3/11/19

La isla de materia






1.

En el año 2655, la nave con código oficial XNEP-37 pero llamada “Clepsidra” por las tripulaciones, desapareció en el sector H12, en la constelación de Cefeo. El hecho fue profundamente investigado, pero no se llegó a resultado alguno. El corte de las comunicaciones y de la telemetría fotoláser fue tan súbito que, aparte de conocer el instante del suceso, nada más podía aventurarse. Todos los sistemas funcionaban correctamente y las conversaciones de los tres astronautas que viajaban en la nave no denotaron suceso alguno fuera de lo habitual.


2.


Augusto Pellier se despertó tendido sobre una superficie arenosa, ligeramente húmeda. Desorientado, sintió dolor en la cabeza y se la palpó de manera instintiva. Sus dedos se mancharon con algo de sangre seca y comprendió que tenía una herida que estaba ya cicatrizando. Supuso que había estado inconsciente por mucho tiempo. Se apoyó en ambas manos y se incorporó lentamente. El sol brillaba muy alto pero, para su sorpresa, pudo mirarlo sin cegarse. El color era rojo débil, algo que le hubiera resultado familiar cualquier atardecer mientras se tomaba un refresco en el porche de su casa en la costa. Pero, aquí y ahora, no estaba cayendo la noche ya que la estrella se veía casi en el cénit. Se giró. Un mar especialmente hermoso se extendía de este a oeste. La playa donde se encontraba tendría un par de kilómetros de largo y, más allá, se fundía con montañas altas que surgían súbitamente.


Pacientemente fue recorriendo con la vista el paisaje, adaptando su vista a la extraña luz, hasta que la vio. Era la Clepsidra, varada en uno de los cabos a lo lejos. Los daños eras visibles por todas partes. Uno de los generadores flotaba sobre las aguas un poco más allá, sin duda enredado entre las telas de los paracaídas que le habían formado una balsa de fortuna.


Fue entonces cuando recordó y comprendió.


Su segundo, Van Maier, le acababa de contar un chiste cuando sintieron una vibración potente y desconocida. Todos los controles cayeron a cero y los ventanales de la nave se inundaron de un potente luz azul. Sintieron una aceleración más fuerte que la que nunca habían sentido en los simuladores de centrifugación. Recordó que no hablaron. No dio tiempo. Todo sucedió en pocos segundos. Luego, una tierra que se acercaba a toda velocidad a través de las claraboyas. Una caída a un planeta que se agrandaba cada segundo. La activación automática de los sistemas de emergencia, el tirón hacia arriba de los paracaídas, un golpe final, la pérdida de la consciencia.


¿Dónde estaba? Se incorporó. Tenía miedo pero, a la vez, sintió hambre. Es curioso el cuerpo humano, capaz de desear unas gachas en el peor de los momentos. Caminó hacia la nave y comprobó que, si alguien estaba dentro, no podría haber sobrevivido. No vio ningún cadáver flotando ni sobre la playa. Van Maier y Otorinos debían haber fallecido dentro de aquel amasijo de metal.

Estaba solo. Estaba solo y tenía hambre. Y sed. Comenzó a caminar hacia el norte, por el terreno que parecía más accesible. El sol rojizo comenzaba a descender sobre el horizonte.


Pudo beber algo en algún riachuelo y encontró algunas frutas. Durmió sin cobijo e inquieto. Cada vez que se despertó comprobó que las estrellas que veía en el cielo nada tenían que ver con las que él conocía. No sabía dónde estaba ni como había llegado hasta allá pero, fuera donde fuera, estaba muy lejos de su sistema solar natal.


Al cabo de dos días, se encontraba de pie sobre un elevado terraplén en lo alto de una montaña. Abajo, en el valle, una ciudad. No tenía opción si quería sobrevivir. Debía bajar y pedir ayuda. Pero, ¿a quién o a qué?


3.


Augusto Pellier se despertó sobre una cómoda cama. La habitación se estaba iluminando poco a poco, mientras sonidos propios de un bosque se escuchaban desde todos los lugares. Por la gran ventana, comprobó que el cielo estaba límpido. El astro rojizo subía lentamente. Nunca en la Tierra había tenido despertares tan plácidos.


Un androide entró en la estancia portando una bandeja con un apetitoso desayuno.


- Su desayuno, Augusto – recibió el mensaje sin escuchar palabras, pero lo sintió como si hubiera sido emitido con una voz que podía distinguirse de la humana y que, aun así, resultaba agradable.
- Gracias, O2- contestó con el pensamiento, utilizando el nombre con el que el robot se había presentado cuando se lo asignaron.


