El
viajero del siglo, (Anagrama, 2009), del argentino Andrés Neuman, es
una novela ambiciosa que ganó el premio Alfaguara del 2009, así como el Premio
de la Crítica 2009 y el Premio Tormenta 2010. Se trata de una obra muy
interesante tanto en la forma como en su objetivo. Ambientada en una fantasiosa
pequeña ciudad alemana del siglo XIX, situada sin concreción entre Sajonia y Prusia,
sus largas reflexiones y debates narran, en realidad, nuestro propio tiempo,
abordando los grandes asuntos que nos preocupan (la política, las relaciones de
clase, el nacionalismo, el viaje como experiencia vital, el sexo, el amor, las
convenciones sociales, la libertad) porque, en definitiva, son los asuntos
eternos que preocupan al ser humano. Un discurso muy concreto en el tiempo que,
sin embargo, es atemporal. Neuman provoca un auténtico alud de reflexión a
través de, sobre todo, dos bien diferenciados escenarios: los salones sociales
de la aristocracia y la cueva de un organillero. En uno, se debate de filología,
de filosofía, de política, de poesía, de literatura, de arte, de la historia
europea, de religión. En el otro, de sentimientos, de las cosas sencillas de la
existencia, de la amistad, de la belleza natural, del observar el atardecer, de
la sabiduría popular. Dos maneras antagónicas de contemplar el mundo que, sin
embargo, atraen de igual forma. La ciudad es, por un lado, fantástica con esa
movilidad que presentan sus calles, su geografía porosa, el laberinto que conforma, - metáfora de la evolución que todo y todos experimentamos a lo largo de la vida
que es un viaje en realidad, un fluir - , pero, a la vez, muy creíble, muy bien
ambientada en la Centroeuropa post napoleónica. Aunque existen anacronismos y
algunas situaciones son inverosímiles en aquel contexto (la libertad sexual de
la protagonista Sophie, por ejemplo), el lector entiende que se está hablando
de nosotros, aquí y ahora, y por tanto da validez a lo que lee.
La novela,
dividida en 5 grandes capítulos, es lenta, se deleita en los detalles, discursiva
en su desarrollo, sobre todo en su
primera mitad, lo que no es un problema en sí mismo. Tan lenta como el periodo
de creación de la misma, ya que Neuman precisó 5 años de su vida para
completarla. Pero hay que achacarle al autor que la alarga (más de 500 páginas)
de manera artificial porque en ocasiones confunde la erudición con la
pedantería y rellena páginas y páginas con una retórica y un debate forzados,
reiterativos, tan solo para compilar citas y reflexiones de la filosofía y
filología europeas, un catálogo divulgativo en el que no debe faltar nadie aunque
sea metiéndolos a todos con calzador; citas que aportan poco al mensaje de la
novela, olvidando el que lo bueno si breve, es dos veces bueno. En cualquier
caso, en la mayor parte de su desarrollo hay muy buena literatura, también
metaliteratura, una prosa muy cuidada, sutil, bien hilada, muchas frases de
esas que quedan grabadas, muchos conceptos y aforismos para pensar, como si se
tratara de pequeños ensayos consecutivos hábilmente cosidos entre sí. Ensayos
que, en general, son rigurosos.
Desde el
punto de vista formal, los diálogos se engarzan en la descripción, sin guiones,
sin saltos de línea, lo que da a la lectura un tono muy natural, muy
espontáneo, como un debate ágil es en realidad. Las partes de la novela más románticas-
centradas además en un periodo romántico y adornadas con multitud de
referencias a escritores ingleses, alemanes, rusos, españoles y franceses; un
esfuerzo intercultural notable- no caen en la cursilería y el lenguaje es objetivamente
carnal, apegado al sudor y la tierra, sin lirismos. La narración es fragmentada
y compleja pero tan bien construida, que el cerebro logra unir cada parte
instantáneamente en un todo sólido y coherente. El análisis sicológico de los
personajes principales está bien logrado. Ambientación muy verosímil a pesar de la
fantasía que envuelve a la ciudad y a las situaciones narradas.
Sobre todo, dos
conceptos son clave: primero, el del viaje, el de las fronteras, el sentirse
extranjero o integrarse, la necesidad humana irrefrenable de experimentar otros
lugares, otras situaciones; una reflexión que sobrevuela toda la novela, dándole
hoy más que nunca un carácter de primera actualidad, más no únicamente en lo
geográfico, en las migraciones, sino en esa dimensión metafórica de la frontera
como separación, lo que nos aísla de los otros, de comprendernos completamente.
De hecho, si Hans no acaba de marcharse de Wandernburgo es sólo por el amor,
bien sea a Sophie o al viejo. Hay una reivindicación del clásico “home is what
you are loved”. También es interesante el concepto de frontera como imposición, ese Wandemburgo pueblerino que deshace el amor de los protagonistas
a golpe de cotilleo. Segundo, otra idea fundamental que vuelve una y otra vez
en el texto es si, realmente, podemos comprendernos, si la traducción que
siempre es necesaria, no sólo entre idiomas sino entre cerebros mismos, altera
siempre el mensaje, el que podamos entendernos de manera profunda.
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