se llamé así”…. Grité y levantando el arma disparé al aire pero lo suficiente cerca de su oreja para quemarle la piel y dejarlo aturdido…. “El próximo tiro será en tu rodilla”, afirmé, y él lloriqueó jurando que así se llamaba el tercero…. “¿Y donde vive ese Reginald Hert… como se llame?”… “en Loa, en Loa”, estaba llorando. Fue entonces cuando vio mi insignia que yo ya había olvidado después del golpe en Carolina del Sur. No voy a contárselo otra vez, Heims. Ocurrió lo mismo, intentó tocarla y al hacerlo se volatilizó en una llamarada sin que a mí me sucediera nada. Quedé atónito, perturbado durante un par de minutos. Una ensoñación, podía ser. Dos, era imposible. Aquello que había vivido en Carolina y ahora en Missouri era real, no entendía por qué ni cómo, pero era real o yo había perdido todo mi juicio. Cuando reaccioné, monté en el coche y salí disparado de allá. Estaba perdiendo el juicio y, sin embargo, me sentía bien, sin dolor alguno, satisfecho. Acaricié la insignia sin saber a qué atenerme.
− Ahora sí que te has pasado, Mike. No hay nadie en el mundo que se llame Reginald Hertey Johan, ni los hijos de Juan Sebastián Bach, que tenían nombres complicados como este, ¿Te gusta la música, Hunter? Ya veo que no, tú no eres hombre de sinfonías me temo. Bueno, así que llevas dos horas tomándome el pelo. Yo soy paciente, Mike, pero si me tocas las pelotas y te ríes en mi cara, puedo ser jodidamente malo, ¿entiendes? – el inspector dio un puñetazo sobre la mesa.
− Sabía que no me creería.
− Reginald. Si vas a inventar, inventa bien, por amor de Dios. No uses nombres de tragedia medieval.
− Loa, me había dicho que vivía en Loa – prosiguió el reo, como si ya no le importara nada lo que Robert pensara o dejara de pensar − ¿sabe dónde encontré el pueblo? ¿En Utah?, en el culo del país.
− Y así, tomaste la I-70 desde Denver, ¿no? Varias cámaras grabaron tu coche. Un experto como tú, sin cambiar de vehículo. Quién te vio y quién te ve, Mike. El inspector escribió el nombre en un papelito y lo pasó por debajo de la puerta.
− Estaba demasiado nervioso, aturdido. – se excusó Hunter, sabiendo que ese había sido un error de principiante.
− ¿Loa? Tengo que mirar en el mapa. No había oído ese nombre en mi vida.
− Ni yo, inspector, ni yo. Pero, existe, créame. Llegué tres días después y me hospedé en una casa que anunciaba que alquilaba habitaciones. Al menos, aquí, todo parecía normal. Era un pueblo pequeño, sin alardes, pero había coches que circulaban por las calles y los semáforos regulaban el tráfico y había un garaje a las afueras, un par de tiendas de ultramarinos y tres o cuatro cafés. Incluso, una iglesia. No sabía cómo comenzar a buscar al tercero de mis hombres. Preguntar por Reginald Hertey Johan era una estupidez, me tomarían por loco, y no conocía su apellido. Recorrí discretamente las veinte calles del pequeño pueblo, mirando con discreción si en los buzones había algún nombre similar. Nada de nada. Pregunté en la oficina de correos pero la dama que me atendió, una mujer cercana a los sesenta, bien comida y con cara de pocos amigos, me dijo que no estaba para bromas. Me quedaba preguntar en la iglesia pero estaba cerrada. La idea me llegó entonces, a la cabeza. Podía buscar dónde estaba el cementerio, a buen seguro sería pequeño, y ver si en alguna lápida estaba escrito el nombre de Reginald. Podría así hallar un apellido y a partir de este reiniciar la búsqueda. Pensado y hecho. Localicé el pequeño camposanto, al oeste, a la salida del pueblo. Caminé despacio por entre los nichos y, como imagino que usted se espera, allí había un hueco con el nombre de Reginald Hertey Johan R. Es decir, el tipo había existido. De 1820 a 1879. Pero no sabía mucho más porque por apellido sólo había una R.