Mientras tomaba el alimento, recordó los pasados seis días. Tras bajar a la ciudad su sorpresa no pudo ser mayor. Las gentes que la poblaban eran muy parecidas a él mismo, había mujeres, niños, hombres y muy pocos ancianos. La tecnología era sin duda mucho más avanzada que la que él conocía. Todos parecían en perfecto estado de salud ya que, según le habían explicado después, las enfermedades – antaño fatales- eran ya fácilmente dominadas. Los vehículos flotaban, los edificios se alargaban o encogían según el momento del día, todos se comunicaban telepáticamente con un pequeño circuito pegado al cráneo y los vestidos variaban de textura, color y estilo en función de la voluntad de cada uno. Miles de androides recorrían las calles realizando las tareas rutinarias o pesadas.


La suerte le había acompañado. Al poco de entrar en la gran avenida, un hombre se le acercó. Debía ser una especie de policía, aunque en aquella sociedad tan bien avenida no parecía que comprendían bien el concepto de guardián del orden. El orden siempre estaba preservado. Aquella persona, en cualquier caso, había detectado que era un extraño y, sobre todo, que necesitaba ayuda. Acabó siendo acogido por el Servicio alienígena de Kaeleva, que así se llamaba el planeta donde se encontraba. Las primeras horas le resultaron un calvario, con el pánico de no saber quienes eran, dónde estaba y cuál iba a ser su suerte. Eso quedó atrás en cuanto le implantaron el circuito. De pronto, comprendía todo lo que le decían y los otros le entendían a él. Se percató enseguida de que no corría ningún riesgo. Al contrario, parecía ser normal en aquel lugar la llegada de seres de otros lugares a los que acogían. Kaeleva estaba situado por azar en un cruce de flujos espacio temporales y, de tanto en cuanto, aparecían seres que llegaban del pasado. Tras un largo interrogatorio, que más bien se le antojó una agradable charla entre amigos, tal era la placidez que aquellos seres transmitían, le asignaron un alojamiento, un cicerone que le guiaría durante algún tiempo y un trabajo. Sí, al día siguiente de llegar ya tenía una ocupación y una compañera de trabajo, Ilexi.


Se aseó, se vistió y se introdujo en el transferidor. Dos segundos después entraba en el laboratorio central de Física de Kaeleva.


- Buenos días, Augusto. Espero que hayas descansado bien – Ilexi le sonrió con amabilidad mientras le transmitía cerebralmente el mensaje.
- Muy bien, gracias. He de reconocer que sabéis hacer mejor las habitaciones que en mi planeta natal. Es en estos detalles donde se notan los años de progreso – quiso hacer un chiste, pero notó que ella no comprendió la gracia.
- Bien, Augusto, nos dijiste que tu planeta se llamaba Tierra. Lo ha buscado en la base de datos y no consta. O es muy pequeño, o está muy lejos en la isla de materia o ha desaparecido hace eones.
- Sí, la Tierra – Augusto sintió un estremecimiento al pensar que la Tierra ya no existiese. ¿Qué habría sido de sus padres, de sus amigos? Sintió un alivió por no tener pareja ni descendencia. De otro modo, estaría enloqueciendo ahora.
- Y nos dijiste que eras físico de profesión antes de embarcarte en los vuelos estelares.
- Sí, así es. Especialista en Cosmología.
- Eso está bien, esto está bien. Siempre estamos felices de contar con nuevos  expertos en Astrofísica. Lo cierto es que casi hemos cerrado ya la comprensión del Universo. Desde hace milenios no hay avances significativos. Entendemos a la perfección el funcionamiento de la isla de materia, las leyes que la rigen son exactas y sólo queda por profundizar en cuál puede ser el futuro a muy largo plazo de este nuestro universo. Como has podido experimentar, ya sabes que es posible viajar en el tiempo aunque es algo difícilmente controlable, más propio del azar que de una tecnología definida. Por cierto, estos viajes sólo son posibles del pasado hacia el futuro, nunca al revés.
- Bueno, si sabéis todo eso – no pudo evitar fruncir el ceño en una muestra de incredulidad que Ilexi percibió inmediatamente -, es que habéis avanzado mucho en Física, verdaderamente.
- No lo dudes – Ilexi le miró más con desgana que con enfado por las dudas que mostraba.
- ¿En que año estamos?, quiero decir, aquí, en Kaeleva.


Ilexi comprendió que por “año”, Augusto quería decir rotaciones en torno a su estrella Unguis.


