15/2/08

Desayuno



No recuerdo por qué hubimos de madrugar tanto. Sí, yo tenía algún viaje como tantos otros días, pero no creo que fuera ese el motivo. Cualquiera que sea el caso, bajamos a la calle buscando una cafetería. Era domingo y era invierno, de modo que las calles estaban ausentes, aún oscuras, cubiertos los árboles con una fina capita de rocío blanco sobre la que se reflejaban los colores brillantes de los semáforos. Caminamos abrazados, seguramente más por protegernos del frío que por otra cosa. A punto de rendirnos, dimos con un bar abierto en un centro comercial en el que todos los demás establecimientos estaban cerrados. No era el más agradable. Mesas baratas de aluminio y sillas de skay descolorido. Te quitaste los guantes. El camarero estaba atento a la radio y apenas nos miró al entrar. Algo sobre política que no escuchamos. No había nadie más. Pedimos los cafés. Doble y cargado para ti, descafeinado para mí. Un croissant a medias. Dio para mucho aquel desayuno. Frente a mí, las manos agarradas – las tenías aún heladas-, la voz queda, me revelaste tus sueños. Con tranquilidad, con anhelo, con la melancolía de ver cómo pasaban los años sin lograrlos. Aspiraciones sencillas. Como las mías. Quizá sólo ser feliz y cuidar de los tuyos. Quizá, ser felices juntos. Te escuché casi como si de una revelación sagrada se tratara. Emocionado de que compartieras lo tuyo conmigo. Privilegiado. Juré cumplir aquellos sueños contigo. Amanecía cuando te besé. Sabías a café y a maravilla del cielo.

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