− Sería un cabrón. Leí alguna vez que, en aquel tiempo, a los criminales se les enterraba sin mencionar su apellido, para que sus descendientes no tuvieran que padecer la ignominia de lo que sus padres hicieron. – dijo el policía.
− No sabía qué hacer, no tenía a nadie que matar como me había encargado la mujer. Y comenzaron los dolores, pero poco intensos, como recordándome que debía buscar, indagar, dar con el hombre pero, a su vez, como dándome tiempo para hacerlo porque, sin duda, debía ser una tarea difícil.
− Y entonces te agarramos, ¿no?
− Sí, entonces, me detuvieron.
− Con lo que no vas a poder cumplir tu encargo, Mike.
− No sabe lo que temo que la mujer se canse de esperar y regrese el tormento del dolor.
− Bien, Mike, querido Mike…. Ya me has contado este cuento. ¿Te parece que comencemos a hablar en serio? Ahora, venga, déjate de gilipolleces y comienza otra vez desde el principio pero ahora contándome la verdad, no sea que te haga yo sentir los dolores esos que te has inventado antes – dio por perdido el partido contra los Cubs. Vaya mierda.
− Le he dicho toda la verdad.
Alguien toquiteó al otro lado de la puerta.
− Mira, igual es Harper que llega ya…. – bromeó con Mike − ¿Quién es?
− Inspector, traigo los resultados sobre esos nombres que me dio.
Robert Heims abrió la puerta.
− Tenga inspector. El dossier con lo que hemos averiguado sobre los dos primeros nombres, y la caja con las pertenencias del detenido, como usted pidió. – el agente uniformado, joven, saludó y se retiró cerrando la puerta tras de sí.
Robert Heims tomó el documento sellado y comenzó a leer, mientras Hunter parecía ido, mirando al suelo sin mover los ojos.
Búsqueda 90B56/15. Solicitud de Mr. Robert Heims, Inspector, código 00067/DAF/ILL-
Donald Rommechy (1816 – 1881), hijo de Bartholomew y Dorothy, nacido en Charleston, muerto en Sixty Six (South Carolina). Tuvo tres hijos, Carol, Harry y John. Regentó un negocio de ferretería, “Donald’s Hardware” entre 1850 y 1870. Llegó a ser elegido para el consejo del ayuntamiento, en 1877 a pesar de que en su juventud fue acusado de violar a una joven. Los cargos se desestimaron si llegar a juicio en el año 1841, ya que la joven despareció sin verificar la demanda contra una auto denominada orden de las seis equis. Murió en extrañas circunstancias, se dijo que quemado por un rayo. Sólo se encontró el rastrillo que estaba usando en el huerto de su granja. La rama familiar se extinguió en 1994.
El policía releyó una de las frases sin querer dar crédito a lo que su intuición le decía. Abrió el segundo documento.
Búsqueda 90B57/15. Solicitud de Mr. Robert Heims, Inspector, código 00067/DAF/ILL-
Ian Hutguion (1818 – 1888), hijo de Harry y Ginger, nacido en Charleston, muerto en Climax Springs (Missouri). Tuvo dos hijos, Murray y Cindy. Fue empleado del ferrocarril entre 1848 y 1870. Acabó sus días en una institución mental. Al parecer una vieja denuncia por violación, que nunca llegó a probarse, debilitó su salud psíquica. Los cargos se desestimaron si llegar a juicio en el año 1841, ya que la joven despareció sin verificar la demanda contra una auto denominada orden de las seis equis. Desapareció sin dejar rastro en 1888. Algunos testigos no fiables afirmaron que murió en un incendio justo tras ser visitado por un forastero. Se halló su escopeta tirada en el lugar del suceso. La rama familiar se extinguió en 1945.
Hunter continuaba en su mundo, ausente ya de la celda y sin atender a lo que el policía hacía.
Robert Heims dejó de leer. Él era un hombre racional y los pensamientos que merodeaban por su cabeza eran estupideces. Miró a Hunter y le preguntó:
− ¿Cómo se llamaba tu abuelo, Mike?