- 1.456.089.023 de nuestra última era computada. Casi mediodía, ya.
- Bueno, eso es muuuuucho tiempo – alargó la “u” en su mente sin saber si el chip lo traduciría. Por la reacción de ella y una sonrisa burlona, comprendió que sí, que el sistema era capaz de lidiar con sutilezas como aquella.
- Muuuucho – respondió ella repitiendo el truco – el suficiente para que hayamos podido desentrañar los enigmas de la naturaleza, ¿no te parece?
- Sin duda …. ¿Y qué puedo hacer yo? – replicó Augusto.
- Aún no lo sé. De momento, ponerte al día. – le indicó que se sentara frente a una enorme pantalla holográfica. – Te he preparado un curso acelerado de nuestros conocimientos en Física y Cosmología. Deberás comenzar por lo más básico y las matemáticas elementales. Ya, ya sé que las sabes. Todas las civilizaciones avanzadas que conocemos han llegado hasta ese punto. Pero debes aprender nuestro sistema de codificación matemático que será muy diferente del tuyo, sobre todo para ti que vienes de muy atrás en el pasado. Es lo bueno de las matemáticas. Que no cambian nunca. Podrás avanzar con cierta rapidez porque los conceptos de fondo son los mismos pero has de habituarte a nuestra codificación.
- Lo entiendo – repuso él.
- Tienes tiempo. Como ya se te ha explicado, la vida en Kaeleva es larga. De hecho, igual no te lo han dicho ya, pero aquí uno muere porque quiere morir, porque así lo decide, porque se ha aburrido. Si no lo desea irse, nuestra medicina puede mantenerlo joven ilimitadamente.
- ¡Me encanta saberlo! – se mostraba exultante.
- Sí, eso dicen todos los que llegan de civilizaciones poco desarrolladas. Pero, créeme, no todos piensan así aquí tras vivir cien millones de años. La isla de materia se queda corta.
- Ya es la décima vez que hablas de la isla de materia – a Augusto le hacía gracia el nombre - ¿es así como llamáis a la galaxia? Pero, cien millones de años no son nada para explorar los billones de galaxias del universo…
- No entiendo – Ilexi se detuvo un momento por si el intercomunicador necesitaba más tiempo para traducir el concepto que albergaba la frase de Augusto pero, tras unos segundos, comprendió que no había matiz - ¿Billones de galaxias? Sólo hay una isla de materia. A ver si va a ser que estáis mucho más retrasados que lo que yo pensaba y aun creéis en dioses que brillan en el cielo y en universos paralelos.
- ¿Cómo….?
… aunque si habéis sido capaces de llegar hasta aquí, algo de desarrollo debéis tener…. O quizá es otro de tus comentarios pretendidamente graciosos que no entiendo… en fin, debo estar en otro sitio dentro de un momento. Ya hablaremos más delante de tus peregrinas concepciones del mundo. De momento, te dejo en manos de OP95 – y señaló al super ordenador cuántico 3D que estaba frente a él.


4.


Los meses siguientes pasaron con cada día asemejándose al anterior. Todo el día con OP95 al que ya casi consideraba como un hermano. Luego, cuando Unguis descendía, se transfería a su estancia. 

Su mundo se reducía a una breve charla con Ilexi cada día; estudio, mucho estudio, con OP95; y largas y ridículas conversaciones con O2.


 - Molécula de Oxígeno – llamaba al androide al llegar a su estancia-, tengo hambre.
- Supongo que me llama, Augusto, pero sigue pronunciando mal mi nombre. Soy O2.
- Ya, ya – se resignaba el humano, comprobando que la ironía no estaba dentro de los algoritmos del muñeco mecánico.


Los dos primeros meses los había dedicado a comprender la terminología matemática de Kaeleva. Como bien había indicado Ilexi, no era fácil cambiar toda la estructura simbólica de uno, de un día para otro. Pero, con empeño, lo había conseguido. Había sido un tiempo interesante, como si estuviese aprendiendo un nuevo idioma.


Fue al tercer mes cuando comenzó a inquietarse. Toda la información que recibía hablaba de la isla de la materia que podía comprender se refería a una única galaxia. Una galaxia, en cualquier caso, mucho mayor que su amada Vía Láctea, quizá cinco o seis veces más grande en diámetro y que, al parecer, era ya explorada en todos sus rincones por los habitantes de Kaeleva. Hasta ahí, nada extraño. Ya en su Tierra natal se sabía que había galaxias mayores y menores que la propia, estrellas mayores y menores que el Sol. Lo que, en verdad, le asombraba es que aquellos científicos parecían creer que sólo existía una galaxia, la isla y que, tras ella, no había nada, sólo el vacío cósmico, como mucho los campos cuánticos que llenan el espacio.


