15/2/08

En el coche me dijiste.



En el coche, te gustaba apoyar tu espalda en la ventana de modo que quedabas como recostada y mirándome. Me contemplabas mientras conducía y yo me avergonzaba porque sabía que me observabas mientras yo debía atender a la carretera. Un día paramos por algo y pude deleitarme en ti. Era por la tarde y el sol, ya bajo, se entretenía en pintar reflejos entre tus cabellos. Pusiste tus piernas sobre las mías y te masajeé los pies. Me gustaba hacerlo. Me gustaba tanto acariciarte que ahora duele no poder sentir tu piel. Te dejaste hacer, sonriendo y manteniendo tus ojos en los míos. No hablabas. Estuviste callada, mirándome, al menos un cuarto de hora. De pronto, como si concluyeses un largo razonamiento interior, dijiste con entusiasmo “te quiero mucho”, hiciste un mohín tierno y volviste a callar. ¿Sabes? Fue como si hubieses condensado, sin saberlo, toda la poesía del mundo en aquellas palabras. No recuerdo un instante más dulce. Hacías siempre que me sintiera tan amado que tu ausencia resulta insoportable.







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