24/4/09

Los 7 pecados capitales: la ira



No fue una sorpresa cuando el técnico de personal comunicó a Hugo que, lamentándolo mucho, debían despedirle. La situación económica había reducido las ventas de la compañía a menos de la mitad y los expedientes de regulación de empleo se habían ampliado a varios plantas. A sus cincuenta y dos años, estaba en el punto de mira del departamento de recursos humanos. Le agradecieron los servicios prestados y le hicieron toda clase de elogios pero la decisión era inamovible. Hugo hubiese preferido una regañina manteniendo el empleo a toda aquella parafernalia de piropos vacuos aprendidos a toda prisa en algún manual para despedir personas. Mientras salía por la puerta, asustado por el futuro, vio como el hombre que lo había despedido introducía su expediente en una carpeta siguiendo una rutina exenta de cualquier emoción y tomaba otra más. Cumplía con su papel con el mismo sentimiento que un mal actor secundario en una obra de teatro. Hugo sabía que aquel personaje dormiría bien durante la noche e, incluso, quizá saldría a cenar con su esposa sin acordarse en absoluto de los despedidos de aquella jornada. Cuando salió a la calle, parecía que el cielo se mofaba de él. Le hubiera gustado encontrarse con un cielo plomizo, amenazando lluvia, con el mismo frío helado que él sentía en su cuerpo. Pero era un día azul, brillante, lleno de trinos en los árboles del parque como si a la vida le importara un comino su suerte.

No pudo conciliar el sueño aquella noche ni unas cuantas más en las semanas que siguieron. La situación no era crítica porque el subsidio del paro le duraría unos meses pero debía ponerse a buscar un nuevo empleo lo antes posible. No se hacía ilusiones porque sabía que su edad jugaba en contra. Su mujer le animaba en lo que podía. Le había dicho que, si era necesario, buscaría una ocupación limpiando casas o remendando ropa ya que de joven había sido muy buena modista. Lo dejó cuando dio a luz a Andrés. El chico no era una lumbrera pero, a trancas y barrancas, estaba ya en tercero de carrera y tenía una novieta con la que parecía que iba en serio. Quizá el chico debiera buscar también un trabajo pero los empresarios no contrataban a nadie. Ni jóvenes, ni viejos.

Una semana después tuvo las suficientes fuerzas y motivación como para lanzarse a la caza de un empleo. Se había apuntado a las listas del paro. Le atendió una chica pelirroja que le tuteó sin conocerle, seguramente entendiendo que aquello producía una cierta empatía con el que se sentaba enfrente. No le dio muchas esperanzas. Apuntó su curriculum, sus expectativas y le pidió un número de teléfono. Le resultó irónico que le deseara buena suerte cuando salió. Aquella joven debía saber que la suerte no existe y que su futuro dependía de que ella le encontrara un trabajo.

Los domingos compraba todos los periódicos que podía y escudriñaba con atención en las hojas que mostraban los puestos de trabajo. Cada semana eran menos páginas y los anuncios parecían hechos a propósito para descalificarle. Que si debía saberse francés, que si menor de treinta y cinco años, o con amplia experiencia internacional, que si era preciso poseer el carnet de conducir camiones, que había que haber pasado tres años en Polonia…. por una cuestión o por otra, nunca aparecía un trabajo a su medida. Aún así no se desmoralizó. Mandaba una decena de cartas cada semana y esperaba con ilusión que alguien le llamara, al menos para entrevistarle. En dos meses, sólo recibió una contestación. Unos de esos formularios estándar impresos por ordenador en donde, de manera automática, el procesador de textos iba incluyendo el nombre del interesado en el lugar preciso. “Siga intentándolo porque hemos quedado impresionados con su valía” acababa la misiva. Arrugó la hoja con rabia y la lanzó a la papelera. Acertó. Al menos, seguía siendo tan bueno jugando al basket como cuando estudió en la universidad.

Cada mes se pasaba por la oficina de desempleo. Buenas palabras, ánimos, sonrisas pero ni una opción. El mercado, la economía, una crisis generalizada, tenga paciencia, aún tiene unos meses por delante cobrando el subsidio, el gobierno hace lo que puede…. Tres meses después empezó a interesarse por el auto empleo. Un amigo le había dicho que era la única opción. Montar su propia empresa e intentarlo. Pero no tenía muchas ideas. Capital para iniciar el negocio, aún menos. Impensable, en su situación financiera, comprar un local y abrir una tienda. No sólo no tenía dinero para alquilar nada. Tampoco para comprar género. Preguntó en el Banco, pero el individuo – muchas veces se le aparecía el rostro de aquel tipo en sus pesadillas- le dedicó apenas unos minutos y, con buenas palabras, le dijo que cómo era tan ingenuo de solicitar un crédito estando parado. Ni las personas con salarios asegurados podían en aquellos días acceder a la financiación. Hugo se preguntó para qué servían los Bancos y, por muchas vueltas que le dio, no pudo encontrar razón alguna.