No podía creer que una civilización tan avanzada pudiera tener una cosmología tan atrasada, similar a la que en tiempos pretéritos creían los terrícolas: la tierra, unos cuantos astros girando alrededor y luego nada. Era imposible. Aquello era casi como cuando se pensaba que todo lo que se veía en el cielo estaba dentro de la propia galaxia, allá por el siglo XIX terrestre. La tecnología que veía a cada momento y que para él era pura magia le confirmaban que efectivamente Kaeleva era un planeta muy antiguo, muy desarrollado, con un inmenso conocimiento de los fundamentos de la natura. El mismo Unguis, tan rojo y tan viejo, era coherente con la longevidad de aquella civilización. No era posible que pensaran aún que sólo existía una galaxia, que el universo se acababa apenas unos millones de parsecs más allá. No, no era posible.


Llegó a la conclusión de que le mentían. Una mentira enorme y, a todas luces, creada a propósito porque toda la base de datos a la que tenía acceso era coherente con esa visión unigaláctica.

Le mentían, pero ¿por qué?.


5.


Había pasado casi un año cuando se animó a preguntar. Aquella mañana, Ilexi parecía de buen humor y estaba hermosa. Augusto se sorprendió a sí mismo mirando a Ilexi como a una mujer y revivió viejos sentimientos terrestres ya casi olvidados. Se le pasó por la cabeza interesarse por cómo se manejaba el sexo en Kaeleva pero se contuvo y se centró en lo que le preocupaba.

- Ilexi…
- ¿Sí?
- Quisiera charlar contigo de Cosmología. Tengo algunas preguntas que sé que pueden extrañarte, incluso molestarte, pero necesito hablar con alguien del maldito tema – dejó entrever su enojo y ella se percató.
- Bueno, por tu reacción, parece importante. Podemos hablar cuando lo desees.
- Necesito un ambiente más tranquilo que este, necesito no sentir que OP95 me escucha… no sé, ¿cómo os relajáis aquí en Kaeleva?
- Si lo deseas, podemos ir a Umnhanule esta tarde, al atardecer. Te gustará.
- Sí, de acuerdo, si tú piensas que es lo adecuado.
- ¿A las cuatro?
- De acuerdo.


6.


Umnhanule se situaba casi el en polo sur del planeta. Con el sistema de transferización, apenas les costó unos minutos llegar hasta allá.


Si Augusto había visto maravillas desde que había caído en aquel mundo, ahora se sintió abrumado por la belleza.


De unas montañas nevadas que deberían medir muchos miles de metros caían enormes cascadas de agua cristalina, la cuál, a pesar de la altura, bajaba lentamente como su fuera un río vertical. Había mucha gente alrededor pero cada grupo se mantenía aislado en una esfera de privacidad de modo que desaparecían a la vista de los otros. Era como si un excelso espectáculo natural se desarrollara sólo para una persona, o para dos, como si la naturaleza diera justo aquello que colmaba los sentidos de cada visitante, como si se multiplicara a gusto de cada ser.


- Es maravilloso. – pensó Augusto.
- Lo es – pensó ella.


Por primera vez, hablaron de ellos mismos. Él le contó cosas de la Tierra, de cómo era el planeta, de los continentes y de las ciudades, de los campos y de los mares. También de su niñez, de cómo su padre le había enseñado a hacer cometas y volarlas en las laderas de las colinas amarillas. Y de cuando hizo su primer pastel de almendras con su abuela. Y de cuando se enamoró por primera vez de Yalta, una piloto del escuadrón de avanzada con la que descubrió todo.


- Sí, aquí también nos enamoramos. Al parecer, el amor es consustancial a la vida. – ella sonrió pero, por primera vez, mostró un poco de melancolía.
- ¿Sufriste? – se atrevió a decir mentalmente Augusto.
- Sí – Ilexi había tardado en responder, como si aquella respuesta fuera una puerta que no deseaba entreabrir.
- Si alguna vez quieres hablar de ello…
- No, no creo. Fue hace miles de años.


Y Augusto supo que era una frase literal.