− ¿Cómo dice? ¿Mi abuelo? Mike, como yo.
− ¿Y el abuelo de tu abuelo?
− No sé, qué pregunta más extraña… creo que Johan pero no estoy seguro.
Heims abrió la caja con las pertenencias de Mike. Un monedero con unas tarjetas de crédito y un par de cientos de dólares, un teléfono móvil antiguo, de esos que sólo sirven para hacer llamadas, un pañuelo, zapatos de los baratos, unos pantalones de pana, una chaqueta y una camisa. Había un neceser con lo indispensable, una maquinilla eléctrica, algo de muda, un par de camisas bien dobladas y una corbata. Su CZ con un cargador sin estrenar.
− ¿Corbata, tú, Mike? ¿esto es todo lo tuyo?
− Sí, creo que sí, no lo recuerdo bien – repuso el prisionero, mirando por encima.
− No está mal esta chaqueta. A ver si tienes algo en los bolsillos.
La tomó y la levantó con una mano dejando que quedara vertical. Palpó los bolsillos sin encontrar nada y revisó si tenía algo escondido en el dobladillo.
− Nada, limpio – dijo, mirando a Mike, alias Hunter − ¿me vas a contar la verdad, sí o no? ¿Llamo a Harper?
− Ya le he dicho todo lo que sé.
En ese momento, Mike Romney levantó la cabeza y vio frente a sí la chaqueta que colgaba de Robert… la chaqueta y su insignia….
− ¡Dámela! ¡Dámela! – gritó de pronto enloquecido, con los ojos desorbitados. – ¡si él está muerto, es mía! ¡Soy yo el heredero! ¿Ahora, después de los demás, es mía, me toca a mí, es mi turno!
− ¿El qué? ¡Cálmate Mike, cálmate! – el policía dio un paso atrás y golpeó la puerta pidiendo ayuda pero el guardia debía haber dejado su puesto porque nadie contesó. En la urgencia del momento dejó caer la chaqueta al suelo.
Mike Romney, esposado en los pies, se tiró en plancha sobre ella y en un instante, al contacto con la insignia, se inflamó en llamas y desapareció vaporizado sin que Robert siquiera llegara a sentir calor. No quedo ni una huella, nada de la ropa que vestía, hueso alguno. El inspector quedó aturdido, quieto, sin saber qué hacer, mirando fijamente al suelo donde yacía la chaqueta vacía y debieron pasar más de veinte minutos hasta que un golpeteo en la puerta le sacó de su ensimismamiento. Abrió.
− Aquí el informe del tercer nombre, inspector – el agente se dio cuenta de que no estaba el detenido − ¿Y el prisionero, señor? ¿Está usted bien?
− ¡Dé la alarma! – urgió Robert, aún confundido. El policía salió corriendo haciendo sonar su silbato.
Robert volvió a mirar al suelo. Era imposible lo que había visto, él no creía en la magia. Abrió el dossier que le acababan de entregar:
Búsqueda 90B58/15. Solicitud de Mr. Robert Heims, Inspector, código 00067/DAF/ILL-
Reginald Hertey Johan Romney (1820-1879) hijo de Michel y Lorraine, nacido en Charleston, muerto en Loa (Utah). Tuvo dos hijos, Mike y Larry. Toda su vida fue granjero. En 1862 fue acusado de violación por una joven y fue declarado culpable. Condenado a presidio por 15 años, cumplió condena en el penal de Denver, muriendo a su regreso a Loa entre el desprecio de sus conciudadanos. En su contra pesó un caso precedente, una vieja denuncia por violación, que nunca llegó a probarse, y que, aunque desestimada, sirvió al fiscal para mostrar la peligrosidad del individuo. Se dijo en el juicio que pertenecía a una llamada orden de las seis equis, una secta de chiflados que forzaba muchachas para purificarse. Actualmente, vive en Chicago uno de sus descendientes, llamado Mike, domiciliado en la 122-East y que ha sido detenido varias veces y cumplido condena por extorsión.
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