Ocho meses después comenzó a angustiarse de veras. Su mujer empezaba a dar muestras de cansancio. Había conseguido unas pocas horas por semana limpiado el piso de una pareja joven, en el otro extremo de la ciudad. Doscientos euros al mes. No era mucho pero ayudaba. Una noche – estaba cansada y enfadada con el mundo- le espetó a Hugo que si ella había podido conseguir aquel pequeño empleo, él debería ser capaz de lograr algo. Hugo no dijo nada pero sintió como si los infiernos se abrieran bajo sus pies. Una semana después, no dejó que Andrés fuera a una fiesta. Simplemente, no podía darle dinero suficiente para que lo pasara bien. El chico se enfadó y le dijo que otros padres ya se habían recolocado. Hugo sintió que el mundo se desmoronaba.

Faltaba un mes para que se le terminara el subsidio. Este sí era un día de lluvia. Desapacible, con viento racheado y papeles rodando por las calles como en esos pueblos desahuciados de las películas del oeste. La fila de desempleados era larga. Debería estar allá un par de horas cuando menos. No hablaban. ¿Para qué? Todos sabían lo que los otros sentían y por lo que los otros estaban pasando. Se fijó en los zapatos. Muchos estaban rotos. Quizá la ruina de una vida empezaba por los zapatos. Abría y cerraba el paraguas según las nubes se condensaban o se alejaban. Lo que más le asustaba es que, antes de entrar, sabía cuál iba a ser la respuesta del funcionario de turno.

Dos hombres que pasaban por la calle se detuvieron cerca de él. Debían conocerse y, por lo que parecía, no se habían visto desde hacía mucho. Se saludaron con efusión. Hugo podía oír lo que hablaban. Aparentemente, les iba bien en la vida. Uno charlaba sobre negocios de aparatos electrónicos. Otro parecía trabajar en un banco. Reían ajenos a todas las personas que esperaban a su espalda.

- Me alegro mucho de que te vaya tan bien. Seguro que podrás pronto comprarte esa casa en la costa. Ahora hay muy buenas oportunidades- dijo uno.
- Estoy en ello- contestó el otro y bajó la voz- tengo casi cerrada la compra de una villa en Alicante. Ya sabes, uno de esos que se metió en gastos y que no ha podido pagar al banco. Ahora, me lo venden por cuatro perras.
- Aprovecha, chico, que luego esto remonta y se acaban los chollos – afirmó el primer hombre- Algún día todos esos millones de gandules que no quieren trabajar volverán al curro y entonces se acabaron las buenas ofertas.
- Y que lo digas. Mucho paro, mucho paro. Si quieres trabajar, lo consigues. Lo que pasa es que hay mucho señoritingo que no quiere limpiar retretes. Y, lo que yo siempre digo, si uno tiene que limpiarlos, lo hace y punto.


Hugo sintió que se le nublaba la razón. En un segundo pasaron por su mente los meses de desempleo, las pocas entrevistas con directores de personal apáticos, los cientos de cartas enviadas, las largas horas en aquella fila. Una especie de vómito le llegó a la garganta y a sus ojos afloraron lágrimas que no sabía de dónde procedían. No era sólo un estado de ánimo. Era un dolor físico. El pecho le dolía, como si no pudiese inhalar aire suficiente. Notaba las palpitaciones de su corazón desbocado y notó que sus piernas temblaban sin que él pudiera evitarlo. Instintivamente- luego, en el juicio, lo denominaron enajenación mental transitoria- levantó el paraguas con sus dos manos y golpeó con toda la fuerza de su ser a aquellos dos individuos que, sorprendidos, empezaron a gritar como locos. Uno echó a correr pero el otro, lastimado por el primer golpe, cayó al suelo. Hugo no sintió piedad ni compasión. Continuó golpeándole con el paraguas lo más rápido que pudo. Vio cómo brotaba sangre de la cara de aquella persona y le oyó pedir auxilio. Le gustó que lo hiciera. Le encantó verlo allá humillado y abatido sobre el pavés, como una alimaña.




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