- Bueno, ¿y de qué querías hablarme, Augusto?
- De Cosmología.
- Sí, eso ya me lo dijiste. Pero, ¿de qué en concreto?
- De la isla de materia
- Sí, lo que tú llamas galaxia. El conjunto de todas las estrellas, planetas, gas y elementos que hay en el Universo.
- ¿Hablas en serio? – preguntó él.
- ¿Por qué dices eso?
- Mira, Ilexi, voy a ser sincero.
- Siempre lo somos aquí en Kaeleva, ya lo sabes. No concebimos la mentira.
- No lo creo así – y, de pronto, la conversación se volvió tensa.
- No te entiendo – ella parecía realmente sincera al decirlo.
- Te explico. Todo el mundo sabe que el universo tiene una dimensión enorme, infinita quizá, y que, dentro de ese enorme espacio, flotan billones de galaxias, formando grupos y filamentos de ellas, extrañas estructuras, pero, en cualquier caso, no hay una única – recalcó la palabra- galaxia. Las distancias entre ellas son tan enormes que será imposible visitarlas todas incluso en toda la duración del universo.
- No entiendo. ¿Te has vuelto loco? ¿Es una de esas bromas que tanto te gustan? – Ilexi le miraba con asombro, pensando que en verdad Augusto estaba loco.
- Por supuesto que no estoy loco. Nosotros en la Tierra conocíamos ya miles de millones de galaxias. Andrómeda, M33, las nubes de Magallanes, IC1101, millones y millones. Las veíamos por nuestros telescopios, conocíamos la distancia a ellas mediante el corrimiento al rojo de su luz, recibíamos sus señales, afectaban a nuestro campo de visión creando lentes astronómicas,…. Eso se sabía ya en mi tiempo y vosotros, tan avanzados, tan desarrollados, con una Física que me asombra, no podéis pensar que sólo hay una galaxia…. ¿Por qué, Ilexi? ¿Por qué me mentís? ¿Cuál es el juego?
- No entiendo, no entiendo. Y me duele que pienses que te mentimos cuando hemos puesto a tu disposición todo el conocimiento que poseemos. Me parece muy ingrato por tu parte.


A Augusto, la voz mental que le llegaba a través de traductor, le parecía tan sincera, tan benévola, tan preocupada por si se había vuelto loco, que no dudó que ella pensaba realmente que sólo existía la isla de materia, que reducía el universo a su galaxia.


- ¿De veras que no conocéis más del universo? – la miró a los ojos intensamente.
- No hay más, Augusto. No hay más. Sueñas – y ella mantuvo la mirada con la misma fuerza.


Casi no hablaron en varios días. Augusto siguió en sus estudios con OP95 y se convenció de que realmente aquella avanzadísima civilización creía, por el contrario, en un universo reducido que nada tenía que ver con el real. Por coincidencia probablemente sus leyes y su teoría hacían que las cosas funcionaran, les permitía viajar por el espacio, dominar la muerte… pero era puro azar, pura suerte. En realidad, no comprendían nada de nada. Y, por ello, aquella civilización estaba sentenciada. Sintió un escalofrío al pensarlo y se dio cuenta que en realidad lo que le importaba era el futuro de Ilexi. No quería que se sentenciara con aquel mundo que no entendía su universo.


Abrió un fichero privado en OP95 y le dio título: “Cómo, en verdad, es el Universo”. Comenzó a escribir frenéticamente.



7.


Con el tiempo, Ilexi y él se habían vuelto amigos si es que aquella palabra tenía sentido en Kaeleva. Repetían su viaje a Umnhanule, evitando siempre hablar de Física o de Cosmología. Siempre, hasta que aquella tarde, fue ella la que dijo.


- He pensado mucho en lo que discutimos sobre la isla de materia.
- ¿De veras? Creí que me tomaste por loco – repuso él.
- Y he leído lo que estás escribiendo.
- ¡Viva la privacidad! – protestó Augusto.
- Soy tu cicerone, recuerda. Y OP95 está obligado a informarme.
- Bueno, no me importa que tú lo sepas – y recalcó la palabra “tú”.
- Lo sé – ella bajó los ojos hacia la hierba brillante y húmeda.
- ¿Qué te parece mi estudio?
- Que es una locura.
- ¿Sigues pensando así a pesar de los datos?
- Sí, pero…. – se detuvo- no es la primera vez que lo escucho.
- ¡Ah! – Augusto la tomó de las manos con fuerza. Ya sabía yo que no podíais ignorarlo.
- Son leyendas – dijo Ilexi.
- ¿Leyendas?
- La ciencia en la que creemos es la que OP95 te ha mostrado, la que yo defiendo, la que todos en Kaeleva estudiamos.
- ¿Entonces? – él continuaba apretando sus manos y sintiendo que aquella piel no le era ajena.
- Hay viejos que piensan otras cosas, que cuentan cuentos, leyendas, relatos que sólo sirven para pasar el tiempo… pero que…
- Pero qué, ¿qué?
- Que coinciden con lo que tú afirmas, con lo que escribes.
- ¿Dudas de tu ciencia oficial?
- Sí – repuso ella.


