La señora, de una edad indefinible, quizá cuarenta y cinco, quizá cincuenta, va elegantemente vestida. Ella lo ha dicho siempre. Hay que vestirse dignamente para ir al templo y más aún si es Semana Santa. Para quién acicalarse si no es para el Creador, piensa.
Mujer piadosa, reza con frecuencia, introduce tres o cuatro euros cuando pasan el cepillo en las misas y cumple a rajatabla con los oficios. Bueno, es glotona y no sigue la abstinencia de la Cuaresma pero el propio padre Anselmo le ha dicho, en confesión, que es sólo un pecado venial que se arregla con un rosario. No ha tenido hijos y es una pena que tiene en el alma. Le hubiese gustado, pero se pasó el momento y desde hace algunos años, la relación matrimonial ha dejado de ser pasional o como ella dice, se ha consolidado en el verdadero amor que perdura.
Su marido no la acompaña porque, para su desgracia, no es religioso e, incluso, menosprecia las creencias de su esposa, algo que ella oculta cuidadosamente, no sea que sus compañeros de la catequesis se asusten o, peor, se compadezcan. Lo vive con cierta vergüenza, preguntándose si ella tendrá alguna culpa en ese agnosticismo del esposo y preocupándose por la salvación del alma de ese hombre al que quiere. Tal es el rubor que le provoca que, incluso, nunca se lo ha comentado a su confesor.
El Viernes Santo gusta de realizar el viacrucis en la catedral. Acude puntualmente a pesar de que no se siente cómoda con el gentío que se congrega, con toda esa gente, la mayoría turistas, a la que poco le importa la religiosidad del acto, su significado, y que toman fotografías por doquier sin escuchar siquiera las palabras del rito. Intenta, con todo, olvidarse del entorno y centrarse en sí misma, en su fe y en su oración.
Primera estación, al inicio de la nave lateral que da a la Plaza de las Américas. Jesús es condenado a muerte. Reza. Qué barbaridad. Cómo puede condenarse a un inocente, permitirse la injusticia sin hacer nada
Avanza el cura arrastrando tras él a la comitiva de fieles. Segunda estación. Jesús carga con la Cruz. Le viene a la mente que la suya, su cruz, es la falta de fe de su marido. Debe afrontarla con la misma resignación que el nazareno tuvo.
Hay un mendigo junto a la capilla de Santa Inés y debe sortearlo. Tercera estación. Jesús cae por primera vez. Piensa que quizá deberían prohibir la entrada de mendigantes durante los oficios.
Llegan al transepto. Cuarta estación. Jesús encuentra a María. Recuerda a Marta, su madre. Murió con 96 años. Fue un ejemplo. La recuerda con un cariño infinito. Le dijeron que murió tranquila en la residencia.
Una oración en el extremo del pasillo. Quinta estación. Simón ayuda a llevar la Cruz. Se lee un pasaje sagrado pero ella, por un instante, se despista recordando que ha de decir a la asistenta que han de limpiarse las tazas de café para cuando vengan sus amigas el domingo de Resurrección.
Al inicio de la girola está la sexta estación. La Verónica limpiando en rostro de Jesús. Hay unos niños preciosos que juegan y rien en torno a una imagen de María y ella se pregunta dónde están sus padres para que dejen de molestar. Pueden dañar la estatua.
En el absidiolo de Santa Engracia está la séptima estación. Jesús cae por segunda vez. Otro mendigo importuna el recorrido y ella se siente algo molesta. Hay un sitio para la limosna y otro para la oración, ¿no?
Regresan por el otro lado de la girola, el que da al Mercado de las Costureras. Octava estación. Jesús consuela a las mujeres. Hay una chica, por sus rasgos debe ser sudamericana, que lleva un crio en su regazo. Este no deja de llorar pero la muchacha no se va. Quizá lo utilice para dar lástima y obtener limosna. Ha escuchado que pasan cosas de estas. Reza la oración que corresponde confiando en que el niño la deje concentrarse.
Novena estación. Jesús cae por tercera vez. Otro mendigo pero esta vez, afortunadamente, se marcha antes de que llegue la comitiva. La señora aprovecha para echar un euro en el pupitre y encender una vela votiva.
La nave lateral contraria, la que da al norte, está repleta. Les costará hacerse paso pero lo que más le preocupa es que les miran como a bichos raros. Décima estación. Jesús es despojado de sus vestiduras.
Undécima estación. Jesús es clavado en la cruz. Atenta al sufrimiento del Señor reflejado en un hermoso crucifijo tallado en el siglo XVI, casi tropieza con una gitana que está sentada con un vasito de plástico en el que hay algunas monedas. Logra sortearla sin chocar con ella.
Duodécima estación. Muere Jesús. Por un casual, alguien echa los cinco euros necesarios en el dispositivo que enciende el retablo y este se ilumina con magnificencia. Resulta precioso.
Decimotercera estación, Jesús es bajado de la cruz. El retablo, obra policromada del siglo XVII, sigue aún con luz. La señora piensa que, del mismo modo que Cristo va a resucitar, su vida también se iluminará pronto. Pide al Señor que así sea. La joven con el niño ya sale bajo las arquivoltas de la Puerta de Santa Justa. Se la ve cansada y resignada a que nadie le dé una limosna.
Decimocuarta estación. Jesús es sepultado. La señora sabe que resucitará al tercer día. Esa es su esperanza. Reza por ello. El mendigo que se encontró en la tercera estación sabe que, una vez que ha pasado el viacrucis, será difícil conseguir dinero y es mejor intentarlo fuera, en la plaza. Pero, en su precipitación por adelantar al cortejo, tropieza, resbala y cae. No parece un golpe serio y se levanta sin que nadie se le acerque.
La señora no se percata de que Jesús ha caído una cuarta vez.
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