No se preocupó de los modales imperantes en el planeta. La abrazó y la mantuvo firmemente entre sus brazos por largo rato.


- Gracias por creerme – le dijo sin soltarla.
- No es por ti. Yo misma, dudo, contigo o sin ti.
- ¿Podemos ver a esos viejos que tienen una versión distinta?
- Sí, si lo deseas.
- Y cuando tú dices muy viejos, deben ser viejos de bemoles – la soltó, riendo.
- Ni te lo imaginas- ella le agarró la mano y le devolvió la sonrisa.



8.


Farlende estaba justo en el otro extremo de Kaeleva, en el hemisferio norte. Cuando llegaron, el clima era frío, inusual en el planeta. Se notaba que era una zona menos desarrollada que el resto.


- Parece la Tierra del Fuego, por Dios – dijo, mientras ajustaba la temperatura de su vestimenta.
- ¿La Tierra del Fuego? – preguntó ella.
- Un paraje desolado de mi planeta.
- No creas que Kaeleva permite esto por maldad o desidia. Al contrario, son los habitantes los que desean vivir así. En contacto con las fuerzas naturales, dicen ellos. Y se les respeta. Aquí no hay clima controlado e, incluso, los alimentos escasean en ocasiones. Sin embargo, es el lugar en donde menos voluntades de morir existen. Aquí, en este entorno que a mi parecer es de penurias, todos parecen encantados de seguir viviendo.
- La adrenalina de vivir – dijo Augusto.
- No te entiendo, como muchas veces. Pero, no hemos venido a visitar Farlende por su clima o su gastronomía. Venimos a ver a Wolkan.


La casa del hombre se asomaba a una barranca, justo en lo alto de un acantilado azotado por fuertes vientos. Un paraje húmedo y frío, pero lleno de vida salvaje y sorpresas. Entraron sin llamar. Que estuvieran en Farlende no quería decir que se vivía como hacía trillones de años. El sistema de localización había avisado ya a Wolkan de la llegada de Ilexi y Augusto. Un androide de montaña les guio hasta la sala principal.


- Bienvenida, Ilexi, querida. Hacía mil años que no te veía. – dijo el hombre.
- Y apuesto a que es literal – contestó Ilexis mientras hacía la reverencia de cortesía propia de Kaeleva.
- Deja tus bromitas aparte que ya sabes que no las entendemos- le reprochó Ilexi.
- Muy agudo, muy agudo – respondió Wolkan que sí parecía haber entendido la gracia.
- Al fin, alguien como yo – Augusto volvió a repetir la reverencia.
- Bueno, es que quizá nacimos a la vez – dijo el anciano.


Y ambos se echaron a reír mientras Ilexi les miraba con asombro.

Wolkan aparentaba tener más de cien años para lo que era habitual en la Tierra pero, obviamente, Augusto supuso con acierto que su edad real sería de muchos millones. Más, al contrario que la mayoría de los habitantes de Kaeleva, Wolkan había preferido envejecer en su cuerpo y en su piel, en sus arrugas, en su debilitada fuerza y en su anticuada visión del mundo. No así en su mente que, prontamente, se veía que estaba en plena forma.

Tomaron unas tazas de melanté con galletas. Luego, Ilexi tomó la palabra y explicó el porqué de la visita.

- Ya ves, mi viejo amigo. Este hombre, Augusto, caído por azar en nuestro mundo desde la prehistoria de la historia, un aficionado debutante en términos científicos, está escribiendo un modelo del mundo que repite lo que tú, un sabio, me ha contado más de una vez.
- Y que la ciencia de Kaeleva rechaza. – repuso Wolkan con tristeza.

- Porque no hay ningún dato, ninguna observación que respalde tus teorías, o las de Augusto. – ella se inclinó hacia él, con veneración- Maestro, tú me enseñaste toda la Física que conozco, me abriste a las matemáticas y me diste la inteligencia crítica que requiere la ciencia. Y no hay datos, maestro. No los hay. Hemos recorrido la isla de la materia y todas las civilizaciones coinciden con nuestras observaciones. Tenemos los instrumentos más sofisticados que puedan crearse y no se detecta nada, nada, absolutamente nada más allá de la isla de materia. Ni un pestañeo de los campos cuánticos, ni la más mínima radiación, nada. La isla de materia es lo único que hay, lo único que ha habido y lo único que habrá.
- Mi pequeña – a Augusto le sonó mágicamente extraño que llamara mi pequeña a un ser que debía tener muchos miles de años-, quizá te equivocas.
- ¿Cómo puedo equivocarme, maestro? – preguntó Ilexi.
- Porque no tienes otra opción- respondió el hombre- porque, efectivamente, con los datos que tú tienes, que Kaeleva tiene, es lo único que podemos deducir.
- Son datos incorrectos, o quizá alguien oculta datos – intervino Augusto.
- No, nadie miente, nadie oculta nada.
- No entiendo – protestó Augusto- porque lo que es cierto es que existen millones y millones de otras galaxias.
- Puede que tengas razón, que sí existan, quién sabe – concedió Wolkan.

- ¡Claro que existen!
- ¿Entonces, es que tú tienes esos datos que nadie más conoce? ¿tú eres el único ungido?– Ilexi se enfrentó con Augusto.

- Él no, Ilexi. Su tiempo. - intervino Wolkan.
- ¿Su tiempo? ¿Qué quieres decir? ¿Tienes tú los datos, maestro? - dijo ella.
- No, no los tengo, pero doy crédito a leyendas que me contaron gentes aún más viejas que yo mismo.
- ¿Leyendas? La ciencia no puede basarse en leyendas – ella le espetó con rabia.
- Así es. Pero tampoco puede desoír la parte de verdad que hay en ellas. Cambia la palabra leyenda por teoría especulativa y te sonará mejor.
- No te entiendo, maestro Wolkan. No te entiendo- y volvió a acercarse a él. 


El viejo bebió con parsimonia otra taza de melanté y prosiguió:


- Como bien dices, Ilexi, los datos que tenemos muestran que sólo hay una isla de materia, un conglomerado inmenso de estrellas, nebulosas, planetas y cuerpos errantes. Una galaxia, como la llama Augusto. La galaxia en la que vivimos. Nada observamos más allá. Así ha sido desde que comenzamos a hacer ciencia documentada, registrada, rigurosa hace unos mil millones de años. Las observaciones del universo que hemos vivido durante esos mil millones de años confirman que estamos solos y la isla de materia es todo lo que hay. Para nosotros, siempre ha sido así, una isla eterna que no tuvo comienzo pero que evoluciona y probablemente tendrá un fin.


- ¡Vamos, hombre! – protestó Augusto. - ¿cómo que no tuvo comienzo?


- Comprendemos la materia, el espacio tiempo y los campos cuánticos que lo llenan. Sabemos que en un momento dado las fluctuaciones de los campos debieron generar lo que vemos. Conocemos que el espacio se expande y que, por tanto, cada estrella, cada planeta tiende a alejarse pero la gravedad hace que ese cambio de distancias haya sido mínimo como resultado medio a la escala de lo que vemos.
- Exacto. No hay nada más – confirmó Ilexi.
- Aquí es donde Augusto puede ayudarnos y dónde hay que escuchar las leyendas.
- Explícate – pidió Ilexi.
- Imagina que alguien ha observado el mundo “antes”, – dijo esta palabra muy lentamente – que lo que para nosotros es el origen del universo.



Y en ese momento, Augusto lo entendió. Un relámpago de lucidez que lo explicaba todo. Miró a Wolkan y en el brillo de sus ojos comprendió que pensaban lo mismo y que era su turno, que era él a quien correspondía continuar hablando.


- En nuestra ciencia de la Tierra, - intervino Augusto- podíamos entender las leyes universales a partir de un “big bang”, un comienzo primigenio ocurrido "sólo" hacía catorce mil millones de años de nuestra historia, tras los cuales el universo se seguía expandiendo. Es más, estábamos sorprendidos de que esa expansión se aceleraba.
¿Y por qué afirmábamos que hubo ese comienzo en un momento tan determinado? Porque podíamos verlo, medirlo. Por un lado, nos llegaba una radiación muy fría que sólo podía interpretarse como los restos del nacimiento de todo; y veíamos estrellas de galaxias distantes, cada una de ellas con un determinado desplazamiento al rojo de su luz, o sea velocidad de alejamiento respecto a la Tierra, proporcional a la distancia. Y así, fuimos capaces de saber que hubo un inicio y cuánto tiempo había pasado desde entonces. Pero no podíamos deducir nada sobre qué había antes del “big bang” porque nos era inaccesible, nunca lo vimos. No podríamos haber deducido que el universo se expandía si, en vez de haber observado el espacio justo trece mil millones de años después, cuando la expansión existía y era medible, lo hubiéramos hecho sólo mil millones de años después, cuando la gravedad dominaba y no era medible la expansión. Deducimos el mundo de lo que vemos. Construimos la historia sobre lo que vemos y medimos. También nosotros especulábamos sobre otros universos pero eran sólo eso, especulaciones, porque nadie pudo jamás tener un dato que lo confirmara. Más quién sabe si los hay en realidad.


- Nuestra tecnología es inmensa pero no lo puede hacer todo. – prosiguió entonces Woltan-  A nosotros nos tocó observar un universo muy posterior al de Augusto. Para entonces, la expansión había ya separado todas las galaxias de manera tan enorme que ninguna luz de las mismas pudo llegarnos jamás. Fue imposible para nosotros imaginar siquiera un inicio puntual. Nunca hemos podido ver otras islas de materia en donde medir desplazamientos al rojo para compararlo con el nuestro, nunca hemos podido observar ninguna radiación restante del inicio del mundo. Sólo hay leyendas de que eso pudo ocurrir. Pero nuestra civilización surgió demasiado tarde para poder ver antes de un determinado momento.


Este mundo parece muy viejo, nosotros somos muy viejos, aunque no lo parezcamos. Pero, en realidad, es mucho más viejo todavía, mucho más viejo que nuestras crónicas más ancestrales, mucho más viejo que lo que los datos científicos pueden revelarnos. Nunca pudimos ver cómo las otras islas de materia iban alejándose por la acción de la expansión universal, y cómo fueron desapareciendo de nuestra vista porque la luz se hacía más y más roja, más y más tenue, más y más infrarroja, hasta ser indetectable.

Excepto en las leyendas, ese lejano pasado se ha perdido en la bruma del desinterés. Cuando por fin la civilización se asentó de manera definitiva en Kaeleva, descubrimos la ciencia, creamos los instrumentos, fuimos capaces de dominarnos a nosotros mismos y a las leyes del universo, el mundo anterior ya se había ido, ya no existía. Y como las leyes de la materia no permiten viajar hacia atrás para ver el pasado, nuestro pueblo se creyó solo en el universo porque era lo único posible de afirmar. Cada civilización descubre su entorno con los datos que este le ofrece en ese momento preciso del tiempo. Claro está que ha habido científicos que han propuesto esto que te cuento en nuestra propia era. Pero, científicamente, empíricamente, no ha podido verificarse y, por tanto, se da por falsa tal hipótesis.

- Entiendo – dijo Ilexi.


- No es que no existan otros mundos aparte de nuestra isla de materia. – concluyó Wolkan- Es que se fueron antes siquiera de que se creara nuestra galaxia. Hemos calculado que el universo tiene una antigüedad de unos cien mil millones de años pero no podemos ver nada más allá de unos diez mil millones. No podemos afirmar nada sobre qué hay más allá porque no puede llegarnos dato alguno.
- ¿Pensarán en otras islas de materia lo mismo? – preguntó la mujer.
- Probablemente – contestó Wolkan -. No nos vemos, no podemos vernos, siquiera intuir que están allá. Es lógico, científico, que cada mundo piense que está solo, una vez que pase el tiempo suficiente.
- El que no ve, no sufre – dijo Augusto.
- ¿Qué? – Ilexi le miró con asombro.
- Nada. Otra frase inútil de mi Tierra.
- Que no comprendemos aquí.
- Que no comprendéis aquí.


Se despidieron a la mañana siguiente.


- Espero que sigas escribiendo ese informe sobre el universo que tú sí conociste en la Tierra. ¡Ah! me hubiera encantado descubrir lo que vosotros estabais descubriendo. Eres un afortunado. Viviste justo en el momento exacto, ni muy pronto, ni muy tarde, para observar en ambos sentidos, hacia el pasado y hacia el futuro, para llegar a ver los vestigios del inicio y experimentar la expansión que comenzaba - le dijo Wolkan a Augusto, mientras le abrazaba-. Os tocó la lotería científica, amigo mío. Quién sabe lo que el futuro deparará. A lo mejor, no conocemos tan bien el universo como creemos y un día le da por colapsar y anular todas nuestras leyes. Sigue escribiendo ese informe. Lo necesitarán en el futuro.

- Lo haré – repuso él.
- Gracias, maestro. Espero verte pronto- Ilexi le besó en la mejilla.
- Que no pasen mil años- el viejo alzó la mano en señal de despedida-, y cuida de Augusto.
- Lo haré – rio ella.



Mientras se acercaban al trasferidor, él la tomó de la mano.

- ¿Vas a cuidarme? – la miró con ternura.
- Lo pensaré. Tengo que aprender algunas cosillas de Cosmología, al parecer.
- ¿Y cuántos años dices que tienes? Es que a mí me gustan más bien jóvenes.
- ¡Entra en el transferidor! – ella le empujó con fuerza, sin soltar su mano.







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